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"Se vende todo: si quieres mis gafas de sol te las puedes llevar"
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LOS MERCADILLOS 'DE INTERIOR', NUEVA FORMA DE SUPERVIVENCIA

"Se vende todo: si quieres mis gafas de sol te las puedes llevar"

Ignacio, un cincuentón madrileño, ha hecho mucha vida de parque y de plaza, “como toda mi generación”, dice. “De chaval porque es donde te juntas con

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"Se vende todo: si quieres mis gafas de sol te las puedes llevar"

Ignacio, un cincuentón madrileño, ha hecho mucha vida de parque y de plaza, “como toda mi generación”, dice. “De chaval porque es donde te juntas con los otros. Luego por las novias, más tarde por los libros, me gusta leer tranquilo”. “Ahora que me hago viejo estoy pensando en engancharme a la petanca”, comenta señalando a los viejos que practican en el jardín adyacente al centro cultural Conde Duque, a la luz indecisa de una mañana de sábado invernal. Sin embargo, para él la cercanía de la navidad es territorio comanche. “En esta época, nada”, dice malhumorado, “prefiero recluirme para no tener que andar por Madrid, te lo juro…”. Es él uno de esa silenciosa minoría que no gusta de los fastos que convierten las plazas en espacio impracticable para el vecino a menos que se pliegue a la dictadura de las churrerías a granel, las pistas de patinaje mastodónticas  y tenderetes de baratillo bajo epígrafes nacionales. “Y mira que me gustan los mercadillos”, refunfuña, “porque Madrid es de mercadillos, pero de los de verdad, donde haya algo que rascar, almonedas, almacenes, ya sabes”.

Que Madrid es de mercadillos lo sigue demostrando El Rastro, monumento vivo al comercio de todo lo vendible e invendible, con sus más de 1.400 puestos (unos 300.000 euros, el principal ingreso del ayuntamiento por mercadillos al año), y que en un día a medio gas (puente en Madrid y sólo un tercio de tenderetes funcionando), arroja una imagen castiza y apergaminada que haría las delicias de cualquier aspirante a Baroja, si aún los hubiera. Pero no sólo es el rastro. Lo demuestran también otros 28 mercadillos registrados oficialmente en Madrid ciudad –al menos en la caótica web de munimadrid.org-. Y lo demuestran los que ni siquiera están registrados, como, sin ir más lejos, el que lleva tiempo floreciendo en ese Dos de Mayo (barrio de Universidad) huérfano de fiestas. Como ese, otros muchos que proliferan, desde la parroquia más ínfima al más noble patio de armas del barrio de Salamanca.

Tenía que sacar algo, estaba ahogada

Al mercadillo del Dos de Mayo llevaba meses pensando en bajar Sara. Ahora que, con nuevo trabajo de administrativa, suspira aliviada, se permite bromear al respecto: “Cada vez hay menos manteros porque los manteros somos nosotros”, ríe. “Yo pensé en bajarme ahí mil veces, con los cachivaches que ya no quiero y las cosas que cose mamá, que hace unos bordados preciosos”, cuenta, “para sacar algo, porque estaba ahogada”.

Está absolutamente todo a la venta, porque todo es reemplazable

Javier, que conoce esa precariedad, ha decidido que, como todos los años, él hace mercadillo, pero en su casa. “Un día te levantas y se te ha acabado el dinero. Todo el dinero”, explica. “Mientras das vueltas por la casa miras a tus estanterías y ahí están todos tus libros y todos tus discos, impolutos. De Marx a Oscar Wilde pasando por los Rolling Stones. Y entonces entiendes lo que decía tu padre de que la cultura no da de comer”. Ahora, Javier, igual que Sara, ha remontado el vuelo. Es músico, y entre clases particulares y jornadas maratonianas de técnico de sonido en un canal de televisión “de los que tienen adivinas a todas horas” consigue usar su don a la guitarra para sobrevivir. Sin embargo, desde las vacas flacas, una vez al año convierte su vetusto piso en un mercadillo en toda regla. Está todo a la venta, por decirlo así”, comenta, “he llegado a pensar que todo es reemplazable”.

La idea se la dio, hace años ya, su amigo Óscar, quien era “una auténtica urraca. Allí te podías encontrar las cosas más inverosímiles: desde instrumentos exóticos a pendientes hechos a mano, desde una bicicleta a máquinas de escribir o fotos antiguas, maniquíes, señales… un sindiós lleno de cosas increíbles, un bazar, y cada dos o tres años hacía limpia”. Entonces, recuerda, “era como una fiesta, y todos pasábamos por allí a beber una cerveza y a ver que había, comprábamos alguna cosa y nos llevábamos otro par de regalo”. Al final, en una de esas limpias, Oscar se limpió a sí mismo y se marchó, dice Javier, “a Granada, donde le va muy bien lejos de esta locura de Madrid”.

No soy el único que hace esto

Con Óscar también comparte su querencia por las religiones orientales, aunque, dice, “ni su acercamiento ni el mío eran precisamente ortodoxos. A él le iba el rollo hare krishna, pero también el whisky de malta, ya sabes”. Luego reflexiona y suelta: “si quieres que te diga la verdad, es la pobreza la que te empuja al zen y no al revés. Si tuviésemos dinero cenaríamos con caviar y champagne, para que engañarnos. Al menos una vez al mes, ¿no?”.

 “En todo caso”, explica, “no soy yo el único que hace esto. Hay varios amigos que de vez en cuando suelen montar algo parecido. La diferencia es que aquí TODO está en venta. Si quieres estas gafas de sol, te las puedes llevar”, dice, quitándose las ray-ban y tendiéndolas.

El tema mercadillo vende bastante en el rollo pijo de la vieja guardia

Casos como el de Javier demuestran que cuando la vida aprieta, cualquier fórmula es apreciable. De hecho, entre los mercadillos madrileños llaman la atención algunos casos como el de La Charca de La rana, en la Guindalera. Donde sólo se permite el trueque y que tiene como intención organizar actividades que permitan recuperar un entorno que se ha ido degradando con los años.

Son la otra cara de la moneda de los Pop up stores de voluntad fashion como Madrid in Love o de los saraos directamente comerciales como el Weekend alternativo que, promocionado con caras conocidas en los medios, trata de traer a Madrid los mejores mercadillos londinenses. Por navidad, claro.

“El tema mercadillo vende bastante en el rollo pijo de la vieja guardia, no te creas”, comenta María, una modista joven que ha participado en no pocos saraos en el barrio de Salamanca, vendiendo sus creaciones a mitad de precio. “En realidad, quitando que hay más dinero y que te ponen mojitos y chill-out de fondo, y que las joyas de las señoras son de verdad, no te creas que hay gran diferencia. Se viene por lo de siempre, para pagar menos”.

El regreso de la 'cultura de interior'

La visión del fenómeno que tiene Fernando, editor de 33 años, es sin embargo, algo distinta. Él cree que entre la gente de formación universitaria y aún joven, se está produciendo un cambio real que, dice, “empezó ya antes de la crisis, yo creo que por un cierto hastío del consumo”. Cada vez se nota más, comenta, “que la gente está por quedarse en casa y apañarse sin gastar demasiado dinero, pero no de una manera negativa. Al menos la gente joven, entre 18 y cuarenta, o así, está creando una cultura de interior; se está volviendo a las reuniones y las fiestas en casas. Yo he estado en cuatro en los últimos meses en las que había bandas tocando. Vamos que me he revisado la mitad de la escena underground sin salir de un salón, rodeado de colegas y gastándome dos duros. Esos lugares, además, son focos de ideas, igual que los bares pero de una manera más trabada, más interconectada y más directa”.

En cuanto a vender cosas, a mí no me gusta, es duro, pero todos lo hemos tenido que hacer más de una vez. El problema es que por elementos, digamos, comunes, apenas te pagan. A cambio, también son baratas si eliges comprarlas”. Pone el ejemplo del mercadillo del dos de mayo: “Hay un tipo allí que tiene un puesto cutre con libros entre diez y doce euros, pues bien, curiosamente en la librería de la esquina de la plaza sueles encontrar el mismo tipo de literatura, entre las ofertas, a dos euros el ejemplar”. Luego saca de su librería un ejemplar en buen estado de “El nombre de la rosa” y lo muestra. “Lo que no puedes pretender”, remacha, “es que te vendan el libro a dos euros y te lo compren a diez, claro”.

Para él, “somos una generación que ha vivido por encima de sus posibilidades y aún lo hace. Sólo hace falta ver los muebles que desechan en los barrios céntricos de Madrid cada semana los supuestos mileuristas. Yo siempre me he hecho las casas con esos ‘restos’. La solución es ver cómo organizarse para que la vida pueda ser más productiva con menos ‘cash’, porque está claro que toca época dura. Pero la gente sabe. Y la gente lo hará; ya lo está haciendo”.

Ignacio, un cincuentón madrileño, ha hecho mucha vida de parque y de plaza, “como toda mi generación”, dice. “De chaval porque es donde te juntas con los otros. Luego por las novias, más tarde por los libros, me gusta leer tranquilo”. “Ahora que me hago viejo estoy pensando en engancharme a la petanca”, comenta señalando a los viejos que practican en el jardín adyacente al centro cultural Conde Duque, a la luz indecisa de una mañana de sábado invernal. Sin embargo, para él la cercanía de la navidad es territorio comanche. “En esta época, nada”, dice malhumorado, “prefiero recluirme para no tener que andar por Madrid, te lo juro…”. Es él uno de esa silenciosa minoría que no gusta de los fastos que convierten las plazas en espacio impracticable para el vecino a menos que se pliegue a la dictadura de las churrerías a granel, las pistas de patinaje mastodónticas  y tenderetes de baratillo bajo epígrafes nacionales. “Y mira que me gustan los mercadillos”, refunfuña, “porque Madrid es de mercadillos, pero de los de verdad, donde haya algo que rascar, almonedas, almacenes, ya sabes”.