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Donde las dan las toman: la venganza primaveral española en Filipinas
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Donde las dan las toman: la venganza primaveral española en Filipinas

En 1610 las tornas se convirtieron en tragedia para aquellos alegres mozalbetes neerlandeses que se las prometían muy felices en un paraíso lejano

Foto: Palawan, Filipinas (Fuente:iStock)
Palawan, Filipinas (Fuente:iStock)

Lo que para una persona puede ser una distancia prudencial para otra puede ser un abismo.

Haruki Murakami.

Allá cuando principiaba el siglo XVII, nuestros hoy socios y amigos holandeses estaban muy subidos. Eran pequeños geográficamente pero muy osados. Siempre fueron (y son), un pueblo de enorme ingenio e iniciativas originales. También eran unos chorizos redomados. Con unas excelentes naves ya habían dado algunos sustos a los ingleses y, de paso, a nosotros nos habían levantado algunas propiedades. Lo dicho, unos elementos.

El mercado de las especias y las posesiones de la Corona Española en el extremo oriente en aquel lejano siglo eran muy codiciadas. Además, se daba la situación de que nuestros hermanos portugueses, aunque por un interregno breve de tiempo, se habían solapado en la tan ansiada Unión Ibérica. Poco duró ese anhelo, pero ocurrió.

Mientras esto sucedía, fuimos enormes, tanto que era imposible medir nuestra sombra allá donde se proyectase. Vamos, que ni el propio Eratóstenes en su pico de inspiración habría sido capaz de ello. Los inmensos territorios de ese colosal imperio común, es probable que por su magnitud alcanzaran dimensiones asombrosas (se cree que rondaban los 20.000.000 de km2, que no es moco de pavo).

Foto: Yacimiento argárico en Totana (Murcia). Fuente: ASOME-UAB
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En la primavera de 1609, Felipe III y una representación de las Provincias Unidas de los Países Bajos, exhaustas ambas partes por el enorme desgaste de la que fue la Guerra de los Ochenta Años, firmaban un precario tratado de paz de carácter provisional (La Tregua de Amberes o de los Doce Años ) que solo afectaba al ámbito europeo (la precaria paz duraría hasta 1621). Esta guerra fue un absurdo conflicto, o, por decirlo de otra manera, nuestro particular Vietnam, donde la miopía de nuestros reyes con el tema de la religión no nos permitía ver con perspectiva el enorme negocio que habría supuesto ir de 'buen rollito' con los empecinados holandeses.

Pues bien, pocos días después de esa firma, nuestros esmerados cacos de los Países Bajos, aprovechando un descuido nuestro, se presentaron en las costas de Filipinas para levantarnos la cartera. Eran unos frikis de mucho cuidado. Hacerse algo más de 17.000 km por vía marítima sorteando tempestades tiene su aquel. Nadie les resta el mérito.

Lamentablemente, el general Juan de Silva, a la sazón gobernador de Filipinas con las limitaciones presupuestarias (en Román Paladino, quiebra total) por las que pasaba el imperio (con el consiguiente desgaste en sus más de cinco frentes de guerra, que se dice pronto), tuvo que prescindir de los grandes galeones y fragatas para el control de las infinitas islas del archipiélago, y dedicarse a fortalecer por tierra los destacamentos de infantería, eso sí, con un excelente armamento. La situación derivó en que los holandeses campaban por el perímetro del enorme archipiélago como Pedro por su casa, pero en cuanto tocaban tierra ¡Zas!, cobraban de lo lindo.

"De repente, su alegre medrar por los mares se convirtió súbitamente en un pavor de alto voltaje"

Así estaban las cosas cuando, tras hartarse de interceptar convoyes chinos, malayos y españoles, generando PIB sin despeinarse, un buen día sufrieron un susto tremebundo.

Andaban merodeando en las cercanías de una zona llamada Playa Honda en la isla de Palawan, en el perímetro exterior del mar de Joló, para hacer aguada, pues tenían el gaznate como una lija del cuatro, cuando, de repente, su alegre medrar por los mares se convirtió súbitamente en un pavor de alto voltaje.

Era otra primavera, esta vez del año 1610, cuando una improvisada flota de queches y bergantines, pontines y 'balangays' (antiquísimas embarcaciones con patines de uso habitual entre los pescadores locales) hechos a marchas forzadas y tripulados por marinos desmovilizados y soldados de los tercios, cayeron por sorpresa y, tras un antológico y cruento combate, masacraron y se hicieron con una buena parte de la flota adversaria, en un ataque absolutamente inesperado por los efectos de la estudiada emboscada en la que habían caído. Muchos de ellos se estaban bronceando plácidamente cuando se produjo esa gran ofensiva, lo que hace comprensible las cuantiosas bajas producidas entre estos despistados calaveras.

placeholder Felipe III por Pedro Antonio Vidal (Fuente: Wikimedia)
Felipe III por Pedro Antonio Vidal (Fuente: Wikimedia)

A marchas forzadas y a 40 leguas de Manila, se había construido aquella improvisada flota en el tiempo de un parpadeo. Campanas, clavos residuales de galeones de desguace y rejas cogidas al vuelo habían sido el alma mater de los cañones que habían vomitado la metralla en Playa Honda. Se acabó el turismo de coco y palmera.

El botín recuperado fue literalmente inmenso. El producto de la afananza recaudado durante cerca de un año por estos piezas había retornado en forma de lingotes de oro, joyas chinas, artesanía malaya, munición para una guerra de las de verdad. Seda, alrededor de cien mil ducados, un centenar de piezas de artillería, incautación de una docena de fragatas y pataches, clavazón indispensable en los astilleros, y lo que es más importante, cerca de dos centenares de macilentos prisioneros que malvivían en las sentinas de los barcos holandeses sin ver el sol e higiene alguna.

Las tornas se habían convertido en tragedia para aquellos alegres mozalbetes neerlandeses que se las prometían felices en un paraíso lejano. Mientras, la Corona Española había tenido un centenar de bajas, los del norte se habían dejado en el empeño cerca de trescientos interfectos que, de no haberse equivocado en la elección de adversario, habrían retornado a su brumosa tierra a zamparse su afamado Rijsttafel, que están que te chupas los dedos. Ellos se lo perdieron.

Entre los caciques isleños existía la pesimista impresión de que los holandeses eran invencibles en el mar, pero cuando los tercios les echaron el guante en aquella playa tan plácida y paradisiaca, aquella milonga (la del marinero y el capitán) se acabó.

Conclusión: no se nos puede dejar sueltos.

Lo que para una persona puede ser una distancia prudencial para otra puede ser un abismo.

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