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Un pueblo condenado

Llegó con la lluvia

David Mahama vivía en una de las mejores casas del barrio de Owino Uhuru, en Mombasa. Exportuario retirado, consiguió una parcela generosa en un lugar privilegiado, con un patio en el que las gallinas se criaban solas y donde quedaba espacio para hacer tertulias con los vecinos.

Al fondo, David levantó una casa con sus manos, ramas, barro y planchas de hierro, donde las gotas golpeaban como picotazos de cuervo en la estación húmeda. Pero eso nunca le molestó. La lluvia no era obstáculo para ir a tomar té y chapati (tortas de maíz) a la plaza, pasear por las callejuelas, esquivar las carreras de los niños entre los bananos o, simplemente, ver la televisión. Como a cualquier keniano, el mal tiempo no alteraba su rutina.

Pero, un día, la lluvia cambió. David junta las palmas y tiende los brazos al aire. "El agua te picaba en la piel", explica, mirando al techo. Hace unos meses, el viejo tuvo que cambiar las hojas de hierro corrugado que cubrían su chabola. "Las otras se habían corroído. Fue la lluvia", recuerda acodado en un sillón verde que el calor y la costumbre han cincelado con la forma y dimensiones de su trasero.

Siete años después, David apenas puede caminar. "Mira, mira", dice mostrando unas radiografías. Los rayos X revelan que tiene un cuerpo extraño alojado en su cadera. Dice que necesita una operación que no se puede pagar. El viejo cojea hasta la puerta para despedirse. Señala su antigua casa, arruinada, compartiendo pared con el muro de una fábrica abandonada. Su patio está vacío.

Las gallinas empezaron a morir

Anastacia Nambo las perdió todas, y después vio cómo los árboles se secaban, cómo la alfombra de hierba que abrazaba las chabolas se iba haciendo gris. Hoy, presume de tener el único ejemplar vivo de toda la comunidad, al que protege con un neumático de camión. Acaricia a "Daisy", un arbusto de medio metro, como si fuera uno de los perros que hace años deambulaban por aquí. Al lado, un criadero de conejos guarda polvo y silencio. "Se han muerto también", lamenta.

Después, fueron los niños

Enfermaron uno tras otro, se quedaron sin ganas de salir a jugar, incapaces de sumar dos más dos en el colegio. "Ibas a Owino Uhuru y la mitad de los niños estaban en casa porque se encontraban mal", explica Phyllis Omido, que trabajaba en una planta industrial que empleaba a mucha gente del slum.

Siguieron sus madres. Algunas tuvieron dos, tres y hasta cuatro abortos involuntarios. A Elizabeth la abandonó su marido porque no podía quedarse embarazada durante mucho tiempo. Ella le defiende: "¿Para qué sirve una mujer que no puede dar hijos?".

Los niños que nacían no eran normales. A Philomon le creció una piel rugosa y plateada a las pocas semanas de vida. El pequeño, que ahora tiene tres años, exhibe con timidez las marcas de su cráneo y sus piernas, mientras su madre lo arrulla. "Es uno de los últimos estadios", sentencia Maxwell Dedeya, un residente de Owino Uhuru que también tiene una hija enferma.

Después, fueron los niños. Enfermaron uno tras otro, se quedaron sin ganas de salir a jugar, incapaces de sumar dos más dos en el colegio

Durante un tiempo, pensaron que Dios les estaba castigando, que les había enviado una plaga que se expandía por el riachuelo del que bebían los animales y las personas, que había marchitado la fertilidad de su tierra y sus mujeres, que ensuciaba la lluvia, que les clavaba agujas en el pecho cuando se despertaban por la mañana.

Entonces murió Karissa Charo. Se desmayó mientras trabajaba, en una planta de reciclaje de baterías situada a la entrada del barrio. Los doctores no sabían qué le pasaba. No era malaria, ni fiebre tifoidea ni ninguna otra enfermedad conocida. Así que no pudieron hacer nada por él y murió a los pocos días.

Fue entonces cuando Phyllis Omido, que había trabajado durante como consultora medioambiental en esa misma fábrica, puso nombre al fantasma que estaba arrasando Owino Uhuru: "Es el plomo".

Fotos: © Timothy Mwaura, Roots of Africa y Javier Marín
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Intoxicados por plomo

Owino Uhuru fue envenenado por una fundición de plomo.

La planta, operada por la compañía india Metal Refinery EPZ, extraía el plomo de baterías de automóviles usadas. Su edificio está literalmente pegado a Owino Uhuru, un barrio chabolista de 3.000 habitantes. Está en Mombasa, el gran puerto de Kenia y del este de África, una fuente incesante de barcos mercantes y camiones desvencijados. La goma quemada, los vapores de la gasolina adulterada y el rugido de motores desahuciados envuelven la entrada de este slum, crecido en los márgenes de la única carretera hacia Nairobi, justo en el corazón industrial de la ciudad costera.

Hace tiempo, al franquear el umbral de la comunidad de favelas, la polución se disolvía en cañas de azúcar, frutales y lomas tropicales, pero todo empezó a cambiar en 2007.

La planta de reciclaje de baterías comenzó a operar sin licencias ambientales, con vertidos incontrolados al agua y el aire de la comunidad. Los vecinos chocaron entonces con un problema mayor que el de subsistir con un euro y medio al día: salvaguardar su salud y sus medios de vida.

El plomo es uno de los metales más tóxicos del planeta. Tiene graves -aunque a veces invisibles- consecuencias para la salud, inhalado o ingerido a través del agua, la comida, el polvo o la tierra, la vía de intoxicación más frecuente en los niños. Daños cerebrales, reducción del coeficiente intelectual, problemas de comportamiento, anemia, retraso en el crecimiento, daño renal, problemas digestivos, reproductivos y, en algunos casos, la muerte.

En Owino Uhuru ya se ha cobrado la vida de al menos 15 personas, aunque la exempleada de Metal Refinery Phyllis Omido habla de hasta 30 víctimas más, a quienes las autoridades rechazaron hacer autopsias para comprobar si tenían plomo en la sangre. Las mujeres han sufrido centenares de abortos. A sus niños les cuesta aprender más de lo normal, sus hombres son estériles. A unos les ha dejado de funcionar el riñón, a otros les han crecido tumores.

El plomo es uno de los metales más tóxicos del planeta. Tiene graves y a veces invisibles consecuencias para la salud

"No se ha establecido un nivel seguro de exposición", según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), que reconoce que el plomo comienza a ser nocivo a partir de niveles de concentración en sangre de 10 microgramos por decilitro (µg/dL).

Irini Akinyi tiene 24 años, un bulto de unos cuatro centímetros en su cuello y ampollas en las manos. Lavaba en el río la ropa de su marido, un empleado de la fábrica. Su nivel de plomo en sangre es de 420 microgramos por decilitro (µg/dL).

La historia de Owino Uhuru es solo una más de las que glosan los efectos devastadores del plomo en tierra africana. La Organización Mundial de la Salud (OMS) tiene constancia de tres grandes episodios de envenenamiento masivo por plomo en el continente. El mayor de ellos ocurrió en 2010 en el estado nigeriano de Zamfara, donde 183 personas murieron intoxicadAs en una mina ilegal. En Senegal han perdido la vida 30 niños que desmontaban baterías en talleres clandestinos. En Angola hubo otra intoxicación masiva en 2012, pero sus consecuencias son "desconocidas" para la OMS.

Varias ONG han confirmado el rastro mortífero del plomo también en Ghana, Tanzania, Zambia y Kenia, pero se sospecha que los episodios de envenenamiento son mucho mayores, ya que el reciclaje de baterías se practica en todos los países africanos a nivel doméstico, confirman desde el PNUMA.

"Resulta lógico hacerlo", explica el científico medioambiental Simba Tirima, profesor de la Universidad de Idaho (EEUU). Las baterías de plomo son una fuente fácil de ingresos para la mano de obra poco cualificada, que opera en un limbo legislativo. Pero los peligros del plomo acechan más allá de África: en Asia, Sudamérica e incluso Estados Unidos.

Gráfico: Wizible
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Un metal maldito

España pasó de ser el primer productor de plomo del mundo, a principios del siglo XX, a dar sus minas por agotadas en la década de los noventa. Veinticinco años después, es el tercer país europeo en volumen de producción, el duodécimo a nivel mundial.

¿El secreto?: Las baterías de automóviles, la mina de plomo más grande del mundo.

Gráfico: Wizible

El 75% de la producción mundial de este metal se emplea de forma endogámica en los coches. El plomo tiene un uso casi infinito y por ello algunos países, como los de la Unión Europea, reciclan el 95% de las baterías usadas para extraerlo e inyectárselo a las de nueva fabricación. Lo hacen siguiendo estrictos controles en el tratamiento de residuos peligrosos, porque el plomo, empleado hasta hace poco en pinturas y gasolinas, es nocivo para la salud. "Es un metal maldito", admite el secretario de Unión de Industrias del Plomo (UNIPLOM), José Luis Vicente.

Sin embargo, la elevada producción del sector del automóvil -que tiene un peso capital en Alemania, Italia o España- requiere más plomo para sus baterías del que es capaz de aportar el proceso comunitario de reciclaje, por lo que acude cada vez con mayor frecuencia a los mercados exteriores, y cada vez con mayor recurrencia al continente africano.

Gráfico: Wizible

Según los datos de UNIPLOM de 2012, Nigeria se ha convertido en el segundo proveedor de España (22,3% de las importaciones), seguido de Costa de Marfil y Ghana. En 2014, la UE importó 9.093 toneladas de este último país, 5.514 de Nigeria y 4.163 del Congo. Y en todos estos países, las baterías se desmontan con las manos desnudas en los patios de las casas o en fábricas que emiten partículas de plomo en humo sin filtrar y vierten los residuos a los riachuelos, junto a chabolas y colegios donde los niños juegan descalzos. En África apenas hay normas que protejan la salud y el medio ambiente. Hay enfermos y hay muertos por el plomo, algo que Europa dejó de suceder hace tiempo.

El centro de investigación alemán Okö-Institut ha visitado varias fundiciones de Ghana que incumplen todas las normas. Allí han muerto operarios intoxicados y también responsables medioambientales, asesinados por denunciar las malas prácticas. Algunas de estas empresas exportan gran parte de su producción a España o Italia.

Foto: © Javier Marín

"Mientras que las baterías se reciclan de forma segura en las economías industrializadas, las condiciones son alarmantes en países como Ghana, Camerún, Kenia o Indonesia. La exposición al plomo alcanza niveles letales para la vida", asegura Andreas Manhart, investigador del instituto alemán.

Apenas hay demanda industrial para el plomo en África, por lo que el reciclaje tiene como principal destino la exportación, a Europa o Asia.

“Este plomo acaba en las baterías de nuestros coches. La industria del automóvil europea está haciendo la vista gorda en sus cadenas de suministro", advierte Manhart.

Este plomo acaba en las baterías de nuestros coches. La industria del automóvil europea está haciendo la vista gorda en sus cadenas de suministro

El comercio de lingotes de plomo con estos países se ampara en una pirueta legal. El Convenio de Basilea considera un residuo peligroso las baterías de coche y prohíbe su exportación de fuera de la OCDE. Sin embargo, el comercio de plomo extraído de estas baterías se considera como “producto”.

"Los lingotes de plomo se definen como mercancías y no residuos. Por lo tanto, no están cubiertos por el Convenio de Basilea", aclara el investigador. Si los lingotes son reconocidos oficialmente como plomo reciclado y el receptor no pone en duda su estado, pueden cruzar las puertas de la UE como "un producto", no como residuos, explican fuentes de la CE.

Vicente, de UNIPLOM, reconoce que en el sector hace falta una mayor responsabilidad social. "Hay mucho cinismo. Aquí, todo el mundo cumple con las normas pero fomenta que se ensucie el país de al lado", añade. Aunque “al lado” quede a 6.000 kilómetros de distancia.

Foto: © Roots of Africa
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Una voz inesperada

"Cuando llevaba tres meses trabajando, King cayó enfermo. Tenía fiebre muy alta y diarrea constante. Estaba muy asustada. Las pruebas de la malaria dieron negativo, las de la fiebre tifoidea también...".

La vida de Phyllis Omido dio un vuelco en un hospital de Mombasa. Los médicos pasaron semanas intentando diagnosticar la enfermedad de su hijo King David, que en 2009 tenía 2 años. Al cabo de un mes, recibieron la visita de un viejo amigo. Sus palabras salvaron al niño, pero desataron un vendaval: "¿Has pensado en la posibilidad de que sea una intoxicación por plomo?".

Phyllis, madre soltera, trabajaba como consultora medioambiental para la planta de reciclaje de baterías de plomo Metal Refinery. King le acompañaba a la oficina siempre que no podía pagar una niñera. Al poco de empezar a trabajar, descubrió que la compañía no tenía licencia ambiental porque su ubicación, pared con pared con las viviendas de Owino Uhuru, era ilegal. Phyllis aconsejó que reubicaran la planta, pero la ignoraron. Después, su hijo enfermó.

"Fui yo quien le hizo caer enfermo", recuerda. Lloró durante semanas, pero le pudo más el enfado. Dejó el trabajo y se convirtió en activista.

Phyllis, madre soltera, trabajaba como consultora medioambiental para la planta de reciclaje de baterías de plomo Metal Refinery. King le acompañaba a la oficina siempre que no podía pagar una niñera

Hacía tiempo que algo no iba bien en Owino Uhuru. Los vecinos le habían contado que no podían respirar por el humo de la fábrica, que los animales se morían y los niños se comportaban de forma extraña. Cuando averiguó lo que pasaba, les explicó que les estaban envenenando.

Phyllis inició una campaña en la que implicó a gran parte de la comunidad para pedir el cierre de la fábrica. Tras estériles visitas a las autoridades medioambientales, promovió una manifestación en abril de 2012 que terminó con ella y 16 vecinos en la cárcel al tiempo que la Policía asaltaba el slum.

"Son gente muy pobre, que gana 200 chelines al día (menos de 2 euros) y tienen familias que alimentar. Y ellos les respondieron entrando en sus casas y tirando su comida", lamenta.

Un año más tarde, los residentes volvieron a la carga bloqueando la carretera de Mombasa a Nairobi para exigir que cerraran la planta. Y lo lograron...durante solo tres semanas.

Foto: © Javier Marín

Tras la reapertura, a Phyllis solo le quedaba la vía legal, que dio pronto sus frutos: una ley prohibía el comercio de plomo fuera de la Comunidad del Este de África, aunque ninguna fundición en Mombasa la respetaba.

Tras cinco años de lucha, a principios de 2014, el nombre del hijo de Phyllis fue profético: La madre de King David (Rey David, en inglés) y la comunidad de Owino Uhuru venció a Goliat, al corrupto Gobierno keniano, a la imposibilidad de cualquier reivindicación ciudadana en un país socialmente amordazado y a las chimeneas de la fundición, que se apagaron hasta hoy.

En abril de 2015, Phyllis recibió el prestigioso premio de la Fundación Medioambiental Goldman de EEUU, que reconoció la labor de quien hoy se encuentra al frente del Centro por la Justicia, la Gobernanza y la Acción Medioambiental (CJGEA).

Pero la batalla no está ganada. El suelo y el agua siguen contaminados y la gente de Owino Uhuru no puede pagar las medicinas que necesita. Ahora llaman a las puertas de la justicia keniana, ante la que Phyllis ha llevado la mayor denuncia civil de su historia, con 300 individuos personados. Será un nuevo asalto a la altura del mito, el de la "Erin Brochovich" africana.

Foto: © Roots of Africa
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Una realidad evitable

Sobre el mapa del mundo, toda la polución que genera el reciclaje de las baterías de coche se acumula en el sur: Sudamérica, el Sudeste Asiático y África. Las industrias y talleres más contaminantes del planeta proliferan en la impunidad legal de estas latitudes.

En África, únicamente Senegal ha decidido regular la extracción de plomo de estos acumuladores. En Thiaroye-sur-Mer, un suburbio de Dakar, los niños desmontaban baterías en los patios de sus casas, en chanclas, con sus manos. La muerte de 18 de ellos por intoxicación aguda impulsó la única norma que, a día de hoy, impone estándares europeos al sector en un país subsahariano.

"Es un problema muy predecible. La intoxicación por plomo ha sido muy estudiada y sabemos muy bien cómo enfrentarnos a ella. En Kenia, y en todo el mundo, se puede evitar", subraya el científico medioambiental y profesor de la Universidad de Idaho (EEUU) Simba Tirima.

Foto: © Tim Mwaura

Varias ONG trabajan en la actualidad para pedir a la Asamblea de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEA) que impulse la regulación del reciclaje de baterías, en la senda de las aclamadas iniciativas que han eliminado el plomo de la gasolina y la pintura en casi todos los países del mundo.

Sin embargo, la UNEA solo recibirá el mandato sobre el reciclaje de las baterías "si los países lo piden", explica el experto en Químicos y Residuos del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) Abdouraman Bary. Incluso entonces, la aplicación de sus recomendaciones dependerá de la voluntad de los gobiernos africanos, debilitada por el enorme peso que la economía sumergida en sus países.

"El problema es que el reciclaje de plomo es un negocio lucrativo, incluso más lucrativo para las compañías que no realizan ningún gasto en medidas de seguridad y protección", subraya el investigador Andreas Manhart, del centro alemán Öko-Institut.

El reciclaje de plomo es un negocio lucrativo, incluso más para las compañías que no realizan ningún gasto en medidas de seguridad y protección

Allí donde no se cumplen las normas de seguridad ni se aplican las leyes, se inicia una carrera hacia el abismo: las empresas con estándares más bajos son las que más beneficios obtienen y desplazan al resto del mercado, apunta Manhart.

En un mundo donde el reciclaje de las baterías tenga una regulación internacional clara y vinculante, muchas compañías africanas, indias o chinas se verán abocadas al cierre. En Occidente, se sancionará a las multinacionales que compran barato y sin garantías a proveedores de países con legislaciones más laxas.

En 2014, un contenedor hizo una ruta inversa a la habitual. 20 toneladas de baterías viajaron desde Ghana hasta Alemania. Allí fueron reciclados de forma sostenible, en una iniciativa pública para evitar que la producción del plomo que abastece a una de las mayores industrias del automóvil del mundo terminen contaminando el suelo africano.

Fotos: © Tim Mwaura

Mientras la industria africana toma conciencia, comunidades como la de Mombasa tienen que pelear por obtener medidas paliativas, empezando por la eliminación de residuos de plomo en la tierra, viviendas y espacios residenciales contaminados, para seguir con el tratamiento médico.

"Necesitan estar unidos y ser una voz única que reclame sus derechos. Tienen derecho a un entorno limpio. No deben abandonar la lucha", subraya Tirima.