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“No hay nada que guste más que ser policía de los demás”
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¿VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD CON EXCESIVA REGLAMENTACIÓN?

“No hay nada que guste más que ser policía de los demás”

Gabriel, historiador de 60 años, estuvo en Tánger por primera vez hace cinco. A su regreso a su Chamberí natal, en la “populosa y desquiciante” Madrid,

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“No hay nada que guste más que ser policía de los demás”

Gabriel, historiador de 60 años, estuvo en Tánger por primera vez hace cinco. A su regreso a su Chamberí natal, en la “populosa y desquiciante” Madrid, como él la define, percibió por primera vez algo que le cambiaría la vida. “Durante un tiempo”, cuenta, “me sentía incómodo y no sabía el porqué. La vida diaria se me hacía insufrible. Me di cuenta de que en Marruecos, bajo un régimen político menos libre y en un entorno de pobreza mucho mayor me había sentido mucho más libre personalmente. No me lo explicaba. Finalmente lo comprendí: en Madrid cada vez que sales a la calle estás sometido a dos millones de normas estúpidas; aparcar significa sortear multas, tomarte un vino en la calle es ilegal; te enciendes un pitillo y miras alrededor por si estás contraviniendo alguna ley… Te sacas la gorra y no sabes si te arrestarán por ser calvo. ¿Puedo mirar a tu hijo o me vas a pegar? ¡Hasta el paseo se ha convertido en un fluir canalizado! Vas por donde te dejan, por donde te obligan, no por donde quieres. En los parques ya no hay sombra –si la quieres, págala-, y mira los bancos de las plazas: están clavados al pavimento y cada asiento mira en una dirección distinta”.

Eso no pasaba en Tánger, dice, así que, sencillamente, se fue a vivir allí y ahora es más feliz. “Si hablamos de libertades civiles en el sentido más político, Marruecos es un infierno, sin duda, pero si hablamos de la libertad cotidiana, no hay comparación, digan lo que digan”. A quienes le argumentan que esa dualidad la convierte en una libertad ficticia les responde “¿Cuál no lo es?”. Para él, “toda sensación de libertad es una invención, pero hay que intentar vivir siempre en los territorios que guardan algo de fronterizo, donde las normas son las básicas del ser humano: no jodas a tu prójimo, principalmente”. Por lo demás su vida no tiene nada de salvaje, dedicada a la contemplación y a acabar un libro sobre historia de la España contemporánea. Las temporadas en que vuelve a Madrid las pasa en ello, casi encerrado en su casa de Pintor Rosales.

El exceso de regulación acaba siempre en un exceso de injusticiaNo es el único que nota esa saturación de normas. Todo el mundo la nota, por unas o por otras. Paco, licenciado en derecho de 45 años y que fue un vendedor puerta a puerta “de primera categoría” está ahora en paro; cuenta que “mientras me iba bien me quejaba de las típicas cosas: la prohibición de fumar, los controles de velocidad en carretera… Mi mundo eran autovías, restaurantes y clubs de carretera. Ahora no tengo curro y he vuelto a hacer mucho parque, mucho día muerto, y sí, noto que todo es más artificial y más rígido que hace años. Se nota una hiperregulación”. Coincide con Gabriel en que los parques son una buena metáfora, la más evidente cuando uno pasa los lunes al sol: “Es como si te dijeran 'te voy a poner un sofá, ya no hace falta que te sientes en el suelo: eso sí, para usar el sofá tienes que sentarte mirando a donde yo te diga'. Un tiempo después te prohiben sentarse en el suelo, porque hay sofás. Al final, pueden multarte por lo que les dé la gana y ya estás cazado”. “Hay una frase latina”, dice recordando con esfuerzo sus años de facultad, “que lo define: Summum Ius, Summa injuria. El exceso de regulación acaba siempre en un exceso de injusticia, aunque no lo enfoques desde un punto de vista reivindicativo ni nada por el estilo”.

Así, las vacaciones, por ejemplo, han dejado de ser una simple búsqueda de la tranquilidad lejos del tráfago diario, e implican también un intento heroico de encontrar un espacio menos reglado “que nos recuerde”, dice Ana, escritora y periodista de 50 años “a como era nuestra vida de niños, cuando todo era más sencillo y mejor, al menos a este respecto”. “Sin embargo”, se queja señalando en la playa a sus compañeros de excursión, “mucha gente se toma las vacaciones como un trabajo: diez horas al sol, y luego a descansar de eso. Cada vez es más difícil encontrar espacios libres de verdad. Espacios vírgenes de negocio, donde no haya nadie vendiéndote una felicidad enlatada”.

“Para eludir la normativización hay que acercarse a territorios borrosos”

A. Alvarez, politólogo gallego y creador de la revista cultural Arraianos, conversa con dos amigos sobre el tema en la terraza de un bar de A Illa de Arousa. Opina, aludiendo lateralmente al excelente libro Galicia Borrosa, de Santiago Lamas Crego, que “para eludir esa normativización es necesario acercarse a los territorios borrosos, donde la norma es difuminada por los restos ancestrales del sentido común. La ‘borrosidade’ es importante. Una falta de definición donde uno pueda definirse a sí mismo… o no”.

Divergiendo por el placer de la discusión, Ramiro, escultor de 68 años opina que –sin negar lo borroso del país más borroso de la historia-, en esa periferia idealizada del noroeste que bien podría ser de otro lugar, determinados elementos de independencia e identidad personal son no más difusos, sino más claros. “Hasta el contrabando, manifestación esencial económica de las zonas de frontera es una afirmación política”, afirma. “Y, aunque parta de una necesidad económica,
El contrabando es una afirmación política importante. Afirma la libertad del hombre frente a la más absurda y antinatural de las leyes: la frontera una libertad que no consiste en ser libre del todo, claro, sino en rebelarse contra la esclavitud”.

El tercero en discordia, Alvarito, cantante de un grupo punk que ya se ha disuelto, mecánico de coches dado a la filosofía, afirma que “los problemas una vez situado en territorio borroso, como dice el amigo -en un territorio donde la norma que es injusta es más débil, se oye más lejos- son dos: uno, que no te lo machaquen, y eso va a pasar, porque no hay nada que le guste más al ser humano que ser policía de los demás. Otro, que el movimiento se hace cada vez más difícil”. En tiempos de crisis, argumenta, viajar se ha convertido en una quimera. “Te vas de gira o de viaje a Madrid, por ejemplo”, dice, “y contando gasolina, peajes, parkings y demás mierdas, la escapada se vuelve imposible. Yo casi no lo puedo pagar. Y es ir a Madrid, no a Australia. Al final se ha convertido la ciudad en un fortín cerrado donde sólo puedes entrar si tienes una capacidad adquisitiva determinada. Hay una injusticia social tremenda en esto”.

A su amigo Lois, que se une más tarde a la tertulia y que vive centrado en el surf, le preocupa más que a ‘sus’ playas atlánticas puedan llegar los ‘malos usos’ de los franceses. “Allí están separadas las zonas de bañistas y de surferos y por cualquier infracción te quitan la tabla, primero una hora, luego todo el día. Aquí siempre hemos sabido organizarnos y nunca ha habido problemas. Es de sentido común. ¿qué quieres? ¿Parcelar el mar? Vai po carallo”.

¿Evitaría el civismo imponer más normas?

¿Hay una diástole para esta sístole que lleva a algunos a la ‘periferia’ de la norma? Difícil, según Ramiro: “los que hemos vivido en grandes ciudades hemos huido de ellas porque han pasado de ser un espacio de libertad a todo lo contrario, así que difícilmente volveremos, y menos a partir de una edad”.

Aparentemente hay muchas normas en EEUU, pero allí te sientes más libreRamón G. –otro conocido- es medio gallego y medio americano (se crió en Washington DC hasta los 21 años) y ha vivido dos mundos en los que el control de la norma funciona de manera muy diversa. Afirma que “aquí en España hay más normas pero la gente se las pasa por el forro. A un americano, por civismo o por lo que sea, no se le ocurriría, por ejemplo, colarse en un autobús o en el metro, o no pagar algo que está establecido... Yo he visto en mi país a granjeros que viven lejos de las carreteras principales y dejan en esas carreteras un puesto con sus productos y un bote. ¿Qué pasaría aquí si haces eso?”. Todos sabemos la respuesta. “Aparentemente hay muchas normas en EEUU, pero allí te sientes más libre”, afirma, rompiendo nuestro tópico, “empezando por cosas muy sencillas como que no tienes que ir documentado: si la policía te para les dices tu nombre y ya está, y si no les vale tienes 24 horas para aparecer con el papel que lo demuestre. Aquí te podrías pasar la tarde en comisaría”. También afirma que hay determinados temas en los que por el bien común, Europa “restringe en exceso” las libertades individuales: “Si yo quiero tener en mi casa 40 armas y soy una persona responsable, ¿por qué no voy a poder tenerlas?”. Coincide con todos los demás, eso sí, en que en los últimos 20 años –los que ha vivido en España- la libertad, o al menos la sensación de libertad “ha disminuido: simplemente por los móviles ya estás controlado, ya pueden saber donde estás. Yo intento estar fuera del sistema pero es imposible hacerlo plenamente. Por ejemplo, por cuestión de facturas, etc, me he visto obligado a tener una cuenta de banco. Yo aún recuerdo ir con mi abuela a pagar la luz en mano”.

“Empieza una época curiosa, por la crisis”, sentencia Ramiro, mientras se levanta de la mesa, “una época de confrontación con el Estado: él tratando de estafarnos más y nosotros tratando de volver a una lógica humana porque ya no queda más remedio”. Y, con calma, encamina sus pasos hacia el taller.

Gabriel, historiador de 60 años, estuvo en Tánger por primera vez hace cinco. A su regreso a su Chamberí natal, en la “populosa y desquiciante” Madrid, como él la define, percibió por primera vez algo que le cambiaría la vida. “Durante un tiempo”, cuenta, “me sentía incómodo y no sabía el porqué. La vida diaria se me hacía insufrible. Me di cuenta de que en Marruecos, bajo un régimen político menos libre y en un entorno de pobreza mucho mayor me había sentido mucho más libre personalmente. No me lo explicaba. Finalmente lo comprendí: en Madrid cada vez que sales a la calle estás sometido a dos millones de normas estúpidas; aparcar significa sortear multas, tomarte un vino en la calle es ilegal; te enciendes un pitillo y miras alrededor por si estás contraviniendo alguna ley… Te sacas la gorra y no sabes si te arrestarán por ser calvo. ¿Puedo mirar a tu hijo o me vas a pegar? ¡Hasta el paseo se ha convertido en un fluir canalizado! Vas por donde te dejan, por donde te obligan, no por donde quieres. En los parques ya no hay sombra –si la quieres, págala-, y mira los bancos de las plazas: están clavados al pavimento y cada asiento mira en una dirección distinta”.