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Haití despierta lentamente de las tinieblas
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“EN ESPAÑA PIENSAN QUE NO ESTAMOS HACIENDO NADA”

Haití despierta lentamente de las tinieblas

Puerto Príncipe sigue sumida en el caos absoluto. Una ciudad en la que es difícil imaginar un estado normal de las cosas, en la que las

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Haití despierta lentamente de las tinieblas

Puerto Príncipe sigue sumida en el caos absoluto. Una ciudad en la que es difícil imaginar un estado normal de las cosas, en la que las huellas más visibles del terremoto se entremezclan con las condiciones de vida más paupérrimas y míseras de toda América Central. Kilos y kilos de basura y desechos humeantes se almacenan por doquier uno mire entre las calles de la capital. El caos es tal que el Gobierno se ha visto obligado a prorrogar el estado de emergencia hasta finales de enero.

 

Las calles son un constante hervidero de personas. Patrullas de las Naciones Unidas, cargamentos humanitarios de prácticamente todas las ONG del mundo, periodistas de los cinco continentes y miles y miles de haitianos que han plantado allá donde han podido cuatro palos y una sábana a modo de improvisada nueva vivienda. Camino del aeropuerto, en la mediana de la carretera, un par de cadáveres ocultos bajo un trozo de tela conviven sin que a nadie parezca ya importarle su presencia allí.

La frontera con la República Dominicana, Jimani, es un auténtico cuello de botella por el que transita, a cada minuto, buena parte de la ayuda internacional que ha llegado hasta la isla vía el aeropuerto de Santo Domingo. Medio centenar de cooperantes y periodistas españoles volamos el pasado viernes hasta la capital dominicana, pero hasta el domingo por la mañana no pudimos cruzar el puesto fronterizo, impermeable para los haitianos que quieren abandonar el país. El toque de queda establecido en Haití nada más llegar y otros problemas logísticos lo han impedido. Más caos.

Una única carretera a veces asfaltada, pero convertida en su mayor parte en un tortuoso camino de cabras y mulas, es la única vía de acceso hasta Puerto Príncipe. En Jimani, un ejército de voluntarios vacuna contra el tétanos y la difteria a todo aquel que quiera entrar en el país. Incluyen también un par de pastillas desparasitarias. Junto a la frontera, en un improvisado centro de atención primaria, me encuentro de bruces con los primeros damnificados del terremoto. Se agolpan arracimados en los pasillos del edificio, sentados y tumbados por el suelo. Los más graves, postrados en media docena de camillas.

Allí están Maite Lucena y Francisco Martín, de Protección Civil de Tarragona. Llegaron el sábado con un equipo de cuatro perros expertos en encontrar a personas bajo los escombros, pero como el caos y la inseguridad son enormes, finalmente han optado por pasar revista a los contusionados enfermos. Maite es doctora especializada en traumatología, el tipo de médicos que ahora más hacen falta en el país. Acongoja pensar que el terremoto de la semana pasada dejará a toda una generación tullida, coja o manca. Por el centro de salud entra y sale quien quiere. En la sala de operaciones, en torno a cada cama y a cada herido se amontonan una decena de médicos, otros tantos voluntarios y un buen número de periodistas, fotógrafos y camarógrafos. A nadie parece importar la intimidad de los silentes damnificados. Pero ellos no se quejan. Observan todo el trasiego con la mirada perdida.

En el aeropuerto de Puerto Príncipe, los soldados americanos, armados hasta los dientes, controlan todas las entradas y salidas. Buena parte de la ayuda española de la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo) llega en el mismo avión que la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega. Los pilotos aterrizan a ojo, pues la torre de control dejó de funcionar con el seísmo.

Una patrulla de agentes de la Ertzaintza nos conduce hasta el improvisado campamento español, situado al final de la única pista de aterrizaje. Todos los cooperantes venidos desde España han establecido allí su base de operaciones. El cocinero del SUMA 112 de Madrid les abastece a base de lentejas caseras. La pamplonesa Jasone García, administradora de Cruz Roja y que lleva viviendo en Haití varios meses, me explica que toda emergencia humanitaria es compleja, pero que ésta lo es, si cabe, aún más por la complejidad para comunicarse con el exterior y porque el personal de las ONG locales o han fallecido con el temblor o han pedido ser repatriados.

La ayuda internacional parece un gigantesco dinosaurio de pies lentos, al que le cuesta arrancar, pero que en cuanto se activa resulta impresionante. En un día, la Cruz Roja española ya ha distribuido 120.000 litros de agua potable entre la población de amplios distritos de la capital. Su capacidad para suplir las necesidades más básicas de la gente se duplica cada día, conforme el equipo se va robusteciendo con nuevas incorporaciones. Su compañero Raúl Ecay, también de Pamplona, acaba de llegar con la misión de poner en marcha la Unidad de Telecomunicaciones.

Al término de la conversación llega la vicepresidenta De la Vega, que felicita personalmente a todos los compatriotas que están colaborando y les agradece, especialmente, su trabajo “eficaz, generoso y comprometido”.

-Fuera, en España, se tiene la sensación de que no se está haciendo nada –se queja amargamente Jasone.

-Hay que hacerse cargo de la situación –le responde la vicepresidenta-. Hay que entender que, aunque lo hiciéramos fenomenal, la gente está con dolor. Lo importante es trasmitirles un poco de esperanza.

Puerto Príncipe sigue sumida en el caos absoluto. Una ciudad en la que es difícil imaginar un estado normal de las cosas, en la que las huellas más visibles del terremoto se entremezclan con las condiciones de vida más paupérrimas y míseras de toda América Central. Kilos y kilos de basura y desechos humeantes se almacenan por doquier uno mire entre las calles de la capital. El caos es tal que el Gobierno se ha visto obligado a prorrogar el estado de emergencia hasta finales de enero.

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