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La vida se cocina a fuego lento
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ESTRENO DE 'UNA PASTELERIA EN TOKIO'

La vida se cocina a fuego lento

Naomi Kawase entrega su filme más occidental y accesible, pero sin traicionar su ritmo y su mirada. La película ganó el premio a la Mejor dirección en Seminci tras pasar por Cannes

Foto: Fotograma de 'Una pastelería en Tokio'
Fotograma de 'Una pastelería en Tokio'

La vida es como la comida. Hay gente que prefiere el 'fast food' de McDonalds y otros que disfrutan haciendo las cosas con sus propias manos, a fuego lento, disfrutando con los olores que inundan la cocina. Una forma de trabajar artesanal, casi olvidada y más en un mundo que no tiene tiempo para nada. ¿Quién pasa horas haciendo un pastel cuando en diez segundos lo tiene gracias a una máquina expendedora? Esta contraposición se puede aplicar igual al cine. Hay espectadores que prefieren un blockbuster de Michael Bay, explosiones, efectos especiales, un montaje espídico y miles de secuelas. Hay otros que prefieren dejarse llevar, que las historias se tomen su tiempo, que se detenga en los pequeños detalles y que conozcamos poco a poco a sus personajes.

Naomi Kawase ha encontrado la forma de juntar la comida y el cine de autor en su película 'Una pastelería en Tokio', con la que logró el premio a la Mejor dirección en la pasada Seminci. Una historia sobre, precisamente eso, el tiempo. Cómo pasa, cómo nos afecta y, sobre todo, cómo lo desperdiciamos yendo a toda prisa a cualquier sitio. La mirada de Kawase nos descubre que hasta en una gran ciudad como Tokio convive el ruido del tren y de la gente que va a trabajar con los cerezos en flor que crecen al lado de la pastelería que se convierte en el escenario principal de su película.

Kawase adapta por primera vez una novela para contar la historia de Sentaro, dueño de un pequeño negocio donde vende los famosos dorayakis (pastelitos rellenos de salsa de judías dulces). Buscando un nuevo empleado se cruzará con Tokue, una entrañable anciana con un don especial para el dulce, pero también con una forma particular de trabajar y de ver la vida. Gracias a su receta secreta el pequeño negocio comienza a prosperar. Su encuentro servirá para que cada uno deje atrás un pasado gris para comenzar a disfrutar de la vida.

La directora apuesta por contraponer desde el primer minuto la prisa y la calma, lo moderno y lo tradicional, no sólo con los dos protagonistas, reflejo de dos maneras de entender el mundo, sino en el propio espacio urbano, con el que se muestra tan sensible y cuidadosa como siempre, pero en el que por primera vez deja entrar otros ritmos y elementos. Aunque Kawase se adentre en la ciudad nunca abandona su preciada naturaleza. Una de las señas de su cine es su forma de plasmar los paisajes naturales, su luz, su movimiento y sus sonidos. Aquí hace lo mismo en la deliciosa secuencia en la que Sentaro y Tokue elaboran juntos por primera vez los dorayakis, en la que se detiene en cada detalle, en cada cambio, en las judías en ebullición. Pero sin aburrir, encontrando el encanto de fijarse en esas pequeñas cosas.

También consigue sacarnos de las calles de Tokio gracias a ese paseo por el bosque en el que se encuentra el sanatorio y que se convierte en ese oasis en el que por fin todos los personajes desvelan sus sentimientos y la película llega por primera vez a emocionar al espectador. Hasta entonces todo se ve con una sonrisa amable, sin llegar a calar.

Como viene siendo costumbre, Naomi Kawase también aprovecha 'Una pastelería en Tokio' para hablar de aquellos que la sociedad ha apartado. En esta ocasión son los leprosos los que la directora reivindica en su película. Contando su marginación también establece un arco que habla de la historia de Japón, que hasta hace 15 años recluía fuera de la ciudad a los enfermos, que todavía son mal vistos por una parte de la población. Acierta Kawase en contar esto sin incidir en el drama ni en la crítica, manteniendo la naturalidad que es marca de la casa.

La lucha entre pasado y presente aquí da un giro de 180 grados, ya que era antes, cuando las costumbres se respetaban, el momento en el que se excluía a los leprosos. Y es en la actualidad, cuando se han perdido el respeto por las tradiciones cuando ellos pueden por fin relacionarse con la gente (todavía con prejuicios).

Una película que encierra mucho más de lo que aparenta, como los dorayakis de Tokue, que se devoran en segundos, aunque lleven dentro horas de cariño y trabajo.

La vida es como la comida. Hay gente que prefiere el 'fast food' de McDonalds y otros que disfrutan haciendo las cosas con sus propias manos, a fuego lento, disfrutando con los olores que inundan la cocina. Una forma de trabajar artesanal, casi olvidada y más en un mundo que no tiene tiempo para nada. ¿Quién pasa horas haciendo un pastel cuando en diez segundos lo tiene gracias a una máquina expendedora? Esta contraposición se puede aplicar igual al cine. Hay espectadores que prefieren un blockbuster de Michael Bay, explosiones, efectos especiales, un montaje espídico y miles de secuelas. Hay otros que prefieren dejarse llevar, que las historias se tomen su tiempo, que se detenga en los pequeños detalles y que conozcamos poco a poco a sus personajes.

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