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En los campamentos haitianos empieza a imponerse el orden ante la adversidad
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2.109.000 PERSONAS LO HAN PERDIDO TODO

En los campamentos haitianos empieza a imponerse el orden ante la adversidad

La tierra no para de temblar en Haití. En el momento más insospechado, un ruido estruendoso y una violenta sacudida pone a toda la población en

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En los campamentos haitianos empieza a imponerse el orden ante la adversidad

La tierra no para de temblar en Haití. En el momento más insospechado, un ruido estruendoso y una violenta sacudida pone a toda la población en un estado de pánico permanente. Los rugidos de la madre Naturaleza apenas duran unos segundos que se hacen eternos cuando uno está cobijado bajo cuatro paredes y tiene que buscar la salida más próxima en cuestión de un abrir y cerrar de ojos. Apenas hay tiempo para reaccionar y el temblor ya ha pasado.

 

En cuanto despuntan los primeros rayos del alba, Puerto Príncipe a una se pone en píe. Los miles y miles de desplazados que lo han perdido todo salen a deambular por las calles en busca de alimentos y agua. Abarrotan la entrada y la salida del aeropuerto, los almacenes de las ONG, las puertas de los hoteles o las oficinas de transferencias bancarias. Colas humanas interminables aguardan su turno para extraer algo de dinero.

En el aeropuerto, a los periodistas se les ha vetado la estancia permanente. Los informadores han perdido esa comodidad con la que, aprovechándose del caos de los primeros días, se han movido por la única pista de aterrizaje y de despegue. Con tanto trasiego, esto parecía la casa de Tocamerroque. Periodistas y fotógrafos de los cinco continentes se movían por aquí como Pedro por su casa y transmitían sus crónicas a escasos metros de los aviones Hércules y de los helicópteros, rodeados de militares y cooperantes. Y claro, a los marines americanos, que son los únicos con mando en plaza, se les ha agotado la paciencia. “No hacían más que estorbar y complicar mucho las labores de logística”, explican en el campamento español establecido junto a la pista. “Se llegaron a inventar que la oficina de la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo) había sido asaltada y lo único que consiguieron es que se colapsaran de llamadas nuestras líneas de teléfono”.

Al otro lado de la alambrada

Porque al otro lado de las alambradas, donde el pueblo haitiano brama de sed y de hambre, las cosas son muy distintas de cómo han estado reflejando las grandes cadenas internacionales. “La gente se está portando de maravilla y eso hay que decirlo. Nos están ayudando en todas las cuestiones logísticas”, explican en la base de la AECID, fácilmente reconocible por la bandera española y europea que ondea en su mástil. Pero en las zonas más atestadas se puede desencadenar un incidente violento en cualquier momento.

Por las calles de Puerto Príncipe se extienden gigantescos campos de desplazados construidos a base de sábanas y palos rescatados de entre las ruinas. Según estimaciones de la ONU, 2.109.000 personas se han quedado a la intemperie, sin nada. Y en medio de este mar multicolor, la marca americana Coleman parece haberse hecho con el monopolio oficial de tiendas de campaña. Aunque aún son pocos los afortunados que pueden disfrutar de tan digno alojamiento. La mayoría se hacina bajo carpas y lienzos que, durante el día, resguardan del agobiante calor tropical a mujeres y niños. En las barriadas más lejanas, donde apenas queda piedra sobre piedra, los hambrientos vecinos han colgado carteles con un mensaje básico, pero dramático: Help. We need food (Ayuda, necesitamos comida). A uno le gustaría entonces poder multiplicarse ad infinitum para cubrir las necesidades de todos ellos, pero la realidad es la que es, y mientras en unas zonas se empieza a proveer adecuadamente de lo más básico, en otras aún no ha llegado ni una gota de agua.

La vida sigue su curso

Pero la vida, pese a todo, sigue su curso, entre temblores y estampidas. En los campamentos se empieza a imponer el orden ante la adversidad. Las ONG han seleccionado a líderes locales para coordinar con ellos el reparto de los suministros. Es un requisito sine qua non si quieren acceder, de forma ordenada, a la ayuda que llega allende fronteras. En el asentamiento instalado en el campus de la universidad adventista de Carrefour, donde se concentran cerca de 10.000 personas, 13 líderes mantienen el control y han elaborado una lista meticulosa que recoge el cómputo total de familias y especifica el número de hombres, mujeres y niños que lo componen. De entre todos ellos, el haitiano Jean Claude se ha erigido en portavoz y jefe. “Te daremos la lista a ti y solo a ti”, le responde en inglés Jean Claude a la cooperante de ADRA España, Kevin Hernández. No muy lejos, en la finca de al lado, en el patio de una iglesia que permanece cerrado durante la noche, duermen otras 130 familias (98 niños). Aquí solo le darán la lista si promete fotocopiarla y devolverla en el menor tiempo posible. “Si viene otra ONG a ofrecernos ayuda tenemos que tenerla aquí”, explican. Y así viven día a día hasta 23 campamentos solo en esta zona de la ciudad.

Los americanos de Global Medic han traído un artilugio prodigioso capaz casi de convertir el agua en vino. En una pequeña maleta amarilla portan lo que denominan el trekker, una unidad portable de purificación de agua que, conectada mediante una batería a una motocicleta, hace maravillas con las aguas turbias que por aquí fluyen hasta convertirla en agua potable.

Los médicos son los verdaderos héroes de esta batalla contra viento y marea en que se ha convertido la atención a los heridos más graves. Cuba, en una encomiable labor de servicio, ha enviado a más de 1.000 médicos a atender a sus vecinos de Haití. Antes del seísmo ya trabajaban aquí cerca 447 doctores cubanos, así que los lazos -al menos con los facultativos- vienen de lejos.

El Samur de Madrid y la cooperación española de la AECID se han hecho con el hospital público de La Paz, en el distrito de Delmas 33. Los quirófanos, a pleno rendimiento, no dan abasto e interrumpirles para que atiendan a la prensa parece del todo irresponsable. La infraestructura del edificio, construido sobre sólidas bases, ha aguantado intacta los continuos ajetreos de la tierra. Puerta con puerta hay otra clínica en la que, me explican, están los belgas. “Pero ellos –me explican– solo atienden a los pacientes que les da la gana”. “Este país se ha convertido en la feria de las amputaciones”, explica el colombiano Daniel Pinzón, del equipo de rescate Garsa. “Mientras no exista un sistema de salud integral y se asegure un correcto postoperatorio a todos los que ya han sido intervenidos, se pueden morir en cualquier momento”. Pero la muerte es ya una compañera más en una tierra que ha engullido, tal vez para siempre, a miles de almas de las que aún siquiera se tienen noticias.

La tierra no para de temblar en Haití. En el momento más insospechado, un ruido estruendoso y una violenta sacudida pone a toda la población en un estado de pánico permanente. Los rugidos de la madre Naturaleza apenas duran unos segundos que se hacen eternos cuando uno está cobijado bajo cuatro paredes y tiene que buscar la salida más próxima en cuestión de un abrir y cerrar de ojos. Apenas hay tiempo para reaccionar y el temblor ya ha pasado.

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