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El libro más bello de 2008
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El libro más bello de 2008

Dice el adagio que “una imagen vale más que mil palabras”. De acuerdo, es una flagrante mentira, al no haber escala comparativa válida más allá del

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El libro más bello de 2008

Dice el adagio que “una imagen vale más que mil palabras”. De acuerdo, es una flagrante mentira, al no haber escala comparativa válida más allá del capricho más o menos razonado de cada cual.  Pero una imagen evoca, de manera inmediata, un torrente de palabras conscientes o no, una suerte de traducción íntima que, aunque también se da en el caso del texto, es en éste menos natural y requiere un entrenamiento particular. De hecho, muchos son incapaces de entender más allá del significado literal de un texto, a pesar de tener una cierta educación, y sin ambages se han lanzado a sangrientas cruzadas por ello. El arte contemporáneo, ya desde finales del XIX, ha jugado con este carácter de la imagen simplificándose, yendo cada vez más hondo en el inconsciente del ser humano, apelando a ese lenguaje, el mentalés que llamó Pinker. Quienes lo hicieron más a las claras fueron los surrealistas, que basaron su método “casi” automático en la libre asociación de ideas, es decir, en el pensamiento íntimo e inconsciente.

De ahí que sea tan fascinante la imagen, porque genera una enorme cantidad de lenguaje sin que haya un baremo que permita afirmar, con seguridad, el contenido auténtico del mensaje. Las variaciones en la comprensión de Las meninas, siendo una de las pinturas más valiosas de la historia, son escasas. Desnudos en el desierto provoca algunas más. Pero es que ni el más aparente de los realismos ofrece un mensaje unívoco: véase la utilización de fotografías por la propaganda o en la prensa. ¿Y qué decir de una “novela visual”? No hablamos de las terribles fotonovelas ni de videojuegos conversacionales, sino del género “inventado”  por Max Ernst a partir de su descubrimiento de la técnica del collage narrativo. A través del contraste –la verdadera alma del arte- construía imágenes que, hiladas, formaban relatos de gran capacidad sugestiva y una rara belleza: “confundía la mirada y todos los sentidos, provocaba alucinaciones, daba a los objetos representados significaciones nuevas y en rápida metarmorfosis” (p. 499).

El volumen que edita Atalanta reune tres novelas visuales compuestas entre 1929 y 1935: La mujer de 100 cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en El Carmelo y Una semana de bondad. Estos relatos visuales cumplen el viejo requerimiento de Rosenblatt de una literatura abierta a la lectura, en la que el autor se limita a dar unas pautas que debe completar y enriquecer el lector con su propia experiencia y creatividad. Algunas de las viñetas vienen acompañadas de texto, más críptico que orientativo. Ernst no ayuda al lector/espectador a consolidar un discurso, sino que por la propia naturaleza del mensaje éste queda abierto aunque no por ello desprovisto de causalidad. Se puede decir que Ernst tejió un hilo narrativo casi puro a falta de un lector que lo consolidase de manera íntima. Lo describre Juan Antonio Ramírez en el epílogo: “este procedimiento narrativo puede comprararse a un sistema solar, con los collages de cada capítulo girando a distinta velocidad en torno a una o varias imágenes que constituirían el núcleo temático predominante de esa parte de la historia”.

Atalanta ha compuesto el volumen más bello del año, porque ha elegido un contenido casi olvidado pero inmensamente rico, con una colección de imágenes aún hoy subversivas e inquietantes, siempre perturbadoras y sugerentes; porque ha cuidado los detalles del volumen desde la calidad del papel hasta el color de éste –que no es blanco, sino gris-; porque, en fin, expresa en un volumen el amor por los libros que tienen algo que decir además de estar bien diseñados y construídos. Tres novelas en imágenes es un caramelo que se deshace despacio en el paladar, perfumando con picantes esencias una experiencia duradera.

LO MEJOR: Es imposible destacar nada sobre el resto.

LO PEOR: El precio, aunque sea justo.

 

Dice el adagio que “una imagen vale más que mil palabras”. De acuerdo, es una flagrante mentira, al no haber escala comparativa válida más allá del capricho más o menos razonado de cada cual.  Pero una imagen evoca, de manera inmediata, un torrente de palabras conscientes o no, una suerte de traducción íntima que, aunque también se da en el caso del texto, es en éste menos natural y requiere un entrenamiento particular. De hecho, muchos son incapaces de entender más allá del significado literal de un texto, a pesar de tener una cierta educación, y sin ambages se han lanzado a sangrientas cruzadas por ello. El arte contemporáneo, ya desde finales del XIX, ha jugado con este carácter de la imagen simplificándose, yendo cada vez más hondo en el inconsciente del ser humano, apelando a ese lenguaje, el mentalés que llamó Pinker. Quienes lo hicieron más a las claras fueron los surrealistas, que basaron su método “casi” automático en la libre asociación de ideas, es decir, en el pensamiento íntimo e inconsciente.