La Europa a la que Trump no puede castigar señala un error histórico de EEUU con la tecnología
Aunque con Starlink EEUU aspire a tener una tecnología de comunicaciones que sea imprescindible, el país arrastra una carencia histórica que le hace depender de Europa para sus telecomunicaciones. "No me gusta esta situación", afirmó esta semana uno
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El cañón arancelario de Donald Trump no parece un arma tan efectiva como pensaba el presidente estadounidense en el momento de activarlo. Solo hicieron falta unas horas en vigor para que el mandatario se viera obligado a decretar una pausa de 90 días, salvo en el caso de China, que ha visto cómo se han ido incrementando estas tasas con el paso de los días. Pero una de las cosas que ha quedado clara es que la estrategia del republicano necesita de mucha letra pequeña.
Rápidamente se dio cuenta de que empresas de electrónica de consumo como Apple necesitaban de exenciones para no hundir sus ventas y su negocio. Lo mismo ocurrió con los chips y los semiconductores, elementos clave para la carrera por la inteligencia artificial. Pero hay otro puñado de empresas a las que Trump tiene muy difícil, de momento, castigar. Y son europeas.
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La razón: son claves para las redes de comunicación de aquel país. Firmas con tanta solera como Ericsson o Nokia son proveedores cuyo reemplazo a gran escala, a día de hoy, parece imposible para las telecos estadounidenses. Someterlas al yugo de los aranceles puede provocar un efecto dominó que se traduzca en importantes retrasos en el despliegue del 5G, en la conquista del 6G o, directamente, en subidas de precios en las tarifas de voz y datos para los ciudadanos.
“No me gusta la situación actual en la que nos encontramos”, dijo esta semana Brendan Carr, presidente de la Agencia Federal de Comunicaciones (FCC), el organismo encargado de regular todo lo que tiene que ver con las comunicaciones por radio, televisión, satélite, internet y teléfono en el país. Carr, uno de los hombres de confianza de Trump, ha destacado en los últimos años por ser uno de los mayores apoyos de Elon Musk y Starlink dentro de la esfera pública. En una entrevista con el Financial Times, evaluó la dependencia de empresas extranjeras como Nokia o Ericsson y advirtió a los líderes europeos de evitar la tentación de renunciar al sistema desarrollado por SpaceX y acabar apostando por tecnología china.
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Algo que, a día de hoy, no está sobre la mesa. Bruselas pretende impulsar una solución local en la que están participando algunos de los gigantes continentales del sector, como Hispasat. Un proyecto autónomo que ha cobrado un nuevo impulso después de que tanto Musk como la administración Trump amenazasen con desconectar Starlink en Ucrania.
“Si Europa tiene su propia constelación, entonces sería genial. Pero en términos más generales, creo que está atrapada entre EEUU y China. Y es hora de elegir”, afirmó. “Si te preocupa Starlink, espera a ver la versión del Partido Comunista Chino. Entonces sí estarás preocupado”, remató Carr.
Este tipo de declaraciones reflejan, una vez más, una carencia histórica de la primera economía mundial, que desde hace varias décadas no cuenta con un gigante en lo que respecta a las infraestructuras de red y las telecomunicaciones. Ahora, con Starlink, se le presenta la oportunidad de tener un papel más relevante y por eso están empujando para que sus socios no opten por desarrollar sus propias herramientas o, en caso de no lograrlo, no caigan en brazos de otras potencias. Pero la comunicación por satélite está lejos de ser una alternativa sólida a las redes tradicionales. Y ahí EEUU está en una situación comprometida, con una dependencia poco habitual de tecnología europea.
Una dependencia que se acrecentó cuando Trump, en su primer mandato, puso a Huawei en la picota con un veto que impedía a las empresas estadounidenses hacer negocios con el gigante de Shenzhen, al que acusaba de ser un enorme caballo de Troya de Pekín. Aquel movimiento provocó una crisis a ambos lados del Atlántico, empujando a muchos gobiernos y operadores a alinearse con los postulados estadounidenses. El problema llegó a la hora de extirpar la tecnología de la multinacional asiática de sus redes. Una tarea nada sencilla, ni rápida ni barata.
Primero, porque Huawei era una especie de espina dorsal de estas infraestructuras debido, entre otras cosas, a los precios más ajustados que ha ofrecido a unas compañías —las telecos europeas— que siempre se han quejado de que la alta competencia en la UE les impide tener una escala de ingresos suficiente para afrontar con garantías retos como el despliegue del 5G.
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Segundo, porque las redes de telecomunicaciones, históricamente, no se han construido combinando varios proveedores, sino que lo tradicional era apostar por una solución cerrada —o casi cerrada— de principio a fin proporcionada por una única empresa. Estados Unidos lo sufrió en sus carnes y, a pesar del veto a Huawei, tuvo que declarar excepciones. Por ejemplo, permitió que operadores rurales siguieran comprando equipos chinos debido a que era imposible sustituirlos en el corto o en el medio plazo.
También tuvo que dar luz verde a empresas estadounidenses para que trabajasen con la compañía china en la definición de estándares internacionales en materia de vehículos autónomos, 5G o inteligencia artificial.
Los esfuerzos de EEUU por crear y consolidar empresas nacionales en este ámbito han sido, en gran medida, infructuosos. Tanto Trump como Biden confiaron en la vía Open RAN, que frente a las soluciones cerradas propone un modelo abierto en el que varios fabricantes colaboren e integren sus tecnologías. Sin embargo, esta alternativa, aunque ha permitido a multinacionales como Samsung hacerse un pequeño hueco, aún está verde. Aunque han dado entrada a terceras empresas, los últimos contratos licitados por grandes jugadores como Verizon o AT&T demuestran que por ahora prefieren seguir confiando el grueso de sus instalaciones a unos pocos proveedores contrastados y de gran tamaño.
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La situación no siempre fue así. En los años 80 y 90, Estados Unidos contaba con grandes representantes en este negocio, como Lucent Technologies o Motorola. Como tantas veces ha ocurrido, la competencia global, la consolidación del sector o la falta de inversión provocaron que estas compañías acabasen en manos europeas. Lucent vendió sus operaciones a Alcatel, un grupo francés que posteriormente fue absorbido por Nokia. Motorola se desprendió de estos activos, que también fueron adquiridos por la firma finlandesa.
Crear una alternativa nacional no parece sencillo. Un posible candidato debería invertir miles de millones cada año en investigación y desarrollo para recortar diferencias con Ericsson o Nokia. Mavenir, la empresa estadounidense más destacada en infraestructuras de red, finalizó 2024 con una facturación de 70 millones. Las ventas de Ericsson, por tener una referencia, fueron casi de 16.000 millones. Unas diferencias que dan idea de lo improbable que resulta esta vía.
El escenario no es fácil e incluso ya hay quien ha planteado abiertamente que EEUU, a través de inversión pública o privada, adquiera una participación importante en Nokia o Ericsson. Esta opción fue verbalizada por el fiscal general William Barr, que formó parte del gabinete de Trump en 2019 y 2020, en el contexto del veto a Huawei. Esta vía se enfrió tras el relevo en la presidencia de EEUU, pero ahora que Trump ha vuelto al Despacho Oval, algunos analistas y medios especializados ya han empezado a especular con que el mandatario podría resucitar esta opción.
Brendan Carr, por el momento, se ha limitado a hacer lo mismo que su jefe: sugerir que estas empresas deberían pisar suelo estadounidense a cambio de librarse de los aranceles y disfrutar de prebendas como autorizaciones más ágiles. La cuestión es que tanto Ericsson como Nokia ya cuentan con varias fábricas e instalaciones en el país.
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A pesar de que los vientos son favorables a sus intereses, Ericsson y Nokia participaron en una cumbre en Bruselas el pasado mes de enero en la que se analizó el regreso de Trump a la Casa Blanca junto a líderes de otras tecnológicas continentales. El mensaje que salió de ese encuentro fue claro: relajar la burocracia y la regulación es clave para mantener la ventaja competitiva y recortar distancias con China o EEUU en otros ámbitos.
Una de las empresas presentes en ese cónclave fue ASML, otra de las compañías que, por ahora, parecen a salvo de ser directamente gravadas por los aranceles de Trump. El presidente, antes de la suspensión de 90 días, ya había anunciado que los equipos de litografía para fabricar chips iban a estar exentos de estas tarifas. La firma holandesa es la única en el mundo capaz de crear las máquinas necesarias para producir semiconductores de vanguardia. En un momento en el que Washington está intentando que gigantes como TSMC o Samsung lleven sus plantas a EEUU, castigar estas importaciones sería, directamente, un tiro en el pie.
Sin embargo, ASML no ha escapado del todo a la incertidumbre, porque si el presidente decide gravar la importación de chips producidos en el extranjero, esto también podría afectar a las peticiones y compras de clientes de otros países. Y con ello, una paradoja más: el plan de Trump para proteger la soberanía tecnológica de Estados Unidos podría terminar reforzando la dependencia que tanto dice querer eliminar.
El cañón arancelario de Donald Trump no parece un arma tan efectiva como pensaba el presidente estadounidense en el momento de activarlo. Solo hicieron falta unas horas en vigor para que el mandatario se viera obligado a decretar una pausa de 90 días, salvo en el caso de China, que ha visto cómo se han ido incrementando estas tasas con el paso de los días. Pero una de las cosas que ha quedado clara es que la estrategia del republicano necesita de mucha letra pequeña.