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colosos de la flota imperial

Los épicos (e inútiles) submarinos-portaaviones con los que Japón quiso volar el canal de Panamá

Uno de los planes de Tokio contemplaba atacar las esclusas de Gatún para obstaculizar el tránsito de la flota estadounidense entre el Atlántico y el Pacífico. Pero se construyeron muy pocos, muy tarde y muy pesados

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Texto Juanjo Fernández
Edición Kike Andrés Pretel
Formato Marina G. Ortega | Emma Esser
Desarrollo María Mateo
Fotos Wikimedia

acía varias horas que el teniente Sueo Takano estaba despierto y preparado cuando, al filo de las 02:30 de la madrugada, el enorme submarino I-400 emergió apenas iluminado por el brillo de la luna llena. La actividad en cubierta se volvió frenética mientras los tripulantes se afanaban en sacar y desplegar el primer gran hidroavión Seiran. La idea era que Takano y su compañero, el alférez Kazuo Takahashi, despegaran los primeros. Habían preparado todo al milímetro. En unos minutos, su aeronave sería lanzada cargada con una bomba de 800 kg. Poco después saldrían los siguientes, así hasta reunir una fuerza de 10 aviones con una misión casi imposible: atacar las esclusas de Gatún y hacer saltar por los aires el canal de Panamá.

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El pequeño relato que acaban de leer nunca tuvo lugar, pero todo en él es cierto. Los nombres de los pilotos, el gigantesco sumergible repleto de hidroaviones y la descabellada misión de atacar el paso marítimo centroamericano para cerrar el paso a los buques de guerra estadounidenses en plena Segunda Guerra Mundial. Todo estuvo preparado y a punto de recibir luz verde, pero, como tantas ideas de los japoneses en la contienda, quedó en nada. La idea sonaba tan alocada que los norteamericanos la daban por descartada. Sin embargo, pudo haberse realizado. E incluso tener éxito. Pero quizá sea mejor empezar por el principio.

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Durante la Segunda Guerra Mundial, la Armada Imperial japonesa recibió una avalancha de cometidos que excedían con creces sus capacidades, tanto por los limitados recursos estratégicos disponibles —especialmente el petróleo— como a la imposibilidad material de poner en servicio un elevado número de unidades navales.

Por ello desarrolló una poderosa flota de cruceros y destructores, pero se equivocó del todo en su programa de portaaviones —comprendieron demasiado tarde que era el buque del futuro— y acorazados, pues se empeñaron en malgastar unos vitales recursos en la construcción de los mayores acorazados de la historia, el Yamato y Mushashi, obcecados con esa épica batalla decisiva donde la fuerza de sus cañones se impondría a la de sus enemigos.

En paralelo, Tokio desarrolló una flota de sumergibles dotada de grandes navíos, necesarios para patrullar por el inmenso Pacífico, junto a otros muy pequeños para ataques en puertos. Es probable que este capítulo de la guerra naval sea de lo más desconocido de la contienda, salvo por algunos detalles menores, como los famosos minisubmarinos suicidas (Kaiten, Kooyoteki, etc.). Pero, de todos los ingenios navales que ideó el Imperio japonés para dominar los mares, ninguno es más alocado y peculiar que el I-400. Conozcan a los submarinos-portaaviones.

La poderosa armada imperial

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submarinoacorazado clase takao
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submarinotorpedos

Conozcan a los submarinos-portaaviones

La serie I-400 fueron los sumergibles más grandes desarrollados durante la contienda mundial. Este enorme tamaño tenía como objetivo albergar un hangar estanco con espacio para transportar hasta tres hidroaviones. Una capacidad con pocos precedentes y que apenas ha sido utilizada puntualmente en algunos ejemplares británicos, italianos o franceses. Y, en todos esos casos, esos diseños solo permitían llevar un pequeño avión a bordo con fines de reconocimiento.

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Este insólito submarino fue la materialización de uno de los sueños del más famoso y cualificado de los marinos japoneses, el almirante Isoruku Yamamoto, líder de la Flota Imperial. La mente privilegiada de Yamamoto ha sido reconocida por historiadores y expertos militares. Todas sus promesas se cumplieron, al igual que todas sus predicciones de un Japón caminando hacia un desastre inexorable. Nadie le escuchó cuando avisó de que, si Estados Unidos entraba en la guerra, Japón podría atacar con éxito durante uno o dos años a lo sumo, pero luego sería incapaz de hacer frente a la potencia industrial norteamericana.

Una de sus obsesiones era la de llevar la guerra a Estados Unidos, consciente de que era solo cuestión de tiempo que estos llevaran el conflicto a su país. Quería jugar psicológicamente con la población norteamericana, hacerle sentir la guerra en sus propias costas y desmovilizar al enemigo. Como esto era imposible de hacer con unidades de superficie, ideó una nueva arma: un gran submarino dotado de una autonomía tal que fuera capaz de recorrer tres veces la costa oeste norteamericana sin repostar y transportar un mínimo de dos aviones con capacidad para lanzar bombas de 1.000 libras.

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Los estudios comenzaron en 1942 y dieron como resultado un navío inédito: una autonomía de 37.500 millas (casi 70.000 km) que le habrían permitido dar más de una vuelta y media al mundo sin repostar, y capacidad para transportar tres aviones diseñados ex profeso. Había nacido el I-400. 

Ahora venía el reto de pasar del papel al astillero, un desafío de ingeniería sin precedentes para los japoneses. Los submarinos clásicos se construían con un casco resistente (el interior) prácticamente circular y se conseguía la estabilidad a base lastrar el fondo ubicando allí los elementos más pesados, máquinas y baterías. Pero el I-400 no podía ser simplemente un diseño estándar agrandado, ya que debía acoger un gran hangar circular donde almacenar los aviones, así como de una rampa con catapulta para su lanzamiento. También una grúa plegable para recuperar los aviones una vez regresaban de su misión.

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Todo esto condicionaba la estabilidad. Estas pesadas estructuras, más su gran vela, debían estar en la parte superior para ser útiles. La solución se logró con un innovador diseño de doble casco circular en paralelo, lo que hacía que las secciones centrales tuvieran forma de ocho tumbado. Para hacerse una idea, era casi como si se acoplaran dos submarinos uno al lado del otro.

Esto dio lugar a unas exageradas dimensiones. Su peso, con 122 metros de eslora y un brutal desplazamiento de más de 6.500 toneladas en inmersión, contrasta con las apenas 2.400 toneladas de desplazamiento de los estadounidenses clase Gato, que eran hasta la fecha los mayores construidos por EEUU y diseñados para operar en el Pacífico. Para hacerse una idea de su descomunal tamaño se puede comparar con las 10.000 toneladas de desplazamiento de un crucero pesado o las menos de 5.000 de un crucero ligero.

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Pero si su diseño fue emblemático, sus cualidades navales eran mediocres. Su gran tamaño les hacía difíciles de controlar, mientras que la disposición del hangar y las superestructuras obligaron a un diseño asimétrico que hacía difícil mantener un rumbo estable. También eran lentos a la hora de sumergirse, su cota de inmersión apenas llegaba a los 100 metros y su habitabilidad era pésima.

Submarinos desarrollados durante la II Guerra Mundial

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Submarino alemán tipo VII

Modelo más usado por Alemania durante la II GM

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Submarino estadounidense tipo Gato

Modelo más usado por Estados Unidos durante la II GM

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Submarino japonés I-400

Modelo de submarino más largo durante la II GM

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Submarino estadounidense tipo Gato

Modelo más usado por Estados Unidos durante la II GM

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Submarino japonés I-400

Modelo de submarino más largo durante la II GM

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Submarino estadounidense tipo Gato

Modelo más usado por Estados Unidos durante la II GM

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Submarino japonés I-400

Modelo de submarino más largo durante la II GM

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Los hidroaviones fueron también diseñados enfocados a estos sumergibles. Se trataba del Aichi M6A Seiran, un aparato biplaza que, al contrario que su nave nodriza, resultó bastante bueno. Contaba con una autonomía elevada para la época (unos 1.500 km), muy veloz y de gran tamaño, más de 12 metros de envergadura. Los aparatos se encontraban estibados y parcialmente desmontados en el interior del hangar, cuyo diámetro quedó condicionado por la hélice, el único elemento que no se podía plegar.

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Hidroavión Aichi M6A

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Para su operación debían ser sacados al exterior y preparados para el vuelo, operación relativamente compleja que constituía la parte más delicada de la misión del submarino. El tiempo era un factor clave, pues, en superficie y en plena faena, el navío era muy vulnerable. Por ello se recurrió a otra idea genial (esta vez tomada prestada de sus aliados alemanes) que consistía en reducir el tiempo para el calentamiento del motor de los aviones casi a cero. Para ello se inyectaba aceite y agua ya precalentados, por lo que la aeronave podía lanzarse nada más acabar su montaje. Con el adiestramiento adecuado, toda la operación se podía hacer en menos de 15 minutos.

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Misión: cambiar el rumbo de la guerra

Los gigantes submarinos ofrecían alternativas bélicas interesantes para los planes de Yamamoto, que pidió una flota de 18 unidades. Pero su éxito operativo fue nulo y sus capacidades desperdiciadas. Aunque solo se llegaron a construir tres ejemplares, el alto mando japonés llegó a planificar una serie de ataques sobre ciudades costeras estadounidenses (algunos contemplaban el uso de armas bacteriológicas). Al final, estos planes fueron descartados ante una opción mucho más radical y ambiciosa: atacar el canal de Panamá.

La idea era mandar los dos I-400 disponibles (I-400 e I-401, pues el I-403 se completó al final de la guerra y no llegó a entrar en acción), más dos submarinos adicionales que estaban en construcción (el I-13 e I-14) y que podían ser modificados para llevar dos aviones Seiran cada uno. Con ello se podía atacar con una fuerza de 10 aviones, dos de ellos armados con torpedos especiales para usar contra las esclusas del canal y el resto con bombas de 800 kg.

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Se desconocen las variantes tácticas del plan japonés, pero hay varias hipótesis. Primero, los submarinos debían navegar casi dos meses para acercarse a Panamá, lejos de las rutas controladas por los norteamericanos. Una vez allí, había dos grandes opciones. La más directa era atacar las esclusas de Miraflores (en el lado del Pacífico): los submarinos emergerían a unos 180 km de la costa de Ecuador, una distancia segura, y atacaban aprovechando la gran autonomía de los Seiran.

Y otra más peligrosa, pero más destructiva, que era atacar las esclusas de Gatún (en el lado Atlántico), lo que obligaría a los submarinos a acercarse al golfo de Panamá. Los aviones partirían sin sus flotadores, por lo que al regreso debían intentar amarar cerca de los buques para que sus pilotos fueran rescatados. Esto aumentaba la autonomía y velocidad de los aviones, pero los hacía irrecuperables. Esta fue la alternativa elegida por los japoneses.

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Ruta

Aproximadamente 21.000 km de distancia, el equivalente a 2 meses de navegación

Ruta alejada del control de los americanos

Fuerza de ataque

Submarinos I-400, I401, I-13 e I-14

ataque

Planeado a partir de julio de 1945

Ataque 1

ruta

Aproximación más directa

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objetivo

Objetivo menos defendido y más fácil de atacar

Ataque 1

ataque

Los submarinos emergerían a una distancia segura: 180 km de la costa de Ecuador

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Atacarían aprovechando la gran autonomía de los aviones Seiran

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AVIONES SEIRAN ELEGIDOS PARA EL ATAQUE AL CANAL DE PANAmÁ

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Único ejemplar del Hidroavión Aichi M6A Seiran que se conserva en el mundo, perfectamente restaurado. Se encuentra en el Steven Udvar-Hazy Center, Smithsonian Museum, cerca de Dulles (Virginia, EEUU)

Ataque 2

ruta

Ruta más larga, arriesgada y destructiva

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Ataque 2

ataque

Esta ruta obligaba a la aproximación por la costa norte de Panamá para atacar por sorpresa

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Tras el ataque, los aviones Seiran se posan en el agua cerca del submarino para que los pilotos sean rescatados

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Ataque 2

ruta escogida

Elegida porque la reparación de las exclusas era más complicada. Finalmente la operación no llegó a realizarse

Sin embargo, la misión sufrió continuos retrasos y nunca recibió luz verde. Cuando se perdió Okinawa, y poco se podía hacer. La misión se canceló finalmente y los submarinos, tras asignarles otras misiones que tampoco se llegaron a realizar, se rindieron en aguas japonesas. La misión era en extremo ambiciosa y difícil, pero en ningún caso hubiera decidido el curso de la guerra. El factor tiempo era clave y, de haberse llevado a cabo con éxito en 1942 o 1943, hubiera supuesto un importante revés para la flota estadounidense. Pero en 1945, con la marina norteamericana campando a sus anchas por el Pacífico, los seis meses que hubieran tardado en reparar el canal apenas habrían supuesto una molestia incómoda.

Así, los colosales I-400, símbolo del poderío militar del imperio japonés y llamados a cambiar el rumbo de la contienda, acabaron como un curioso pie de página en los libros de la Segunda Guerra Mundial.