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La única vida que de verdad merece la pena ser vivida
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LA HISTORIA DE UN HÉROE DE BARRIO

La única vida que de verdad merece la pena ser vivida

La pregunta sobre por qué ayudamos a los demás ha tenido muchas respuestas a la largo de la historia, pero ninguna de ellas ha solucionado el

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La única vida que de verdad merece la pena ser vivida

La pregunta sobre por qué ayudamos a los demás ha tenido muchas respuestas a la largo de la historia, pero ninguna de ellas ha solucionado el enigma. En la mayoría de los casos, no produce ningún beneficio material, o el agradecimiento que podría esperarse no llega o la persona que se sacrifica por los demás no siempre termina en buen lugar. Y sin embargo, hay muchos hombres y mujeres lo siguen haciendo, casi de modo compulsivo. No sabemos qué les motiva a entregar ese tiempo que no tienen a gente a menudo desconocida, y a dejarse parte de su salud emocional y física al implicarse en vidas ajenas.

Pedro era uno de ellos, una persona ligada a esos colectivos católicos que proliferaron en las parroquias. Pedro era hijo de otra época, aquella en que la gente que emigraba de los pueblos prolongaba en los nuevos barrios ese sentimiento de comunidad en el que se habían criado. Quienes vivían allí terminaban por conocerse, por tener conversaciones habituales en las noches veraniegas, por compartir espacios de juegos infantiles y de ocio adulto. Ese mundo, ya prácticamente perdido, tenía algunos núcleos que le daban cohesión. La parroquia a la que acudía regularmente Pedro era uno de ellos.

Pedro no era conocido más allá de su barriada, una de esas personas que se integran bien en un paisaje anónimoEl barrio de Pedro lo pasó mal a finales de los 70. Fueron años complicados, porque junto con la crisis económica y a las elevadas tasas de paro, la droga apareció para cobrarse las vidas de quienes una vez fueron niños que jugaban al balón por las calles. Muchos hijos y nietos del barrio vieron prematuramente quebrada su existencia, a veces a causa de una adicción devastadora, a menudo porque ese tipo de vida se cobraba la suya. Pero Pedro, y otras personas como él, estuvieron a su lado siempre que pudieron. Les ayudaron, les consolaron, a ellos y a sus familias y les prestaron ese apoyo emocional o de recursos que tan necesario les resultaba. Pedro, además, sacaba tiempo para apoyar a aquellas personas a las que la vida había dejado solas, enfermos que estaban en hospitales o en casas y no tenían a nadie, personas mayores que vivían solas.

Pedro no era conocido más allá de su barriada, una de esas personas que se integran bien en un paisaje anónimo. Nunca tuvo dinero (nunca accedió a ese nivel de ingresos que nuestra sociedad llama tener dinero) y el poco del que dispuso lo empleó en su familia. Tampoco fue alguien importante, en el sentido de que no gozó de honores ni de reconocimientos provenientes de institución alguna. Pedro no está vivo ya, pero no podemos decir que no haya dejado huella en este mundo.

Como afirma uno de sus hijos, Pedro siempre ayudó a los demás, probablemente la única cosa que merece la pena en esta vida. Tampoco puede afirmar si le fue mejor o peor por tener esta clase de valores, “pero el día en que murió, hace pocos años, a su entierro vino un montón de gente, un montón de personas que no conocía de nada, que no les había visto en mi vida. Y a mí, eso me emocionó mucho”.  

La pregunta sobre por qué ayudamos a los demás ha tenido muchas respuestas a la largo de la historia, pero ninguna de ellas ha solucionado el enigma. En la mayoría de los casos, no produce ningún beneficio material, o el agradecimiento que podría esperarse no llega o la persona que se sacrifica por los demás no siempre termina en buen lugar. Y sin embargo, hay muchos hombres y mujeres lo siguen haciendo, casi de modo compulsivo. No sabemos qué les motiva a entregar ese tiempo que no tienen a gente a menudo desconocida, y a dejarse parte de su salud emocional y física al implicarse en vidas ajenas.