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El inconveniente de recurrir a lo de siempre
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El inconveniente de recurrir a lo de siempre

Con El extraño incidente del perro a medianoche, el británico Mark Haddon sujetó la atención de millares de lectores en todo el mundo. Aquella novela, arriesgada

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El inconveniente de recurrir a lo de siempre

Con El extraño incidente del perro a medianoche, el británico Mark Haddon sujetó la atención de millares de lectores en todo el mundo. Aquella novela, arriesgada en muchos aspectos -su protagonista era autista, su diseño editorial incluía abundantes gráficos, imágenes y fórmulas matemáticas-, estaba construida de manera sumamente eficaz, y tanto los personajes como sus dramas resultaban muy próximos al lector. Sólo el niño protagonista era diferente, y como veíamos el mundo a través de sus archilógicos ojos, este cobraba una dimensión nueva que llevaba al lector a reflexionar, especialmente sobre el papel de las emociones en el conocimiento y en la radical soledad del individuo, por más cerca que estén los chalés en las urbanizaciones periurbanas y lo bien que parecen llevarse todos los vecinos entre sí -aunque el maestro siga siendo John Cheever-.

En su nueva novela publicada, Haddon se ha dejado llevar sin embargo por lo más sencillo y convencional. No sólo en la forma de narrar, sino también en cuanto a los personajes y sus problemas y preocupaciones. Esto acerca la narración al lector, que se ve reflejado en lo que lee -aunque también, por ello y porque Haddon no es precisamente el único que lo hace, puede aburrirse al encontrarse otra vez con “más de lo mismo”-. Haddon ha recurrido a las formas del best seller, con capítulos y párrafos muy breves y diálogos abundantes y veloces, siguiendo una línea cronológica que sólo oscila para ofrecer los puntos de vista de los narradores, que son los cuatro miembros de la familia Hall.

El principal, y que originalmente iba a ser el único, es George, patriarca del clan. Acaba de jubilarse y ocupa su tiempo construyendo un estudio en el jardín, donde podrá disfrutar de calma e intimidad para recuperar su vocación, la pintura, que abandonó para conseguir un matrimonio “normal”, es decir, estable. Sin embargo, su matrimonio tiene poco de estable porque su mujer planea dejarle por David, antiguo compañero de trabajo de George e individuo opuesto a él -es culto, comprensivo sexual y emocionalmente, elegante y aventurero-. Mientras tanto, su hija Kate cosecha dudas respecto de su próxima boda con un hombre al que no sabe si ama, y su hijo Jamie se encuentra con un problema parecido respecto a su novio Tony. En realidad, a excepción de George, el problema del resto de narradores es el mismo: su ignorancia acerca de sus propios sentimientos, su incapacidad para reconocerlos y aceptarlos.

Será George, al encontrarse un eczema o cáncer, quien romperá el cuadro de convencionalismos, al presentar algunas de las peores formas de encajar el terrible e inevitable golpe que supone la asunción de propia mortalidad. George enloquece por momentos, alcanzando el culmen en el capítulo 60, desternillante y al mismo tiempo turbador; y es esta locura la que lleva al autor a optar por una multiplicidad de voces, pues enloquecer, como se sabe, es un proceso social y no individual -estamos locos en relación a los cuerdos, que deben ser la mayoría, oficialmente-. Así, George desarrolla una crisis de la mediana edad que le conduce a la depresión y la locura: “alguien desatornilló un panel en un lado de la cabeza de George, metió la mano y arrancó un puñado de cables muy importantes” (p. 97).

La forma que Haddon tiene de contarnos todo esto es, a parte de estructuralmente convencional y manida, muy personal. Su estilo sigue siendo muy original, algo vulgar, humorístico y visual: “unas luces confusas de color rosa pendían detrás de sus párpados como una lejana aldea de duendes” (p. 167). “Quizá era la edad. A los veinte la vida era como luchar contra un pulpo (...) A los treinta era un paseo por el campo. La mayor parte del tiempo tu mente estaba en otra parte. Para cuando tenías setenta era probablemente como ver jugar al billar en la tele” (p.183). Tanto las escenas como el lenguaje impelen a la risa, pero una risa sardónica, helada, que revela los temas de fondo, que son los de siempre, la muerte, la familia y el amor, a los que inexorablemente el hombre debe volver una y otra vez.

Con El extraño incidente del perro a medianoche, el británico Mark Haddon sujetó la atención de millares de lectores en todo el mundo. Aquella novela, arriesgada en muchos aspectos -su protagonista era autista, su diseño editorial incluía abundantes gráficos, imágenes y fórmulas matemáticas-, estaba construida de manera sumamente eficaz, y tanto los personajes como sus dramas resultaban muy próximos al lector. Sólo el niño protagonista era diferente, y como veíamos el mundo a través de sus archilógicos ojos, este cobraba una dimensión nueva que llevaba al lector a reflexionar, especialmente sobre el papel de las emociones en el conocimiento y en la radical soledad del individuo, por más cerca que estén los chalés en las urbanizaciones periurbanas y lo bien que parecen llevarse todos los vecinos entre sí -aunque el maestro siga siendo John Cheever-.