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CRÓNICA DESDE PUERTO PRÍNCIPE

Donde nadie ha llegado aún

Los más pobres entre los pobres de Haití se encuentran quizá en los riscos más escarpados de la capital Puerto Príncipe, una ciudad construida de forma

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Los más pobres entre los pobres de Haití se encuentran quizá en los riscos más escarpados de la capital Puerto Príncipe, una ciudad construida de forma arremolinada, sin orden y sin concierto, sobre las faldas de varias montañas. Calles y calles de barro, piedras, charcos e innumerables baches y socavones son los únicos accesos, casi intransitables, a las barriadas más afectadas por el terremoto de la semana pasada, a donde aún no ha llegado ni rastro de la ayuda internacional.

Ni una gota de agua, ni un solo plato de comida. “No ha llegado nada, ni una pizca”, explica Bernardo Puy, un joven dominicano. “Ni siquiera he podido tomarme una pastilla para el dolor de cabeza porque no hay ni una gota de agua. La gente se está muriendo de hambre y de sed”.

Fernando Cherefourt, un joven haitiano de 22 años, nuestro guía, traductor y chico para todo aquí en la ciudad, puede atestiguarlo. Lo que hasta hace una semana era su barrio, la humilde calle de Jean Thomas, es hoy una zona completamente sitiada. Las casas, algunas de dos plantas, han caído a plomo agotando toda posibilidad de encontrar vida entre sus ruinas. Todo ha perecido. Es como un enorme castillo de naipes construido sobre la cima de una colina que se ha desmoronado por completo. Cualquiera diría que estamos en la zona cero de un bombardeo, en mitad del Guernica que inmortalizó Picasso. Además, el continuo sobrevuelo, incesante, de los helicópteros americanos acentúa aún más esa percepción. “Ni en las películas he visto tanta destrucción”, explica Juan José Vallejo, policía nacional.

Fernando estudia Lenguas Modernas en una universidad de la República Dominicana y se enteró allí, en la otra punta de la isla, del terrible seísmo que ha sacudido por completo los cimientos de su país. Sus padres quedaron sepultados bajo su propia casa durante dos días y fueron liberados por sus vecinos, milagrosamente, tras una inenarrable agonía bajo las piedras y los escombros. “Ambos tienen heridas –explica- pero no están graves y ahora duermen en la calle. Muchas casas se torcieron y aún permanecen medio en pie, así que la gente tiene miedo a que en cualquier momento se caigan por completo”. El chico se ha volcado por completo con sus vecinos y lleva varios días acompañando al equipo de rescate Garsa, de Colombia, en la búsqueda de cadáveres entre los amasijos de escombros y hierros retorcidos. Ya poco más que vidas inertes se pueden encontrar entre los huellas de la catástrofe.
 
En la que antes era la casa de Fernando murió el hijo de su vecina. La propia madre me muestra, impasible, el hueco en el que hace unos días le encontraron. Y de la casa de al lado, un apestoso y penetrante olor a muerte delata que bajo las ruinas todavía falta por extraer los cuerpos de otras 18 personas. Nadie sabe cuándo se los llevarán o si acaso quizá alguien acuda en su rescate. Fernando y el equipo Garsa son los únicos que han rastreado estas abruptas calles. “Encontramos a dos niños, pero ya estaban muertos”, recuerda Fernando. “Luego fuimos a una escuela que antes tenía cuatro plantas. Había un niño muerto, pero no pudimos entrar a rescatarlo. Los escombros son muy peligrosos. Y en la casa de una doctora había más de 22 fallecidos a los que tampoco se pudo extraer”.

“La calidad de las construcciones es tan mala”, explica Jair Flórez, director del equipo de rescate, “que introducirse dentro de ellas es jugarse la vida. En otros países hay que dar cuatro o cinco golpes a un muro para que una pared se desmorone. Aquí basta con uno solo, todo se derrumba al instante, así que en muchos sitios solo podemos apuntalar un pequeño pasillo, pero no rescatar los cuerpos”.

La cifra de desaparecidos en el barrio de Fernando asciende, de momento, a 212. En los alrededores de su calle, en un pequeño montículo sobre el que se han plantado varias tiendas de campaña, duermen ceca de 50 personas. Y unos pasos más allá, en otro campo de desplazados, lo hacen 2.170 individuos. Nos cuentan que en una iglesia católica cercana, cuya cruz aún permanece en pie y bien visible, 200 feligreses escuchaban misa el día de la tragedia. Solo cinco fueron encontrados vivos.

Y mientras, la tierra vuelve a temblar. Parece que la madre Naturaleza anda estresada, queriéndose acomodar. Hoy lo ha hecho en tres ocasiones. Ligeras sacudidas que, a la más mínima expresión, hacen temblar a los habitantes de esta ciudad, que salen corriendo despavoridos. Una de las pobres de entre las más pobres de Haití me ofrece a su niña, a su bebe. Tiene tres criaturas y a esta, dice, no tiene nada que ofrecerle.

Los más pobres entre los pobres de Haití se encuentran quizá en los riscos más escarpados de la capital Puerto Príncipe, una ciudad construida de forma arremolinada, sin orden y sin concierto, sobre las faldas de varias montañas. Calles y calles de barro, piedras, charcos e innumerables baches y socavones son los únicos accesos, casi intransitables, a las barriadas más afectadas por el terremoto de la semana pasada, a donde aún no ha llegado ni rastro de la ayuda internacional.

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