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Un Amor tan grande, que es casi obra maestra
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Un Amor tan grande, que es casi obra maestra

Amor (Amour). Un tipo que lleva veinticinco años radiografiando escenas de violencia contemporánea, va y titula así su última película. Funny Games, La Pianista, Caché, La

Amor (Amour). Un tipo que lleva veinticinco años radiografiando escenas de violencia contemporánea, va y titula así su última película. Funny Games, La Pianista, Caché, La cinta blanca… Decenas de personajes torturados, marionetas en manos de un cirujano cruel y misántropo, que los utilizaba como parte de un enunciado intelectualmente macabro, esterilizado a la emoción, destinado a analizar el mal que nace del mal, el complejo de culpa, la represión, la autohumillación y otros ítems de asistencia obligatoria al manual del depravado moral. Pero no. Haneke, el laureado Michael Haneke, uno de los mejores directores vivos, quizá el mejor, va y titula su última película así, Amor

Que nadie se lleve a engaño: antes de que el título haya aparecido en pantalla, el director nos habrá llevado en una secuencia prólogo literalmente al infierno. A partir de entonces, todo es descender. Porque el amor para Haneke son las marchitas manos de un anciano sujetando el rostro doliente de su anciana esposa. Amor es un hombre que empuja una silla de ruedas, que escucha atentamente por las noches los delirios de la enferma a la que ama. Amor son dos viejos franceses que sufren juntos la humillación de serlo.  

Con objeto de crear una atmósfera opresiva y desasosegante para narrar su historia de amor, el realizador nos introduce durante dos horas en la vivienda de ese matrimonio burgués. Sólo nos dejará salir de allí en la primera secuencia, donde nos presenta a los dos ancianos protagonistas como espectadores de un concierto, ya que ambos eran en un pasado profesores de música. Lo hace con un plano fijo que sitúa la cámara en el escenario para mostrar al público (ellos ocupan dos butacas), creando un revelador juego de espejos.  

A partir de entonces nos invita a practicar un voyerismo que escapa a lo puramente emocional, pero que no cae en la inequívoca asepsia sentimental de otras ocasiones. Haneke narra, cabalgando de manera virtuosa entre el corazón y la razón, el fuego y el hielo, la decrepitud de una anciana y de su obstinado cuidador. Y aunque el relato es estremecedor en esencia, es también bello al mismo tiempo, un acto de amor al fin y al cabo, algo que reconcilia al director con la raza humana, a la que había condenado sin remisión en sus anteriores filmes.  

Desde el punto de vista formal, Haneke sigue siendo más brechtiano que nadie. El distanciamiento de lo narrado es la clave maestra de su cine, aunque aquí no se le puede acusar de frialdad, entre otras razones porque las geniales interpretaciones del tándem protagonista (Jean-Louis Trintignant y especialmente Emmanuelle Riva, nominada al Oscar) resultan conmovedoras. Todo lo conmovedoras que él quiere que resulten, eso sí.

Todo está medido para que el texto no caiga jamás en la afectación desmesurada, lo que explica la sencillez de la planificación: largas secuencias de planos en su mayoría fijos, con un excelente trabajo del fuera de campo (del que quizá abusó en Caché) y música clásica como acompañamiento, en su mayor parte diegética (la escuchamos a la vez que los personajes), algo por lo que optó también en La Pianista, con la intención de no inferir jamás en el ánimo del espectador con recursos de prestidigitador barato.

A Haneke no le hacen falta. Ni siquiera en Amor, donde deja de trabajar únicamente con ideas para hacerlo también con personas. Todos los elementos están dotados de una significación trascendental (atención a la escena que protagoniza una paloma). Y es casi imposible concebir y describir mejor el espacio y el tiempo de la acción: las elipsis son claras y precisas y la casa el tercer personaje de la historia. Todo está milimetrado. Toda secuencia resulta a la postre necesaria, porque va sedimentando en el subconsciente de un espectador que, tras un final estremecedor, acabará petrificado en la butaca.

El Amor de Haneke, no podía ser de otro modo, duele. Y es un Amor tan grande, que es casi obra maestra.

Amor (Amour). Un tipo que lleva veinticinco años radiografiando escenas de violencia contemporánea, va y titula así su última película. Funny Games, La Pianista, Caché, La cinta blanca… Decenas de personajes torturados, marionetas en manos de un cirujano cruel y misántropo, que los utilizaba como parte de un enunciado intelectualmente macabro, esterilizado a la emoción, destinado a analizar el mal que nace del mal, el complejo de culpa, la represión, la autohumillación y otros ítems de asistencia obligatoria al manual del depravado moral. Pero no. Haneke, el laureado Michael Haneke, uno de los mejores directores vivos, quizá el mejor, va y titula su última película así, Amor