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Lo bueno, si breve, a veces sí es bueno
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Lo bueno, si breve, a veces sí es bueno

No me gustan los refranes ni creo en las consignas estilísticas, porque me parece que cada libro ha de encontrar su propio lenguaje. El exceso de

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Lo bueno, si breve, a veces sí es bueno

No me gustan los refranes ni creo en las consignas estilísticas, porque me parece que cada libro ha de encontrar su propio lenguaje. El exceso de adjetivación, las metáforas oscuras, el léxico sórdido o la desnudez expresiva de textos que se quedan casi desvalidos o anémicos no me incomodan por sí mismos, sino únicamente en función de lo que se quiera contar. Por eso, desconfío del “en abril, aguas mil” o de “la que cose sin dedal cose poco y cose mal”, igual que de “lo bueno si breve dos veces bueno”.

Sin embargo, hoy voy a comerme mis propias palabras y a separarme de mi dogmatismo heterodoxo con la convicción de que el “depende” es una forma de esa ortodoxia posmoderna de la que yo, que soy un individuo de mi tiempo, no puedo inhibirme. Me como mis propias palabras porque acabo de leer dos joyas en las que la brevedad sí es un valor. Al fin y al cabo, la mayor presión se ejerce en las superficies minúsculas y una pequeña llaga en la punta de la lengua irradia dolor a toda la boca. Como el dolor de los personajes que protagonizan dos magníficos textos de exiguas dimensiones: Una rubia imponente de Dorothy Parker, en Nórdica, y Lo que yo llamo olvido de Laurent Mauvignier, publicado en Anagrama.

Una rubia imponente

Dorothy Parker escribió este relato en 1929 y recibió por él el prestigioso premio O. Henry. Por cierto, no se pierdan las Historias de Nueva York (Nórdica) de este escritor que quiso borrar su pasado sepultando su auténtico nombre: William Sidney Porter. En esa compilación podrán leer algunas de sus mejores trick stories y dos cuentos a los que el calificativo “hermoso” les hace justicia de verdad: “El romance de un corredor de bolsa atareado” y “La última hoja”. 

Cerremos este pequeño paréntesis dedicado a O. Henry para centrarnos en ese pedazo de víbora que, según lenguas incluso peores que la suya, fue Mrs. Parker. Dorothy Parker escribió poemas, relatos, crónicas y críticas literarias en New Yorker, Vogue o Vanity Fair. Su seña de identidad más sobresaliente fue una mordacidad y una capacidad para la sátira con las que radiografió la vida urbana de su tiempo. La causticidad del sentido del humor de Dorothy Parker sintoniza con una tendencia creativa del feminismo contemporáneo de la que habla Remedios Zafra en (H)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean, el ensayo ganador del V premio Málaga. 

Parafraseando a Rosi Braidotti, escribe Zafra: “El enfoque paródico feminista podría subvertir los modos de representación y de escritura que implícitamente reproducen las formas dominantes de pensamiento y discurso. (…) la creatividad paródica nos permitiría salir de nosotros mismos y enfrentarnos a una posible exclusión”. El humor como subversión y mueca. 

En Una rubia imponente, a través de la historia de Hazel Morse, de su relación con los hombres, su desvalimiento enmascarado de alegría y su alcoholismo hipertrófico, Parker nos deja entrever una sensibilidad especial para captar la tristeza ajena. Ese “estar triste sin saber muy bien por qué” que posiblemente se relaciona con el entorno: las razones exógenas de la depresión que atenazan a los corazones vulnerables y la vulnerabilidad como efecto de la falta de reflexión. O de todo lo contrario. Hazel Morse es una de esas rubias imponentes que forman parte de la carne de cañón del mundo. El paradigma de cierto tipo de mujer que descubre la faceta más grotesca de su propia vida en el intento de un final apoteósico que se le queda a Hazel Morse en agua de borrajas.

No es de extrañar que Augusto Monterroso y Barbara Jacobs se acordaran de Una rubia imponente para su Antología del cuento triste (Alfaguara). Este mismo cuento también había sido recogido en La soledad de las parejas, una selección de los relatos de Dorothy Parker que publicó Ediciones B y que incluía “Una llamada telefónica”, un cuento que ha sido reinterpretado por escritores posteriores como Quim Monzó en El porqué de las cosas (Anagrama). Por su parte, en la edición de Nórdica la ilustradora zaragozana Elisa Arguilé ha sabido retratar con sus violentos rotuladores –párpados azules, labios rojos- todas las máscaras de Hazel Morse.   

Por una lata de cerveza

Hazel Morse es el prototipo de una carne cañón que lo es por su condición femenina, por sus tacones altos y su boquita pintada, por la impostura de una felicidad que a ella le atiranta el rostro, le duele, mientras hace la vida agradable a los demás. Por esa frustrante obsesión de algunas mujeres de “realizarse” a través del amor de los hombres. Cuando la felicidad, como capa de cera, empieza a cuartearse sobre la cara, cuando se resquebraja para convertirse en melancolía, resulta molesta, extemporánea, impertinente… 

Nadie quiere ver ni acompañar a Hazel Morse en su deslizamiento hacia la tristeza y el precipicio, porque ella es lo abyecto. Lo abyecto, además de una cuestión de género, también es una cuestión de clase. Así, Laurent Mauvignier en Lo que yo llamo olvido(Anagrama) se fija en uno de esos chivos expiatorios donde se proyecta la violencia del sistema convertida en patología social y en naturalización del odio. Ya lo explicó, provocativa e inteligentemente, Zizek en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (Paidós). 

Con el relato de la muerte de un hombre que roba una cerveza en un supermercado, Mauvignier ejerce la máxima presión en una superficie minúscula. Y clava tanto el dedo que llega a amoratar la piel del lector. Porque el libro de este escritor francés, nacido en 1967, duele. Al hombre, un excluido social, un marginado, lo matan de una paliza los guardias de seguridad del supermercado, y una voz no se sabe de quién, pero en todo caso omnisciente, lúcida, indignada y triste, da cuenta del suceso. 

Todo el libro es una sola frase que no te suelta y emana de la voz del desasosiego: una voz que tal vez habla para entender: el relato es solo el fragmento de una incesante cavilación, una denuncia que se asienta en el esfuerzo ímprobo por intentar comprender la hostilidad homicida que define nuestro tiempo. Lo que yo llamo olvido es un instante de un flujo de conciencia, a lo William James, que en realidad lo es de mala conciencia

El destinatario de esa voz es el hermano de la víctima, un hombre integrado en la normalidad frente al muerto, que es un paria. Quizá ese hermano seamos todos nosotros. Las víctimas y los verdugos llegan a confundirse en el magma de una ecoviolencia donde el mal no es intrínseco a la condición humana, sino el producto de una miseria que hemos construido entre todos. El individuo de una clase media, insatisfecha y rampante, venida a menos, empobrecida, defiende su territorio, su espacio y se transforma en la alimaña que depredará a otro más débil. 

Este libro me recuerda a Las nieves del Kilimanjaro de Robert Guédiguian. Pero sin la amabilidad ni la luminosidad constructiva de alguno de los planos del director de Marsella. Aquí el olvido es la tachadura de lo que no queremos ver, de lo que debe permanecer oculto, de lo siniestro concebido no como fantasmagoría doméstica, sino como injusticia social: mendigos quemados en el cubículo de un cajero automático; lo que nos convierte en malas personas; el excluido como excusa para justificar nuestra pequeña y doméstica felicidad. El asesinato absurdo cometido por unos verdugos, que se sienten víctimas, tiene un significado universal que lo acerca al existencialismo de El extranjero de Camus, pero a la vez es un síntoma de la perversión del sistema. La alienación funciona como leitmotiv subterráneo: no queremos hacer lo hacemos, no entendemos por qué lo hacemos…

Lo que yo llamo olvido es una joya de muchos quilates donde la sordidez y el lirismo, la crueldad del relato, calcifican en una voz moral con resonancia política. Un libro incómodo, imprescindible, estremecedor.

No me gustan los refranes ni creo en las consignas estilísticas, porque me parece que cada libro ha de encontrar su propio lenguaje. El exceso de adjetivación, las metáforas oscuras, el léxico sórdido o la desnudez expresiva de textos que se quedan casi desvalidos o anémicos no me incomodan por sí mismos, sino únicamente en función de lo que se quiera contar. Por eso, desconfío del “en abril, aguas mil” o de “la que cose sin dedal cose poco y cose mal”, igual que de “lo bueno si breve dos veces bueno”.