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"Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?"
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A FONDO: ¿PARA QUÉ SIRVE LA CULTURA?

"Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?"

(Segunda parte del reportaje Los nuevos bárbaros. Puede leer aquí la primera parte del mismo) “Yo a mi hija ya le he dicho que

Foto: "Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?"
"Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?"

(Segunda parte del reportaje Los nuevos bárbaros. Puede leer aquí la primera parte del mismo)

“Yo a mi hija ya le he dicho que se haga cantaora o algo, que canta muy bien. Sal en la tele”. El que habla es Mané, que tiene un bar donde, a veces, por las tardes, se juntan unos amigos a tocar flamenco. “Yo esos de los libros, a los que van de culturales, me descojono”, dice. “Llevo diez años con el negocio y no he visto ni uno que tenga para pagarse los cafés. ¿Qué le dices a tu gente? ¿Qué sean como ellos? Venga hombre. Mucha facha y nada más. A mí, esos de los libros, negocio me hacen poco”.

Si desde “arriba” la cultura ha pasado a ser un ornamento secundario, desde abajo se ve hace tiempo como un lujo estúpido y prescindible, cuando no como un problema. Lucrecia es sólo a medias un personaje de ficción –como todos los de ficción, acaso-. Es el elemento clave de Animales domésticos, una excelente novela social que la escritora madrileña Marta Sanz publicó en 2003, y su médula proviene directamente de una persona real. Animales domésticos, explica Sanz sobre el origen del libro, “es una novela muy condicionada por mi extracción social. Mi abuelo era mecánico, un obrero que trabajó toda su vida como tal, pero era una un obrero que se preocupaba por ser culto, y por leer, y al que le gustaba la música…”. También la mujer que acabó retratada como Lucrecia había hecho ese intento de mejorar: “Era una mujer de Getafe que -después de una conferencia que di sobre las novelas de adulterio- me dijo que ella había dejado de leer porque a medida que leía se sentía más infeliz, que veía la realidad de una manera más eficaz y eso le hacía ver a su familia como ‘una absurda pandillita de animales domésticos’”.Si desde arriba la cultura ha pasado a ser un ornamento secundario, desde abajo se ve hace tiempo como un lujo estúpido y prescindible

Una renuncia que deja entrever una de las realidades más terribles del país: que la cultura no es ya sólo ninguneada sino que puede llegar a ser un lastre. “A mí”, explica Sanz, “me interesaba mucho esa percepción de cómo la cultura había dejado de ser un elemento de desclasamiento positivo… porque la cultura ha perdido prestigio, y a un obrero ya no le interesa para nada ser culto. Por una parte, está esa visión de que la cultura no es inofensiva, de que nos abre los ojos, de que en lugar de ilusionarnos nos desilusiona… y por otra parte está la percepción de ese desprestigio absoluto de lo cultural que nos ha estado haciendo a todos desde el punto de vista humano más blandos, más susceptibles, más manipulables y más acríticos. Animales domésticos es una radiografía de lo que ha pasado con las clases medias, con la mesocracia española en los últimos años”.

Juan, periodista cultural en un medio local, explica esta situación desde la incapacidad de la burguesía “para mantener la cultura como una seña de identidad. Si lo hubiera hecho, el que quisiera ascender socialmente o simplemente tener otro nivel personal la seguiría viendo como algo necesario, y su prestigio, digamos “social”, persistiría. Pero si no da dinero ni te permite codearte con otros, si todos somos igual de burros, pierde todo su peso. Son muy pocos los que la pueden considerar como algo que se debe intentar tener por encima de su utilidad práctica tangible, como algo que te hace -por usar una expresión que también está ‘demodé’- más noble”.

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Pero, por otra parte, Juan, cargando con su mileurismo y sus muchos miles de páginas leídas, no sólo constata cómo una parte de la sociedad desdeña, la cultura, sino que constata cómo el resto se ríe de ella. “Lo fascinante de la ignorancia actual no es la ignorancia, es la satisfacción por esa ignorancia, el regodeo en ella. Lo fascinante de los realities, por ejemplo, de Jersey Shore, y Gandía Shore, y esas cosas, no es que la gente exhiba su burricie a pelo y le dé igual, o que las rivalidades y el ‘yo valgo más’ se diriman en duelos de abdominales, o el que la promiscuidad sea un valor. Lo fascinante es cuando aparecen los padres de los protagonistas: siempre están henchidos de orgullo por el ridículo que hacen a diario los cabestros de sus hijos. Eso es lo que demuestra que el problema viene de más atrás y es más grave. Andy Warhol tenía razón sólo en parte: todo el mundo tendrá sus 15 minutos de fama, excepto quien tenga algo que decir. Hacia ahí vamos”.En el pasado reciente la gente que no era culta se avergonzaba de no serlo

En el pasado reciente, explica Manuel Cruz, la gente que no era culta se avergonzaba de no serlo, mientras que hoy, en un giro completo, vemos cómo “la gente alardea de su incultura, añadiendo incluso a su actitud de desprecio expresiones chulescas del tipo '¿Qué pasa? ¿Eh? ¿Pasa algo?'. Antes, ser culto estaba asociado a las clases sociales más pudientes. Hoy no. La gente te dice ‘No soy culto, no sé nada pero me gano la vida mucho mejor qué tú’. Y es un mensaje que se lanza masivamente. Son actitudes que ves en televisión con mucha frecuencia. Nos hemos acostumbrado al analfabetismo, incluso al más desatado, y parece que da igual”.

Entre ese analfabetismo pragmático y la cultura convertida en una experiencia más (o, lo que es lo mismo, entre la gravedad de las cuentas y de los balances y la levedad de lo exótico) se desenvuelven los medios de comunicación. Eso explica tanto la desaparición de las secciones de cultura de algunos medios, (la Agencia Europa Press anunció esta semana el cierre de la suya) como la presencia escasísima de cualquier signo cultural de los medios televisivos o la conversión de las noticias de este área es simple prolongación del corazón, con su énfasis en las vidas privadas de los creadores mucho más que en sus obras. En gran medida, la creencia de que la cultura no es ni rentable ni divertida, que es la convicción de fondo, ha penetrado también entre quienes toman las decisiones en los medios.

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Francisco Javier Rodríguez Marcos, de Babelia, suplemento cultural de El País, entiende que “ahora el paradigma es el económico, que está basado en conceptos como la eficacia y la rentabilidad y en una ética que es la empresarial, que es una ética sin moral”, pero disiente de que la cultura esté tan devaluada, y cree que, en el fondo del asunto, está la crisis de la enseñanza reglada. Cuenta como en su pueblo extremeño, cuando él era chaval, las bibliotecas escaseaban y estaban poco nutridas, y como las librerías eran más bien “papelerías donde había libros”. Para él, entonces, “los cultos eran una minoría económica y forzosa”, y pone el énfasis en elementos educativos como la existencia de bibliotecas. En esencia, lo que estamos viviendo es “un fracaso de la educación: sin gente joven formada no puede haber adultos formados y cultos”.Sin gente joven formada no puede haber adultos cultos

Sin embargo, considera que la gente “sigue prefiriendo a alguien que se exprese bien, y expresarse bien forma parte de la cultura y no es algo que se enseñe en una escuela de marketing, sino mucho antes”. Cree que “venimos de un atraso histórico. Culturalmente somos un país de nuevos ricos”.

Coincide Luis, nombre ficticio de un editor madrileño, para quien la crisis de la cultura tiene que ver con una sociedad en la que quien ponía un ladrillo encima de otro ganaba un montón de dinero, y en la que no era necesarios formarse para tener un buen sueldo. “Era gente que vivía muy bien y que se reía de quienes iban a la universidad, pasaban años estudiando y se esforzaban, además, por adquirir cierta cultura. En el pasado, eran personas que se acomplejaban al encontrarse con quienes tenían formación. Últimamente ocurría todo lo contrario. Pero con la crisis tienen que haber aprendido la lección, porque ahora, quienes no poseen estudios, tienen mucho menos trabajo que quienes cuentan con un título universitario, estudios de posgrado y una cultura sólida. Harían bien en volver a acomplejarse…”.

Las estrategias que se han utilizado para tratar de acercar la cultura a un público masivo no tienen nada que ver con lo apuntado por el editor madrileño. Han seguido dos direcciones mayoritarias, la de simplificar al máximo los contenidos, analizando los aspectos más llamativos (o los más vulgares), y la de incorporar géneros populares, esos a los que las masas eran aficionadas.

Arturo, que trabaja reciclando basura, entiende que la parcelación entre alta y baja cultura, tan usual, ha resultado tremendamente limitadora porque “aquí la cultura cada uno la entiende a su manera. A mí, la cultura oficial y esas cosas que salen en los suplementos y eso, me duermen, y probablemente sean interesantes, pero crean un elitismo artificial. Mi cultura no es de créditos universitarios. Mi cultura es más punki… la cultura es una mezcla de cosas, no sólo leer lo que te dicen. Es ver. Abrir los ojos y ver… pero nadie va a estar dispuesto a integrar las distintas ramas. Los señoritos de la academia por un lado, los periodistas a ver quién es más enterado por el otro, los radicales por el otro. Yo me leo Moby Dick y me flipa, y me leo un tebeo y también. Me escucho a Eskorbuto y los comprendo y me escucho a Gospeed You Black Emperor o a John Zorn y también. Creo que falta integración”.La cultura es una mezcla de cosas, no sólo leer lo que te dicen

Esa tendencia es muy propia de nuestros tiempos, señala el ensayista Daniel Innerarity, que entiende que el tiempo de los grandes expertos ya ha pasado. Vivimos en una sociedad cuya dinámica de democratización “lleva a que en general veneremos mucho menos a quienes tienen algún poder sobre nosotros, como los expertos o los mediadores en general. Se ha producido una horizontalización general de la sociedad en virtud de la cual la distancia cognitiva entre unos y otros no es algo que deba darse por supuesto. Hay quien sabe más y quien sabe menos, pero eso tiene que acreditarse. Todo el mundo tiene que ganarse su puesto: los profesores son evaluados por sus alumnos, los clientes juzgan a los comerciantes, las agencias de rating son cuestionadas… En general todo esto es positivo, es un signo de que se afianza esa igualdad que está en el origen de la cultura democrática. Tiene alguna exageración, pero como todo lo que es bueno en esta vida”.

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Para Manuel Cruz, esa diferencia entre alta y baja cultura, entre público y expertos, entre mediadores y mediados, no debe estar relacionada, en ningún caso, con el elitismo ya que “la alta cultura puede ser perfectamente compatible con la divulgación”. En un sentido, porque hay creaciones populares de gran valor (“algunas películas de Clint Eastwood, que las entiende todo el mundo, son parte de la historia del cine y también son alta cultura”), pero también porque se puede ser riguroso de forma que todo el mundo te entienda. “Ortega es el filósofo español más prestigioso, y era alguien a quien cualquiera podía comprender. He leído textos suyos que sintetizan ideas complejas, y que tenían gran rigor académico, y luego descubrías que pertenecían a una conferencia que había pronunciado en un colegio ante chicas adolescentes”. 

Sin embargo, el problema de fondo no tiene que ver con el elitismo, con una divulgación inadecuada o con la petulancia de tipos que miran por encima del hombro a los demás, sino con la desaparición del suelo público de la idea de la cultura como algo que tiene gran utilidad por encima de su conversión en rentas económicas o simbólicas. Como afirmaba Marta Sanz, la cultura ayuda a que abramos  los ojos, o como aseguraba Cruz, nos enseña grandes lecciones acerca de nosotros mismos y de nuestro mundo. Si esos elementos no importan, todo queda reducido a rentabilidades o experiencias.

(Segunda parte del reportaje Los nuevos bárbaros. Puede leer aquí la primera parte del mismo)