"Todo lo que pertenece al pasado no merece más que piedad o desprecio"
El término common decency, o decencia común, fue utilizado ampliamente en las obras de George Orwell. Con él se trataba de recoger “la moral intuitiva de la gente
El término common decency, o decencia común, fue utilizado ampliamente en las obras de George Orwell. Con él se trataba de recoger “la moral intuitiva de la gente normal”, o como precisa Jean-Claude Michéa, filósofo, profesor y autor de (Ed. Climats), “aquellas cosas que todo el mundo entiende que no deben hacerse”.
Más allá de las reglas de convivencia que cada sociedad establece y de su contenido específico terminamos encontrando un núcleo común a la naturaleza humana, “una matriz real antropológica y psicológica de todas las construcciones éticas posteriores”. Esto significa, según el pensador francés, que todas las sociedades siempre han estado de acuerdo, por encima de sus diferencias irreconciliables, a la hora de forjar una especie de sentido común que va más allá de sus intereses egoístas y “que puede sintetizarse en lo que Marcel Mauss llamaba la lógica del don, cuya triple obligación constitutiva de dar, recibir y devolver se reencuentra, de una forma u otra, en todas las comunidades humanas”.
Lo específico de nuestra época es que las ideas dominantes chocan violentamente con esa esencia de lo humano. Como subraya Michéa, vivimos en un tiempo nómada, que aboga por los cambios continuos, por el frecuente salto de fronteras y por la disolución de lo estable. En ese entorno, las raíces, la vinculación sólida a personas y lugares o el especial afecto por la tradición son vistos como notablemente perjudiciales. En esa percepción tiene mucho que ver la idea, “instigada por el liberalismo imperante”, de que toda autoridad es castradora. Para esa visión ideológica, “la misma idea de deuda simbólica, lo que debemos, por ejemplo, a nuestros padres, nuestros vecinos o amigos, sólo puede entenderse en su dimensión constrictora (basta con releer a Benjamin Constant) y nunca en lo que puede tener de enriquecedora y por lo tanto liberadora”.
El desarraigo como condición de la libertad
Por eso, el individuo no puede conocer la libertad efectiva “más que cuando logra escapar definitivamente de ese mundo paleto de las vinculaciones primarias (pensemos en todas esas películas hollywoodienses que demonizan los modos de vida de la América profunda) renaciendo como un hombre hecho a sí mismo y que no debe nada a nadie”.
Creemos que existe una mano que dirige inexorablemente a la humanidad hacia un porvenir más perfecto
El desarraigo total (“del cual la figura platónica del intelectual sin ataduras de Karl Mannheim es una forma extrema”) constituye para el pensamiento dominante en nuestra época la condición previa a toda sociedad realmente libre y universal, señala Michéa, “lo que explica, de paso, el desprecio de la vida en el campo que siempre ha constituido el núcleo duro del imaginario liberal”. El problema, sin embargo, es hasta qué punto este tipo de vida sin ninguna clase de fronteras “puede decirse verdaderamente humana”.
Para Michéa, es evidente que la experiencia local no puede ser el punto de partida de la aventura humana, pero no es menos claro que “el desarrollo de los logros morales y culturales relacionados con esta experiencia primera – y no de su negación abstracta – es lo único que nos podrá conducir hacia un mundo efectivamente común”. En otras palabras, los valores universales no pueden separarse del camino concreto que ha permitido a cada pueblo, a partir de sus tradiciones culturales únicas, reconocerse en ellas. “Como ha sabido formular admirablemente Miguel Torga, lo universal es lo local sin los muros”.
La mano invisible del progreso
La hostilidad hacia las raíces no es el único cambio que ha experimentado nuestro tiempo. La percepción de todo pasado como retrógrado ha penetrado profundamente en el suelo político contemporáneo, y especialmente en el vinculado a la izquierda. Aunque, subraya Michéa, el problema es mucho más general. “Es la idea misma de progreso (como ha recibido su forma definitiva en la Filosofía de las Luces) la que conduce a pensar, siguiendo una fórmula de Engels, que todo lo que pertenece al pasado no merece más que piedad o desprecio”.
La idea de progreso implica que “existe una mano invisible que dirige inexorablemente la humanidad hacia un mundo cada vez más perfecto, sea el de un porvenir radiante o el de la mundialización feliz”. Pero si nos dejamos llevar por este tipo de pensamiento, señala Michéa, tendremos que concluir que la única política posible es la que invita a acelerar más aún el movimiento que nos lleva hacia delante “acogiendo así todo avance económico, cultural o tecnológico como si fuera algo irreversible y emancipador. Tal era, en definitiva, el sentido profundo de aquel lema de Mayo del 68, 'Corre, camarada, que el viejo mundo te persigue”.
Los hombres sólo son morales cuando no tienen poderPero las contradicciones a que lleva esta forma de pensar está afectando a todos los espectros políticos. Un buen ejemplo, asegura Michéa, de las paradojas que ha provocado en la derecha son las que aquejan a los neoconservadores estadounidenses, ya que “como afirmaba Russell Jacoby, de un lado se arrodillan ante el mercado, y por otro maldicen el tipo de cultura que esa tendencia inevitablemente engendra. Y eso señala o una cierta impotencia para pensar de una manera coherente o que se está inmerso en una situación de esquizofrenia profunda”. Que es a lo que conduce, en la práctica, “el intento de conciliar la idea de que el domingo es el día del Señor (momento que permite a la familia reencontrarse y jugar así su rol educativo) con los imperativos del crecimiento mundializado que exigen que las clases populares sacrifiquen su tiempo de vivir a la necesidad económica de trabajar siempre más”.
¿Nobleza obliga?
Aunque las posiciones de la izquierda y de la derecha parezcan opuestas, asegura Michéa, terminan siendo complementarias. La primera toma su punto de partida del liberalismo cultural, “ese que cree que puede hacer valer su diferencia electoral desde las cuestiones sociales (matrimonios gays, legalización del cannabis, voto de los extranjeros etc.)”. La segunda, por el contrario, toma su punto de apoyo de los dogmas del liberalismo económico, “pero a partir del momento en el que se comprende que cada uno de estos dos momentos de la doctrina está filosóficamente condenado a buscar en el otro su complemento ideológico, no nos extrañará que la diferencia entre derecha e izquierda haya finalizado por perder lo esencial de su vieja pertinencia”.
En ese contexto, la mirada despectiva hacia el pasado es instigada por unas élites que han perdido buena parte de su peso en la sociedad. Lo cual tiene que ver, señala Michéa, “con algo que ya aseguraba Orwell en 1938, que los hombres sólo son morales cuando no tienen poder. Una afirmación que no es tan pesimista como parece. Simplemente toma nota del hecho de que el poder (y eso incluye, obviamente, el que confieren la riqueza o la fama) tiende naturalmente a encerrar a los que lo dDe ahí parte la arrogancia surrealista y la horrible falta de sentido común de las élites modernasetentan en un universo separado de la realidad y de los límites que la definen. Es por esto que el hábito de vivir por encima de tus semejantes termina por alterar permanentemente tu percepción de los demás, así como la de las realidades más elementales”.
Los nuevos tiempos también han conseguido que las élites se desvinculen de ciertas cualidades a las que se veían socialmente obligadas por el lugar que ocupaban. “De ahí la arrogancia surrealista y la horrible falta de sentido común que caracterizan a las elites modernas. Es decir, a aquellos que carecen incluso de la cultura moral compartida ("nobleza obliga") que permitía a la vieja aristocracia comportarse honorablemente de vez en cuando. Pero este es un punto que el Evangelio ya puso en evidencia cuando recogía que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. O si se prefiere una formulación más secular de este axioma populista recordaremos también la hermosa fórmula de Camus: Aquí vive un hombre libre, nadie le sirve".
El término common decency, o decencia común, fue utilizado ampliamente en las obras de George Orwell. Con él se trataba de recoger “la moral intuitiva de la gente normal”, o como precisa Jean-Claude Michéa, filósofo, profesor y autor de (Ed. Climats), “aquellas cosas que todo el mundo entiende que no deben hacerse”.