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¿Tergiversan más los hechos los conservadores que los progresistas?
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CUANDO LOS HECHOS NO NOS GUSTAN, LOS CAMBIAMOS

¿Tergiversan más los hechos los conservadores que los progresistas?

Una de las constantes de la política contemporánea y de sus debates públicos es la división claramente establecida entre las opiniones conservadora y progresista. Cada sector

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¿Tergiversan más los hechos los conservadores que los progresistas?

Una de las constantes de la política contemporánea y de sus debates públicos es la división claramente establecida entre las opiniones conservadora y progresista. Cada sector posee sus propios tertulianos, que emiten opiniones tan cortadas por el mismo patrón que a veces resulta difícil identificar a quien habla. Pero no se trata de una  disfunción mediática, aseguran los profesores de la Universidad de California Brittany S. Liu y Petter H. Ditto, sino de un mal común de nuestra sociedad. Las posiciones ideológicas están tan arraigadas que ya no sólo opinamos distinto, sino que ni siquiera percibimos las mismas cosas.

Según un nuevo estudio, publicado en la revista Social Psychological and Personality Science, las personas tendemos a tergiversar los hechos para justificar nuestras creencias, de forma que, en un hipotético conflicto entre lo que vemos y lo que creemos, será nuestra ideología la que dé forma a la realidad percibida.

Las ideologías se superponían a la realidad, ya que ambas hacían coincidir sus convicciones con la opción más útil

Liu y Ditto llegaron a estas conclusiones a través de una investigación realizada sobre 1500 personas. En ella preguntaban a los participantes por cuatro grandes cuestiones políticas. Dos de ellas, la pena de muerte y el uso en los interrogatorios de terroristas de técnicas de tortura, suelen ser consideradas por los progresistas como moralmente inaceptables a pesar de sus supuestos beneficios, como la obtención de una mejor información para prevenir ataques o una más eficaz disuasión a la hora de cometer crímenes. Las dos preguntas restantes, acerca de la investigación en células madre y de la información sobre el uso de condones en la educación sexual de los adolescentes, no son moralmente aceptadas por los conservadores, a pesar de sus teóricos beneficios, como la futura curación de enfermedades graves o la prevención de embarazos no deseados. Pero, al mismo tiempo, Ditto y Liu inquirían sobre algunos aspectos exclusivamente relacionados con la efectividad de estas acciones, como si consideraban que el uso de condones realmente evitaba embarazos no deseados.

Evitar un mal mayor

Los resultados tendían a subrayar hasta qué punto las ideologías se superponían a los hechos, ya que ambos grupos hacían coincidir sus convicciones con la opción más aparentemente útil. Algo que en realidad, debería resultar irrelevante, si chocaba con la convicción ética. Que los condones prevengan los embarazos o que la pena de muerte sirva para combatir el crimen es indiferente en tanto se trata, para cada una de las posturas políticas, de un mal mayor que el que se pretende evitar: si alguien está moralmente en contra de algo, las consideraciones sobre su eficacia sobran. Sin embargo, lo que el estudio subraya es que los encuestados hacían coincidir sistemáticamente aquello en lo que creían con lo más válido, de modo que si algo no les gustaba ideológicamente, siempre terminaba por argumentarse que no era útil.

Lo cual es lógico, toda vez que al unir las creencias con los resultados, el conflicto moral desaparece. Si lo que estimamos correcto es también la opción más provechosa, todo encaja a la perfección. Por lo tanto, cuando juzgamos un acto como moralmente erróneo, la necesidad de coherencia moral nos hará aumentar los costes y disminuir los beneficios de esa acción.

Los conservadores necesitan que sus creencias y los hechos guarden una relación perfecta

Por eso, aseguran Liu y Ditto, no sirve de nada que nos pongan los hechos ante nuestras narices porque eso no nos hará cambiar de forma de pensar. Más al contrario, alteramos las cosas que no nos gustan para que se adecúen a lo que creemos, aun cuando eso suponga tergiversar la realidad.

Cuando la solución no es fácil

Según Chris Mooney, autor de The Republican War on Science y de The Republican Brain, esta clase de acciones, aun cuando ocurran en los dos lados ideológicos, son más frecuentes en los conservadores. En el estudio de Liu y Ditto aparecía una variable, la “necesidad de cierre cognitivo”, que medía la incomodidad que se siente en contextos donde las soluciones no son evidentes o simplemente no existen en el que los participantes de derechas puntuaban más alto. Para Mooney, los conservadores son personas que se definen por su necesidad de tener creencias firmes por lo que, cuando la realidad no se las proporciona, se acogen a cualquier explicación fácil antes que lidiar con la incertidumbre, algo que les resulta muy perturbador. Al necesitar que sus creencias y los hechos guarden una relación perfecta, tienden a modificar los hechos más que los progresistas, quienes toleran mejor el conflicto entre unas y otras, y aceptan mejor la ambigüedad.

En todo caso y, como Ditto y Liu aseguran, lo que parece claro es que la tergiversación ocurre. “A los políticos y a los expertos les gusta desafiar a sus oponentes ideológicos con una frase que se suele atribuir al ex senador Daniel Patrick Moynihan, según la cual se tiene derecho a la propia opinión pero no a construir unos hechos propios. La investigación actual sugiere que en el campo del razonamiento moral, al menos, una separación completa de opinión y de hechos es muy difícil de lograr”.

Una de las constantes de la política contemporánea y de sus debates públicos es la división claramente establecida entre las opiniones conservadora y progresista. Cada sector posee sus propios tertulianos, que emiten opiniones tan cortadas por el mismo patrón que a veces resulta difícil identificar a quien habla. Pero no se trata de una  disfunción mediática, aseguran los profesores de la Universidad de California Brittany S. Liu y Petter H. Ditto, sino de un mal común de nuestra sociedad. Las posiciones ideológicas están tan arraigadas que ya no sólo opinamos distinto, sino que ni siquiera percibimos las mismas cosas.