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"Ninguneamos las músicas que reivindican lo popular, como el hip hop o el rock urbano"
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¿ELITISMO BLANCO Y DE CLASE MEDIA?

"Ninguneamos las músicas que reivindican lo popular, como el hip hop o el rock urbano"

El debate acerca de la música popular y de sus implicaciones sociales está en auge. Nando Cruz, periodista de Rockdelux y El periódico de Cataluña y

El debate acerca de la música popular y de sus implicaciones sociales está en auge. Nando Cruz, periodista de Rockdelux y El periódico de Cataluña y autor de Una semana en el motor de un autobús, generó alguna controversia cuando analizó la deriva elitista del rock con el pretexto de un concierto de Wilco en el Liceo barcelonés. Cruz conversa con El confidencial sobre este asunto.

Esteban Hernández. El rock ha perdido ese punto callejero que ha caracterizado a la música popular, y sus dinámicas son mucho más parecidas a los vividas por el jazz a partir de los 60 que a las del hip hop. En este sentido parece inevitable que se convierta en un fenómeno marcadamente identitario. Que haya bandas de rock que toquen en el Liceo simboliza estupendamente estos procesos, en tanto señala a las claras esa vieja aspiración de la clase media de tratar de ocupar los espacios de la aristocracia. Y ese es el trayecto del rock, saliendo de las salas callejeras y dirigiéndose a un público que lo entiende como la banda sonora de una vida artística. El hipster es exactamente eso, un chico de clase media alta que quiere añadir algo de estilo a su vida. Pero me temo que ese viraje condena el rock a su desaparición….

Nando Cruz. Hay un rock que aún conserva ese punto callejero y otro que se ha convertido en un elemento identitario más de esa clase media a la que te refieres. Lo que ocurre es que los medios de comunicación sólo atendemos al segundo. Cualquier música genera mecanismos identitarios y eso no es bueno ni malo. Seguramente, hasta es necesario. El problema surge cuando nos negamos a asumir esos vínculos y, de rebote, ninguneamos esas otras músicas que sí conservan y reivindican su carácter popular y callejero: sea el hip-hop, la tecno-rumba de gasolinera, el rock urbano... La distorsión se produce cuando seguimos calificando como alternativos, independientes o marginales unos grupos y géneros que representan justo lo contrario: un gusto distinguido, una sensación de superioridad sobre aquellos otros sonidos sin riesgo ni sutileza y una nueva élite de consumidor que, además, atrae a todas esas marcas en busca de gente con dinero que gastar. Este sector del negocio musical que potencia la distinción (mediante precios, eventos 'secretos', microgéneros, pases VIP y demás procesos exclusivistas) parece que hoy sea el único que existe cuando, en realidad, sólo representa un porcentaje mínimo de la sociedad. Todo esto no profetiza la desaparición del rock sino que constata su transformación en una afición inofensiva; como el pádel o algo así. Y esto no ha sido un cambio repentino, sino un proceso lento y paralelo a la bonanza económica de los últimos años que ahora, en plena crisis de todo, se hace especialmente evidente. Para mí lo de Wilco en el Liceu es sólo la punta del iceberg, la anécdota: un grupo surgido del country alternativo vende entradas a 140 euros. Es un poco como el cambio climático: no notas nada, no notas nada y, de repente, estás a 20 grados en noviembre y te preguntas, ¿pero qué ha pasado?

El hipster es exactamente eso, un chico de clase media alta que quiere añadir algo de estilo a su vida

Esteban Hernández. Dos precisiones. En la primera no quiero insistir mucho, porque sería centrarse en el ejemplo y dejar de lado el tema de fondo, pero quizá Wilco no sea la mejor elección para ilustrar la tesis (con la que, por otra parte, estoy de acuerdo) en el sentido de que tanta insistencia en su parecido con Dire Straits y con canciones como Telegraph Road suele provenir de una mirada tan elitista como la que se critica. Wilco se han hecho populares, llegan a más público, se han estandarizado y asumen menos riesgos creativos, lo que es motivo para que haya quienes les miren por encima del hombro, a ellos y a su público. Ya son poco distinguidos, me temo…

En cuanto a lo de la identidad, hay algo que me preocupa. Existe un movimiento complementario, del que se subraya sólo una parte, la del desprecio respecto de las músicas populares. Pero se la suele contestar desde el mismo elitismo invertido, como si las músicas callejeras, estilo hip hop o reggaetón, fueran superiores ética y estéticamente. Unos se meten con los otros, cuando todos forman, desde mi punto de vista, parte de lo mismo. Sí, el rock se está convirtiendo en una afición inofensiva, y precisamente porque lo estamos convirtiendo en un asunto identitario. Y, en ese terreno, da igual que el capital simbólico que quieras hacer valer provenga de asistir a un concierto rock en el Palau o de bailar reggaetón en un local de la periferia.

Valoramos como positivo la sutileza, el riesgo, el interiorismo sentimental, la reflexión, la metáfora, la emoción íntima o lo profundo

Nando Cruz. Cuando comparé Impossible Germany con Telegraph Road no era con intenciones estrictamente despectivas. De hecho, yo fui fan de Dire Straits y me siguen gustando Wilco. Pero, realmente, escuchando una me acordé de la otra. Y eso me hizo pensar si en 2023 no miraremos a Wilco con el mismo desdén con que miramos hoy a Dire Straits. No es una cuestión de gustos ni estilo, sino de sugerir la posibilidad de que lo que hoy nos parece ingenioso y excelso quizá mañana nos parezca pomposo y cargante. Por otra parte, en los años 80, el público de Dire Straits consideraba que su música era 'superior' y esta actitud se puede equiparar a la del público de Wilco, que los considera impecables e insuperables. Quizá Wilco estén a punto de entrar en su etapa Brothers in arms, pero, ya te digo, no me refiero tanto a gustos sino a cómo transformamos la escucha de determinados grupos en una reafirmación de nuestro acertadísimo paladar. Y eso puede pasar tanto con Wilco como con Japandroids. No hablo tanto de la distinción que sugiere esa música sino de la apropiación que hagamos de ella, de cómo la convertimos en un elemento distintivo.

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Insisto, cualquier música genera identidad. Pero unas músicas miran a otras por encima del hombro (con la connivencia activa de los medios de comunicación). Y eso provoca que el desprecio del reggaetón por parte de un fan de Animal Collective sea considerada normal mientras que el desprecio de un fan de Daddy Yankee al nuevo disco de Patti Smith será visto como un gesto de falta de sensibilidad o, directamente, de incultura. Para mí todo es un tema de cánones estéticos. En la música valoramos como algo positivo la sutileza, el riesgo, el interiorismo sentimental, la reflexión, la metáfora, lo moderado, la emoción íntima, lo profundo... Y no nos satisface (o incluso nos irrita) lo explícito, lo simple, lo expansivo, lo directo, lo excesivo, lo sexual, lo superficial... Por eso consideramos que una música representa el buen gusto y otra representa el mal gusto. Todos estos valores están planteados desde una perspectiva blanca occidental y la mayoría de valores opuestos suelen llegar de músicas de otras latitudes y razas. A partir de ahí, es fácil deducir que nuestra insistencia en demostrar que nuestros cánones culturales son los únicos válidos es racista.

Tienes razón en que la mirada de favor hacia estas músicas callejeras, desde una perspectiva occidental e intelectualizadora, puede caer en cierto esnobismo condescendiente. Allá cada cual. Convertir esto en una batalla entre los que les gusta el reggaetón y los que les gusta Joanna Newsom sería absurdo. Pero yo sí veo necesario insistir en que esas otras músicas a las que se considera baja cultura (o ni siquiera cultura; como décadas atrás se consideró baja cultura o incultura al rock) tienen unos valores éticos y estéticos que son sistemáticamente menospreciados. Y que ese esfuerzo por darles visibilidad retoma una labor que desarrolló en España otra gente, décadas atrás, defendiendo el funk o la música disco en una época en la que en España se consideraba que la música negra era vulgar, repetitiva, sucia y superficial.

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Esteban Hernández. Pero creo que en eso los contextos son decisivos. Yo provengo del Ruta 66, esto es, de un contexto que apreciaba especialmente lo expansivo, lo directo, lo excesivo, lo intenso, etc. y que miraba con desdén lo sutil, lo íntimo y lo profundo. Tú vienes de Rockdelux, por lo que tu experiencia es la inversa. Estas nuevas cuitas son muy semejantes a las que se vivieron entre sinfónicos y rockeros en los 70 o entre nuevaoleros y heavies en los 80, esto es, repiten el esquema de la tensión entre cultura de élite/cultura de masa, lo alto y lo bajo, etc. que tan habitual han sido a lo largo del siglo XX. Y poner uno por encima del otro, defender uno a costa de atacar lo otro, o acusar a unos de elitistas o a otros de vulgares me parece parte del mismo juego. Ocurrió también con las vanguardias, que poseían una capacidad crítica respecto de la sociedad a la que se dirigían hasta que se convirtieron en asuntos identitarios, formas distintivas que nos separaban del vulgo. Pero no creo que la solución a ese dilema, que es el que vive el rock hoy, sea reivindicar lo vulgar y lo excesivo, o señalar la superioridad de ciertas músicas como el reggaetón porque han sido menospreciadas, o creer que todo pasa por levantar las prohibiciones esnobs que operan sobre lo popular, sino que pasa por reivindicar la capacidad crítica de la creación cultural. Y, en este sentido, la potencialidad de la música ha sido siempre esencial y me temo que tiene que ver poco con historias raciales, de minorías o de identidades sojuzgadas. La utilización que de la música ha hecho el público que escuchaba a los bluesmen y jazzmen de las primeras décadas del siglo XX, la beat generation, las primeras épocas del rock, etc. excede con mucho esa mirada que contrapone lo racial/popular con el dominio del hombre blanco y el elitismo de las clases medias altas.

Todos estos polos forman parte de un mismo modo de ver la música desde una perspectiva blanca y occidental

Nando Cruz. Coincido en que estas cuitas reproducen tensiones entre cultura de élite y cultura de masas. Lo que ocurre, me temo, es que la cultura se ha convertido de facto en un producto de élite. O, peor aún, que hemos pasado a aplicar el término cultura sólo a objetos que satisfacen el paladar de la clase media: y eso incluye desde una exposición de arte abstracto hasta un concierto de un grupo de rock de garaje universitario. Fíjate en los temas que tratan los informativos y periódicos: la inmensa mayoría van dirigidos a un sector muy concreto y reducido de la sociedad. El 6 de octubre coincidieron en Barcelona Lady Gaga y Extremoduro y la inmensa mayoría de medios sólo cubrió el concierto de la primera aunque el poder de convocatoria de los segundos fue similar. ¿Fue una decisión musical o social? Hemos encogido tanto el marco de lo que es cultura que fuera de él queda la inmensa parte de la población y todas esas músicas que consideramos sin valor estético cuando, de hecho, tienen un inmenso valor social. Y si tienen valor social, seguramente significa que tienen un interés cultural más palpable que esas otras músicas a las que sólo atribuimos un valor estético o comercial.

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Creo que las diferencias que antaño considerábamos abismales entre Ruta 66 y Rockdelux, sinfónicos y rockeros o nuevaoleros y heavies, son hoy matices menores. Todos estos polos forman parte de una misma forma de ver la música (una perspectiva blanca, occidental) que poco tiene que ver con la que practica en otras latitudes gente que, desde hace décadas, ya vive entre nosotros y cuyas propuestas musicales despreciamos por demasiado vulgares. Más allá de que nos guste más o menos, las despreciamos porque no encajan en nuestros valores o códigos. Hablo, por ejemplo, de concebir la escucha musical de una forma más colectiva que individual o de asumirla como algo superficial que genera disfrute físico inmediato. ¡Eso son valores! No son los nuestros, pero podemos aprender mucho de ellos en vez de creer que sólo es bueno lo que encaja en nuestro esquema mental-cultural. A nosotros, por ejemplo, lo superficial e inmediato nos parece inferior. ¿Por qué? Nosotros, por ejemplo, damos gran valor a letras sugerentes. ¿Qué sentido tiene exigirlas a géneros que nacen de entornos con escaso acceso a la educación?

Señalar la superioridad de un género sobre otro es bastante absurdo, desde luego. Pero si de vez en cuando ponemos en tela de juicio nuestros cánones culturales nos será más fácil encontrar virtudes en músicas que solemos despreciar. Y, del mismo modo, relativizaremos el interés de otras que tenemos más próximas. Buscarle los peros a un concierto de Wilco y destacar los méritos de uno de Daddy Yankee, por ejemplo, no es anteponer el reggaetón al rock sino intentar ver las cosas desde un punto de vista distinto al que nos hemos habituado. A mí me sigue gustando el rock y sigo sin ver la gracia de ciertos tópicos del reggaetón, pero se puede mirar más allá, intentar mirar con otros ojos o más allá de la canción. Y esta práctica es fundamental para romper con los vicios de una crítica que lo mira todo desde una perspectiva fija e inamovible. Cuando todos los ojos de los críticos tienen una mirada similar, el resultado es una crítica que desprecia géneros enteros porque no encajan en su forma de concebir y usar la música. Si, como ocurre, toda la crítica musical es blanca y de clase media, es fácil que de ella se desprenda un discurso que ensalza unas músicas y rechaza otras. Y eso yo ya no lo veo como una cuestión de gustos sino como una aplicación de códigos sociales y de raza que nos hace más pobres culturalmente.

El debate acerca de la música popular y de sus implicaciones sociales está en auge. Nando Cruz, periodista de Rockdelux y El periódico de Cataluña y autor de Una semana en el motor de un autobús, generó alguna controversia cuando analizó la deriva elitista del rock con el pretexto de un concierto de Wilco en el Liceo barcelonés. Cruz conversa con El confidencial sobre este asunto.