Catástrofe inevitable: hay tantos satélites que empezarán a colisionar entre sí
Los miles de satélites que estamos poniendo en órbita amenazan con colapsar el propio espacio, según los expertos, pero cada vez es más difícil regular o poner límites
Hace 15 años se produjo la primera colisión entre dos satélites. El Iridium 33, perteneciente a una empresa privada estadounidense, chocó de manera imprevista con el ruso Cosmos 2251, que ya estaba fuera de servicio. El impacto de un aparato de 690 kilos contra otro de 900 a una velocidad relativa de 11 kilómetros por segundo hizo añicos ambos a casi 800 kilómetros de altura, cuando sobrevolaban Siberia. Los científicos llegaron a detectar unos 600 fragmentos entre la nube de chatarra que quedó flotando dispersa a lo largo de cientos de kilómetros.
Desde entonces, hemos dado grandes pasos hacia el desastre. En los últimos cinco años el número de satélites que orbitan sobre nuestras cabezas se ha multiplicado por cuatro: ya superan los 13.000 (hay más de 10.000 operativos) y el riesgo se incrementa. El pasado mes de febrero, el Cosmos 2221, otro aparato ruso a la deriva, pasó a menos de 10 metros del TIMED, usado por la NASA para monitorizar la atmósfera. Responsables de la agencia espacial de EEUU reconocieron más tarde que llegaron a temer que una posible colisión catastrófica afectara a misiones tripuladas por astronautas. En 2023 sucedió algo similar entre el satélite estadounidense GGSE-4 y el telescopio espacial IRAS.
La lista de sustos no deja de engordar, todos protagonizados por algún elemento que sigue en órbita, pero que ya no controlamos. Mientras, los que sí somos capaces de manipular o disponen de algún sistema de corrección automático, realizan auténticas piruetas para evitar accidentes. Solo en la primera mitad de este año, la constelación de satélites Starlink de SpaceX —Elon Musk ya tiene más de 6.000— tuvo que realizar casi 50.000 maniobras para esquivar colisiones. ¿La situación es sostenible?
Según un equipo de investigadores que revisó las bases de datos de la base de datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT, organismo de la ONU que concede espacios en órbita), en los próximos años podríamos llegar a tener un millón de satélites si se materializan todas las peticiones de lanzamiento. Por eso, los expertos comienzan a dar la voz de alarma. “Me preocupa que estemos operando al límite de lo que es seguro", aseguró el año pasado Jonathan McDowell, astrofísico del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian.
Por qué es un problema grave
“El principal problema de la colisión de satélites no es que dejen de prestar servicios, cosa que afecta al propietario y a sus clientes, sino que genera muchos fragmentos de basura espacial, lo que, a su vez, puede crear reacciones en cadena”, explica a El Confidencial Jorge Hernández Bernal, astrofísico y experto en ciencias planetarias de la Universidad de la Sorbona y del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS, por sus siglas en francés). Es lo que se conoce como síndrome de Kessler y que aparece dramáticamente retratado en la película Gravity. En cualquier caso, hoy en día “hay cierto debate sobre la probabilidad de que esto suceda y sobre cuántos objetos en órbita son realmente asumibles”, comenta el experto.
En la Universidad de Málaga (UMA), un grupo de investigación especializado en economía del espacio ha calculado, precisamente, cuál es el riesgo en órbita y ha elaborado un modelo sobre la tasa óptima de lanzamientos para evitar llegar a un colapso. “Ahora mismo, la probabilidad de colisión todavía no es muy alta, pero la cantidad de basura no deja de crecer exponencialmente”, explica el catedrático José Luis Torres. Esto significa que, conforme avanza el tiempo, “la probabilidad de colisión aumenta de manera significativa, hasta alcanzar el síndrome de Kessler”.
La espiral es perversa y parece incontrolable, porque lanzar más objetos supone aumentar las probabilidades de colisión y, si esta se produce, implica generar más basura espacial. A su vez, la basura espacial, incluso reducida a pequeños fragmentos, multiplica las probabilidades de catástrofe. Así, llegaría un momento en que, directamente, “no podríamos utilizar el espacio”, porque las posibilidades de que un satélite saliera indemne serían cero.
El equipo de Torres publicó un estudio en 2023 en la revista científica Defense and Peace Economics que ejemplifica el problema y muestra cómo de cerca está ese colapso. En concreto, simulan lo que ocurriría si, en el contexto de una guerra, dos superpotencias deciden destruir satélites del rival. Con solo bombardear 250, generarían más de 25,5 millones de fragmentos superiores a un centímetro y, con el paso del tiempo, esto haría inviable el uso del espacio. La tasa óptima de lanzamiento de satélites sería cero, porque sería imposible que ninguno de ellos pudiese operar sin sufrir daños. Lo peor de todo es que no se trata de un imaginativo ejercicio de ciencia ficción: la mayoría de la basura espacial que tenemos hasta ahora no se ha generado de manera intencionada, pero una parte de ella viene de los misiles antisatélite, probados por varias potencias para demostrar su potencial.
Un abanico de soluciones parciales
La cuestión es qué se puede hacer para evitar que el problema siga escalando. “Cada país es responsable de lo que lanza y de lo que lanzan sus empresas. Eso significa que, si un satélite cae y genera daños, puede llegar a pagar indemnizaciones, cosa que ya ha pasado”, explica Hernández Bernal. Lo mismo puede aplicarse con respecto a las colisiones en órbita. Sin embargo, en la práctica, a las principales potencias no les ha interesado poner demasiados límites.
En la órbita baja, la solución ideal para retirar viejos satélites sería “encender los motores y sacarlos de la órbita, de forma que se quemen en su reentrada en la atmósfera”. Sin embargo, “esto requiere gastar mucho combustible y reduciría la vida útil del satélite, con lo cual, aumenta el coste de la misión”, algo a lo que nadie parece dispuesto. Además, en ese caso, “todo lo que contiene ese satélite pasa a la atmósfera, así que es otra forma de contaminación y no está del todo claro si, a largo plazo, nos lo podemos permitir o estamos creando un nuevo problema”, comenta el experto.
Por su parte, los de órbita geoestacionaria que cumplen con su vida útil se derivan a lo que se conoce como “órbita cementerio”, situada por encima, para mantenerlos fuera de la zona en la que siguen operando los satélites en uso. Lo cierto es que no faltan otro tipo de ideas más o menos imaginativas, realizables en mayor o menor medida, desde tratar de forzar la caída “enganchándolos con una cuerda” hasta montar estaciones de reparación en órbita, pero todas arrastran numerosos inconvenientes. “Sucede lo mismo que con el cambio climático, somos conscientes de que hay un problema, pero seguimos empeorándolo”, afirma el investigador del CNRS.
Entre el fallo de mercado y una falsa democratización
Desde la perspectiva económica de la UMA, lo que está ocurriendo con el espacio es un “fallo de mercado”, un problema habitual cuando los derechos de propiedad no están bien definidos. “El espacio es un bien común y no hay ninguna autoridad internacional que lo regule. Cuando se producen este tipo de externalidades, como la contaminación medioambiental, se utilizan instrumentos como los impuestos, para limitar la actividad y, de esa manera, hacer que los precios incorporen el daño que se está provocando”, explica Torres. “Si dejamos un bien común sin regulación, se produce lo que conocemos como tragedia de los comunes, es decir, una sobreexplotación que se carga el propio recurso, lo que ocurrió con las ballenas”, añade. Por el momento, el espacio es “como el lejano oeste” y no parece que esto vaya a cambiar a corto plazo, porque hay demasiados intereses geoestratégicos como para tratar de regularlo.
Al mismo tiempo, “nos venden que se están lanzando muchos satélites porque el espacio se está democratizando”, apunta Hernández Bernal, “en realidad quieren decir que hay más agentes que pueden acceder a él, pero siguen siendo las grandes empresas, que son las que pueden lanzar satélites de forma más económica”. Sin embargo, “democratizar el espacio sería decidir de forma conjunta decidir qué necesita la humanidad, porque no tiene sentido varias constelaciones de satélites diferentes para un mismo servicio, como internet”.
En la actualidad, el grupo de investigación de Torres está elaborando una simulación a 200 años vista para analizar cómo sería la evolución del espacio en función de distintas políticas que tuvieran como objetivo reducir la basura espacial. Son propuestas que, en realidad, ya prevén las agencias espaciales, pero no son de obligado cumplimiento. Por ejemplo, “analizamos qué pasaría si fuera obligatorio retirar los satélites que ya no están operativos; si se diseñaran sistemas de lanzamiento que no generen basura espacial, como los cohetes reutilizables de Space X; o si se cambiara el diseño de cohetes para evitar explosiones”.
Hace 15 años se produjo la primera colisión entre dos satélites. El Iridium 33, perteneciente a una empresa privada estadounidense, chocó de manera imprevista con el ruso Cosmos 2251, que ya estaba fuera de servicio. El impacto de un aparato de 690 kilos contra otro de 900 a una velocidad relativa de 11 kilómetros por segundo hizo añicos ambos a casi 800 kilómetros de altura, cuando sobrevolaban Siberia. Los científicos llegaron a detectar unos 600 fragmentos entre la nube de chatarra que quedó flotando dispersa a lo largo de cientos de kilómetros.
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