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¡Decídelo ya! O calla para siempre
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¡Decídelo ya! O calla para siempre

Toda gran decisión en la vida y en la empresa tiene una ventana de oportunidad. Hay una fecha última en el calendario, intuitivamente clara aunque imposible

Toda gran decisión en la vida y en la empresa tiene una ventana de oportunidad. Hay una fecha última en el calendario, intuitivamente clara aunque imposible de definir exactamente, después de la cual ya es demasiado tarde.

Martín dirige desde hace treinta años un pequeño hotel fundado por su abuelo. Se trata de un edificio histórico lleno de encanto y de ese lujo europeo casi extinguido al que acuden turistas de todo el mundo. O más bien, acudían.

La crisis mundial ha descartado a una parte de sus huéspedes internacionales, y la nacional está eliminando poco a poco las visitas de los políticos y grandes empresarios de antes. Pero la estructura de costes de Martín no baja, y el coste de reducir su plantilla de más de veinte años de antigüedad parece ser prohibitivo.

Hace más de un año que Martín se debate ante una enorme decisión: pedir un préstamo millonario para despedir a parte de su plantilla y hacer sobrevivir su negocio. Endeudado, sí, pero vivo. También podría vender o buscar un inversor, si bien esto requeriría reestructurar sí o sí.

Martín sabe que debe tomar una decisión y hacer algo, pero se deja marear por las prisas del cotidiano y sueña con que las ventas remontarán sin que tenga que hacer nada.

En realidad el dilema de Martín no es muy diferente del clásico reto evolutivo de huir o pelear. Ante un león que probablemente te pegue un par de bocados, tienes que elegir entre atacarlo o salir huyendo, aunque sea con una sola pata.

Pero a diferencia del instinto que mueve a los animales a elegir una de las dos alternativas casi de modo inmediato, el hombre moderno se bloquea en un debate consigo mismo sobre los pros y contras. Cuantos más datos y variables compongan el análisis, más fácil es perderse en el debate. Hasta que llega la fecha límite en la que se convierte en esclavo de la decisión de otro o de otros.

Alguien me dijo una vez que ser adulto era desear todos los días que alguien tomase tus decisiones por ti. Cuando nos enfrentamos a decisiones cruciales en nuestros negocios, el miedo a equivocarnos nos devuelve a una respuesta emocional infantil, aunque las patas de gallo y las canas se nieguen a confesarlo.

Seguro que muchos lectores están muy satisfechos consigo mismos en este momento, leyendo mi columna mientras se regodean de no sufrir este defecto y sienten compasión por algún amigo o compañero que, débil él o ella, tiene exactamente este problema.

Muchos directivos y empresarios presumen ante sí mismos de tener la mente muy bien amueblada y de no caer nunca en el pánico. Quizás el mayor engaño que nos aporta nuestro sofisticado córtex cerebral, ricamente tallado para acomodar nuestra compleja cognición, es que nos desconecta de lo feo y nos esconde de la verdad a golpe de lógica intelectual.

A todos nos toca conectar con el miedo antes o después en la vida, tanto en pequeñas dosis frente a los accidentes cotidianos, como en  grandes inyecciones ante retos terribles como el de Martín. Cuanto más nos dejamos coquetear con el pánico, mejor aprendemos a soportarlo, y con el tiempo, a domarlo.

Precisamente estos valientes empresarios, que tan bien se esconden de sus miedos con chulesco raciocinio, son los primeros en bloquearse al primer gran desafío vital. De repente se quedan parados, espantados, de piedra, contemplando los riesgos derivados de la decisión de cerrar un mercado. Mes tras mes. Hasta que hunden la empresa por falta de cash.

Mi provocación de esta semana queda, pues, servida: ¿Qué grandes decisiones están pendientes en tu vida? Sean laborales o personales, es probable que haya más de un aspecto inconcluso que espera bajo la almohada a que le hagas un poco de caso.

Analiza cuál es el peor resultado posible de cada uno de estos dilemas y elabora los escenarios de sus consecuencias. Déjate pensar en qué tendrías que hacer y qué perderías si aconteciese lo peor. Escribe las sensaciones que te recorren el cuerpo al pensarlo.

Piensa también en los costes que pagas por no cerrar la decisión. Tanto los extras mensuales que sigues teniendo que pagar, como las oportunidades a las que renuncias por no decidirte antes.

Si todos nos parásemos a pensar en nuestras decisiones pendientes y resolviésemos lo importante antes que seguir mareando lo urgente, probablemente esta crisis en ‘L’ se parecería más a una ‘V’.

Toda gran decisión en la vida y en la empresa tiene una ventana de oportunidad. Hay una fecha última en el calendario, intuitivamente clara aunque imposible de definir exactamente, después de la cual ya es demasiado tarde.