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Fiestas privadas para urbanitas sobrecualificados
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FIESTAS EN CASA, ¿MODA O NECESIDAD?

Fiestas privadas para urbanitas sobrecualificados

El recuerdo tiene ya diez años. Rober, con una carrera de actor que en su momento amenazó con ser pujante se saltaba las normas porque quería

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Fiestas privadas para urbanitas sobrecualificados

El recuerdo tiene ya diez años. Rober, con una carrera de actor que en su momento amenazó con ser pujante se saltaba las normas porque quería y porque podía. Si a nadie le interesaba su brillante monólogo actuado sobre un inmigrante negro que vive la diaria angustia y humillación del día a día de la gran urbe blanca, daba igual: despejaba el salón, informaba a diez amigos pidiéndole a cada uno que avisara a otras cuatro personas cualesquiera y lo montaba allí. Cinco, seis, siete veces, la casa se llenaba y terminaba uniéndose en aplauso cerrado y posterior e improvisada fiesta. Entonces aún parecía una excentricidad simpática, ahora se ha convertido en dos cosas más: necesidad y marketing.

Está de moda el asunto “dramático y doméstico”, como definía Lauro, un periodista y músico aficionado, lo que hacía hace seis años. Su grupo (un dúo) sólo actuaba en cocinas, saloncitos y espacios personales. Está de moda, quizá obligada, el llevar el arte de vuelta al hogar, la casa, la fiesta privada, ya se trate de títeres, teatro, lecturas poéticas o –sobre todo- música. Fernando Epelde, joven, sobradamente preparado, como se decía en tiempos del espejismo, y refrendado en su talento –haga falta o no- por el premio de teatro Tirso de Molina 2011, es sin embargo perfectamente veterano en lo de tocar “deslocalizado”, solo o con alguna de sus bandas -Alta Cabeza y Modulok Trío-.

“Recuerdo actuaciones en salones desde siempre”, dice, y afirma que le parece “una manera lógica de presentar un proyecto”. Pero sabe también que “vivimos un relativo furor de este tipo de conciertos”. Su explicación temporal se remonta cinco años atrás y nos lleva a Alemania: “El primer detonante fue la vida berlinesa. En Berlín funcionan estas alternativas, y, como siempre, aquí nos llegan enseguida los ecos de estas propuestas. Recuerdo una asociación europea que se llamaba ‘Live on the living’ en la que se implicaron un montón de músicos”. En ese  momento el asunto era más que nada una delicatessen: “en ese programa de actuaciones por salones domésticos se pagaba una barbarie a los artistas. Así que, una vez más, le estaríamos quitando un poco de sentido a lo underground del evento”.

Se acabó Jauja, ciertamente, pero sin embargo, quizá precisamente por eso, por la crisis, este tipo de actos se multiplica, conformando una especie de edad de plata de las fiestas en casa de ex universitarios de mayor o menor éxito. Meses atrás, Fernando tocó en el cumpleaños de una amiga con los Modulok Trío. No era en un bar alquilado, no era en una sala de conciertos. Era en un salón amplio y destartalado, pero la música sonaba a todo trapo, y uno podía fantasear por un momento con que estaba en el New York de Andy Warhol. “Quizá”, reflexiona José, que ahora ya no es actor, aunque nunca dejará de serlo, “no hay tanta distancia en realidad. Ya sabes, ‘print the legend’”. El concierto de cumpleaños acabó bruscamente cuando el vecino de arriba (que regentaba un hostal) bajó para suplicar una piedad que, civilizadamente, se le concedió.

De Berlín al mundo

Fue, sin embargo, el ejemplo de lo que está sucediendo en la vida real de un contexto social concreto y amplio (el universitario urbanita ‘sobrecualificado’). Nada nuevo en otros países como –por supuesto- Estados Unidos, o, para ‘acercarnos’, Argentina. “Allí”, explica Epelde, “el reciclaje de espacios abandonados y la programación (sobre todo teatral) en casas, es de lo más común. La filosofía del teatro argentino es mucho más popular que la nuestra, está mucho menos desnaturalizada y es muy típico que un grupo de colegas reúnan el caché de una compañía teatral para disfrutar así de un pase privado al calor del hogar.

Mauro, músico, explica por su parte cómo en su gira americana recalaron en una casa privada en Filadelfia, que lleva programados ya más de trescientos conciertos.”Buen rollo, perfecto entendimiento con los vecinos, bandas de primera línea y gratis. Luego pasaban la gorra y todo el mundo encantado de pagar lo que fuese por aquel lujazo. Eso sí, que no se te ocurriese fumar”.

Moda, sí, pero ¿también tendencia con visos de permanecer? Los ojeadores de tendencias al servicio de la máquina empresarial saben lo que se hacen y hace tiempo que han percibido ese ‘trending topic’ hecho a mano. “Odio”, afirma Epelde con contundencia este tipo de eventos a nivel comercial. “Sin ir más lejos, hace poco tocamos en una tienda de ADIDAS. El evento se ajustaba bastante a estos parámetros... nos pagaban bien y esas cosas, pero actuar en una tienda de un centro comercial, para gente no interesada, entre canapés de diseño y zapatillas, dista bastante del ambiente idóneo para un concierto”. Es el inicio de la eterna fagocitación, aunque por ahora la pelea permanece equilibrada.

Victor Coyote, un clásico de la música española desde la época de la omnipresente Movida Madrileña lleva tiempo prediciendo el fenómeno y apoyándolo con su proyecto ‘Ruido Bajito’, que define como “algo fronterizo entre lo musical y lo teatral, donde hay escenografía, videocreación, un poco de marionetas, un poco de música y un poco de textos poético-absurdos”. Con su idea de “quince minutos para quince personas” ha actuado en hórreos gallegos, escaparates madrileños y cajas fuertes de biblioteca. Considera que, en efecto, una de las motivaciones del auge es la crisis, pero, apunta, “también la crisis de las industrias culturales”.

Mejor veinte en un salón que en un estadio

La explicación se hace sencilla en su boca: “La gente ha pensado que para tocar en una sala grandísima y que vengan veinte personas, mejor es tocar un sitio donde quepan veinte personas y optimizarlo. Si no puedes hacerlo con grandes medios lo haces con medios pequeños. La rentabilidad es menor y hacen falta más ganas, pero a día de hoy poca ganancia es ganancia al fin y al cabo...”.

“No me gusta mucho el teatro participativo”, afirma, “pero la corta distancia crea una cierta tensión que puede ser positiva”. Aunque su visión es la del todoterreno: “Yo no milito en la modestia forzosa, milito en la normalidad. No me importa tocar en un estadio si tengo dinero para hacerlo y puedo llenarlo. Pero puestos a elegir, prefiero la modestia al derroche”.

Abundando en las virtudes del pequeño espacio artístico, Epelde afirma que “generalmente la descontextualización le otorga al acto un valor especial. Es como quitarse los zapatos antes de entrar en una sala. Ya se le está presuponiendo algo al evento, ya se genera cierta magia”. El problema económico, sin embargo, persiste: “la gracia de estas actividades es siempre la rebeldía y lo exótico de la propuesta y aquí no sabemos encontrar sostenibilidad. Yo creo que nos cuesta pedir pasta a los asistentes, por el miedo a cargarnos la magia”.

En cuanto al problema de que se trate de una moda pasajera, Victor remachando lo evidente, opina que “en este país como somos muy de extremos, se pasa de decir que los conciertos molan cuando son multitudinarios a decir que sólo molan cuando son de veinte personas.”.Pero lo matiza con optimismo de perro viejo: “la moda es una cosa que existe y en la que todo el mundo participa... Si hay una moda, prefiero que sea esta que la de comprarse un Audi”.

Epelde considera que la cosa prosperará. “Con este cambio político que nos toca vivir”, reflexiona, “se augura cierto movimiento en este sentido. Por el momento he visto que han abierto algunos sitios en el centro de Madrid como La perla Negra. Sitios indefinibles, como salas de teatro alternativas, clubs culturales..”. Un renacer de algo que, en todo caso, apunta, “siempre ha sido así”. “Los juglares viajaban por ahí con sus canciones, es parte del trabajo. Viajar, conocer gente y tocar. Me parece mucho más interesante decir que quieres algo de dinero a cambio de tu concierto que afirmar que quieres saciar tu ego. Me parece más lógico que quieras llegar a final de mes que figurar en las listas de lo mejor del año”. Y termina, jocoso pero ajustado: “Quizás la crisis lo ponga todo en su sitio”.

Por el momento Rober ya piensa en reeditar sus monólogos en la nueva casa que ocupa. Dinero quizá, pero amigos, eso sí, no suelen faltar.

El recuerdo tiene ya diez años. Rober, con una carrera de actor que en su momento amenazó con ser pujante se saltaba las normas porque quería y porque podía. Si a nadie le interesaba su brillante monólogo actuado sobre un inmigrante negro que vive la diaria angustia y humillación del día a día de la gran urbe blanca, daba igual: despejaba el salón, informaba a diez amigos pidiéndole a cada uno que avisara a otras cuatro personas cualesquiera y lo montaba allí. Cinco, seis, siete veces, la casa se llenaba y terminaba uniéndose en aplauso cerrado y posterior e improvisada fiesta. Entonces aún parecía una excentricidad simpática, ahora se ha convertido en dos cosas más: necesidad y marketing.