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El ingeniero que con 23 años mantuvo 'vivo' al Apolo 11 desde Madrid: "Casi morimos"
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El ingeniero que con 23 años mantuvo 'vivo' al Apolo 11 desde Madrid: "Casi morimos"

La estación de Fresnedillas de la Oliva, en Madrid, fue la encargada de mantener la comunicación con los astronautas que pisaron la Luna. Uno de sus ingenieros cuenta lo que vivieron

Foto: Jose Manuel Grandela. (Fundación Telefónica)
Jose Manuel Grandela. (Fundación Telefónica)

"Madrid is green and go!". Con esa expresión la estación de Fresnedillas de la Oliva informaba a Houston cada día de que todo funcionaba correctamente y que todo el mundo estaba listo para trabajar. Aunque los pueblos de alrededor nutrían las instalaciones de trabajadores dedicados a los servicios –desde el personal de limpieza a los camareros–, en julio de 1969 tan sólo 10 técnicos eran españoles. Fueron los héroes desconocidos sin los que la llegada a la Luna jamás habría sido posible.

“Empezamos desde cero. La NASA montó toda la estación, pero el Gobierno español había puesto como condición que fueran formando a técnicos nacionales y cuando alguno de nosotros estuviera capacitado para integrarse en las operaciones, el americano que le hubiese enseñado se tendría que volver a Estados Unidos”, explica a Teknautas José Manuel Grandela Durán, ingeniero controlador de satélites y naves espaciales que vivió de primera mano en la estación de Fresnedillas el primer alunizaje.

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Sin embargo, no iba a ser tan fácil, porque “ellos no querían irse, aquí vivían muy bien”, asegura, así que “cuando les preguntaban no daban buenas referencias tuyas, técnicas o profesionales, porque si lo hacían, tenían las horas contadas. Pero al final la realidad se impuso y nos hicimos con la estación”. En diciembre de 1972, cuando se envió el último Apolo a la Luna, todo el personal de Fresnedillas era español.

La historia de cómo José Manuel Grandela acabó allí es realmente curiosa. “Yo era oficial radiotelegrafista de la marina mercante. Es decir, tenía un inglés fluido y conocimientos técnicos aprendidos en la Escuela de Telecomunicaciones de Madrid. Además, había navegado tres años por los cinco continentes y tenía experiencia con todo tipo de equipos, aunque, obviamente, yo no había visto en mi vida la mayoría de los aparatos que utilizaba la NASA”, relata.

“Ya estás llamando”

A la agencia espacial no se le ocurrió otra cosa que reclutar personal con un anuncio en la prensa. “Mi mujer y yo estábamos de luna de miel, pero yo iba de radiotelegrafista en un barco extranjero que llegó a Valencia. Ella bajó a llamar a la familia, compró el ABC en un kiosko y vimos el anuncio de la NASA. Pedían específicamente radiotelegrafistas, cosa que me llamó mucho la atención y especificaban que era para sus proyectos espaciales, con el objetivo de poner hombres en el espacio”, narra el ingeniero que en aquel entonces sólo tenía 23 años.

placeholder La estación de Fresnedillas de (Foto:NASA)
La estación de Fresnedillas de (Foto:NASA)

“La NASA ya era una marca muy importante y yo pensé que ese trabajo tenía que ser para sabios”, reconoce. Sin embargo, su mujer insistió: “Tú sabes inglés, tienes la titulación y los conocimientos que requieren, así que ya estás llamando”. Poco después estaba en Madrid pasando los exámenes y las pruebas pertinentes.

En la sierra madrileña ya existía la estación de Robledo de Chavela, diseñada para comunicarse con las sondas que se mandaban a la Luna o a Marte. Sin embargo, no tenía la capacidad de seguir misiones tripuladas como las que preveía el programa Apolo, ni por rapidez de movimientos ni por precisión. Así que cuando el presidente Kennedy prometió poner un hombre en la Luna antes de que acabase la década de los 60, se creó una red de seguimiento espacial específico para tener bajo control, segundo a segundo, a los astronautas. Ubicar una de las tres grandes instalaciones que eran necesarias en España resultaba ideal y el emplazamiento de Fresnedillas, muy cerca de Robledo, era perfecto: un pueblo aislado, sin interferencias de líneas férreas electrificadas o fábricas. La nueva estación debutó en octubre de 1968 con la primera misión Apolo tripulada, el Apolo 7, y a partir de entonces fue imprescindible.

Nos tocó la suerte histórica de que fue Fresnedillas la estación que estuvo controlando todo el descenso. Fueron unas horas muy críticas

Las otras dos estaciones eran la de Goldstone, en el desierto de Mojave (California) y Honeysuckle Creek, cerca de Camberra, la capital australiana. Junto a Madrid formaban un triángulo perfecto para no perder nunca la comunicación con la Luna. Las tres eran gemelas en instalaciones y equipamiento, con una antena de 26 metros de diámetro en cada una, aunque para mayor seguridad había otras instalaciones más pequeñas en varias islas del mundo, entre ellas, Maspalomas, en Gran Canaria, e incluso barcos que transportaban antenas de hasta 9 metros de diámetro.

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El ingeniero José Manuel Grandela. (Foto: SINC)

“Al entrar me pusieron a controlar en el enlace de microondas que comunicaba Fresnedillas y Robledo”, señala Grandela. ¿Para qué? “La seguridad de los astronautas siempre estaba por delante, así que la estación estaba llena de equipos repetidos para evitar fallos y todos funcionaban en paralelo. Si uno fallaba había otro y si no, otro y otro”, subraya. Con los técnicos pasaba lo mismo: “Cuando llegaba la hora de la verdad no había un solo señor delante de un equipo, tenía a otros detrás, y otro más detrás de éste”. Pero si fallaba la antena, fallaba todo, por eso en los momentos clave, la de Robledo, que también medía 26 metros, dejaba de realizar sus seguimientos habituales y trabaja en paralelo a la de Fresnedillas. La misión de Grandela era garantizar esa comunicación.

Además, estaba previsto que cuando los astronautas llegasen a la Luna se tenían que separar: el módulo de mando quedaría en órbita y el módulo lunar –el Eagle o Águila– alunizaría. Al ser dos entes diferentes, Robledo se haría cargo del astronauta que se quedaba en órbita, Michael Collins, mientras que Fresnedillas se hacía cargo de Armstrong y Aldrin.

De hecho, “nos tocó la suerte histórica de que fue Fresnedillas la estación que estuvo controlando todo el descenso una vez que se separaron. Fueron unas horas muy críticas, en las que pasaron muchas cosas”, afirma el ingeniero español rememorando aquel 20 de julio de 1969. “Se había teorizado mucho, muchas fórmulas y mucha pizarra, pero la realidad es que no sabíamos lo que iba a pasar”, reconoce. La Luna podía tener más o menos gravedad de lo que se había calculado o su núcleo, más contenido metálico y, por lo tanto, podía crear un campo magnético que despistase a los sensores.

placeholder (Reuters)
(Reuters)

“El descenso fue muy problemático. Si agotaban el combustible, no podían volver. Fueron unas horas muy difíciles y, obviamente, a nosotros se nos salía el corazón del pecho, como a los astronautas”, recuerda. En Fresnedillas recibían los resultados de los sensores biológicos: “Sabíamos en todo momento cómo estaban ellos en cuanto a actividad cerebral y pulsaciones cardiacas”.

Un alunizaje de alto riesgo

Y la cosa no iba bien. “Ellos tenían un ordenador muy pequeño, tenía 370 kilobytes de memoria. Eso no es nada comparado con un móvil de ahora, era ridículo, la información se iba borrando sobre la marcha para dar paso a otra nueva, pero era lo que había. Así que nosotros les guiábamos desde abajo con ordenadores del tamaño de armarios roperos”, comenta Grandela. “Cuando les dijeron que aterrizaran vieron que no era posible, porque la nave se habría hecho polvo, estaban encima de un roquedal y el módulo lunar era frágil, lo habían hecho ligerísimo. Aldrin decía que podría atravesarlo con un bolígrafo, pero era lo que necesitaban, no llevaban ni asientos, iban de pie sujetos con correajes”, continúa.

Charles Duke, la voz de Houston que les llegaba a través de nosotros, les dijo que tenían solo 30 segundos para alunizar

Así que Armstrong desconectó el piloto automático y con un joystick fue guiando el módulo en busca de un sitio donde aterrizar. Pero no había tiempo: “Les indicaron que tenían 60 segundos de combustible para todo, para descender y para volver a encontrarse con su compañero. Pero no acababan de encontrar un sitio de garantías, así que Charles Duke, la voz de Houston que les llegaba a través de nosotros, les dijo que tenían 30 segundos. La orden era que si con 18 segundos no podían posarse, tenían que abortar la misión pulsando un botón rojo. Se partiría en dos el módulo lunar y la parte superior saldría catapultada”, explica el ingeniero español que presenció aquellos momentos de tensión.

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(NASA)

Armstrong aguantó un poco más y por fin encontró un sitio llano cuando estaban a punto de consumir el tiempo. “Todo era delicado, tenían que posar las cuatro patas y si se hubiera roto alguna, tampoco habrían podido volver. Era todo muy complejo y con riesgo para sus vidas”, destaca.

“Casi morimos de contener la respiración”

Hay que imaginarse la escena de tensión en Fresnedillas: “Casi nos morimos todos, ellos y nosotros, de contener la respiración. Teníamos las mesas llenas de manuales, especificando cada minuto y segundo lo que tenía que ocurrir, y así se les indicaba cada momento porque ellos tampoco podían acordarse de todo, aunque tenían chuletas. Había que estar constantemente hablándoles y dándoles datos, pero no se podía ser duro ni seco con ellos ni decirles nunca que no a algo”.

Lo primero que observaron en Madrid fue una señal luminosa. “Las cuatro patas del módulo llevaban unos sensores y de repente vimos en nuestras consolas las luces de contacto. Ya sabíamos que estaban apoyados en la superficie lunar”, recuerda. En ese momento Aldrin lo confirmó: “Luces encendidas, paro el motor”. "Houston, aquí base Tranquilidad. El Águila ha aterrizado", corroboró Armstrong.

“Fue un momento supremo para nosotros, de alegría y satisfacción, pero nos pilló hechos polvo del esfuerzo y la tensión que habíamos sufrido junto con ellos”, afirma Grandela. “Hubo gritos de alegría, pero estábamos agotados de contener la respiración ante lo que había pasado y por lo que podía haber pasado. A alguno se le cayó el manual que tenía en la mano, todos sonreímos, algunos nos dimos palmadas, pero no con mucha fuerza, porque no la teníamos. Después, empezamos a vociferar cada vez con un poquito más de fuerza”, agrega.

placeholder Instalaciones de la NASA/ESA en Robledo de Chavela, Madrid. (EFE)
Instalaciones de la NASA/ESA en Robledo de Chavela, Madrid. (EFE)

Eran las 21:18 de la noche en España, pero todavía pasó mucho rato hasta que tuvo lugar el icónico momento en que Armstrong puso su pie en la Luna. “Tenían que preparar los equipos y ponerse los trajes antes de despresurizar la nave, porque allí no hay atmósfera”, así que la espera se iba a prolongar varias horas por razones de seguridad. Como la Tierra siguió girando, la estación californiana de Goldstone tomó el relevo.

“¿Pero usted se cree algo de esto?”

Por aquella noche el trabajo de Fresnedillas había finalizado, pero nadie se fue a descansar. “Yo no me podía ir a casa como si no hubiese pasado nada”, comenta. En aquellos instantes posteriores “fue cuando comencé a tener una sensación de momento histórico y de la suerte que tenía. No había más que repetirme: ¿De verdad esto ha pasado? ¿De verdad yo estoy aquí?

Liberado ya de responsabilidad, se levantó de la silla en la que había pasado horas y se fue a por un merecido café. Entonces se le ocurrió una anécdota que aún es incapaz de quitarse de la cabeza. “Teníamos monitores con la señal que mandaban desde Estados Unidos. Así que yo estaba allí, de pie, apoyado en la pared con el café en la mano, cuando veo que se acerca un señor mayor, de Fresnedillas, al que yo no conocía más que de vista y que estaba por allí fregando el suelo. Se puso a mi lado y se apoyó en el mango del mocho mirando los monitores, como yo”, relata.

-¿Pero usted se cree algo de esto?-soltó haciendo un gesto de complicidad con la cabeza.

“Me dejó helado. Yo le miré y no sabía qué responder”, relata. Así que el hombre le dio sus razones:

-¡No ve que no caben! Si con un dedo tapo la Luna, ¿cómo van a caber ahí tres hombres?

Grandela fue incapaz de contestarle. “Se me debió de bajar la mandíbula a la altura de las rodillas del asombro, así que el hombre siguió fregando”.

placeholder El centro de Control en Houston durante el lanzamiento del cohete Saturn V en la misión del Apolo 11. (Reuters/NASA)
El centro de Control en Houston durante el lanzamiento del cohete Saturn V en la misión del Apolo 11. (Reuters/NASA)

El ovni sobre la sierra

Mientras unos eran demasiado incrédulos, otros le echaban demasiada imaginación. Y es que en los días previos muchos vecinos de la sierra madrileña, llena de veraneantes en pleno julio, vieron luces extrañas que daban vueltas. Al principio nadie se lo explicaba, así que el fenómeno llegó a la prensa de la capital y algunos periódicos enviaron a reporteros a ver si conseguían averiguar qué podía ser aquel ovni.

“A mí me llegó el rumor por unos amigos que tenían un chalet en la zona”, apunta el ingeniero. Pero para los trabajadores de Fresnedillas no había ningún misterio: era un avión enviado por la NASA para realizar pruebas de precisión de la antena. Y además no era cualquier avión: “Habían reconvertido el Lockheed C-121 Constellation que perteneció al general McArthur en el Pacífico, nos lo habían mandado y habían colocado una serie de equipos similares a los que irían en la cápsula del Apolo. Incluso uno de los tripulantes tenía que simular ser un astronauta”.

El avión giraba en círculo en torno a Fresnedillas y tenía que ir muy despacio para adecuarse a la capacidad de seguimiento de la antena. “Era la última prueba de fuego, simular que el avión era el Apolo y todo funcionaba correctamente”, por eso describía unas trayectorias tan extrañas que llamaron tanto la atención. Ante el revuelo originado, la NASA hizo pública la verdad.

En cada una de las tres estaciones principales se medía todo al milímetro porque si algún equipo no funcionaba la misión, se tenía que posponer. Y eso es lo que estuvo a punto de pasar años más tarde, con el Apolo 16, el penúltimo vuelo tripulado a la Luna.

placeholder El interior del módulo lunar Eagle, con el astronauta 'Buzz' Aldrin. (Reuters/NASA)
El interior del módulo lunar Eagle, con el astronauta 'Buzz' Aldrin. (Reuters/NASA)

Era abril de 1972. José Manuel Grandela seguía encargándose del enlace entre la antena de Fresnedillas y la de Robledo, pero había pasado algo grave y esa comunicación dejó de funcionar. Entre las dos estaciones está el monte de La Almenara, de 1.259 metros de altura, que el enlace de microondas no podía atravesar. Así que en este pico estaba una estación repetidora. “Era un relé intermedio, las señales chocaban contra un plato y desde allí otro las enviaba a la otra antena”, explica.

El problema es que una racha de vientos huracanados había movido los platos. Las antenas no se podían comunicar y, en aquellas circunstancias, el Apolo 16 no podía despegar con todas las garantías. “Tuvimos que trepar a una zona inaccesible, allí no había carretera, camino ni sendero alguno, porque lo habían instalado todo con un helicóptero y se habían ido. Subimos entre zarzas y peñas, íbamos cargados con el material para hacer la reparación y nos pasamos horas allí arriba, yo estaba atado para que el viento no me arrastrara montaña abajo”, recuerda Grandela. Al final, consiguieron restaurar el enlace y avisar a Houston, que inició la cuenta atrás en la fecha prevista.

Vivir al ritmo de la Luna

Con el Apolo 17, en diciembre de 1972, se acabaron las misiones tripuladas a la Luna, pero eso no significó el fin del trabajo en Fresnedillas. Los astronautas instalaron equipos electrónicos que funcionaron durante años. “Yo había pasado a ser controlador y operador de la gran antena. Teníamos que dedicarle 8 horas diarias a recibir la información que nos estaban transmitiendo aquellos aparatos, uno era un sismómetro, otro medía viento solar, otro el paso de micrometeoritos…”, apunta el ingeniero.

Su vida y la de muchos compañeros se tuvieron que acompasar al ritmo de la Luna. “La Luna sale cada día tres cuartos de hora más tarde y nuestra vida iba en función de eso. Si un día me iba de casa a la una, al día siguiente lo hacía a las dos menos cuarto y al siguiente, a las dos y media”, explica. “Así año tras año recibiendo una información que no sólo enviábamos a Houston, sino que también analizábamos nosotros. Eran muchos datos y muy interesantes”, añade.

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José Manuel Grandela.

Aquella antena de Fresnedillas, la que recibió la señal de que el Águila se había posado en la Luna y la que siguió recibiendo datos del satélite durante mucho tiempo, duró hasta los años 80. “En 1985 hubo una gran reestructuración y la NASA despidió a mucha gente. A nosotros también nos tocó la china. Teníamos la estación de Fresnedillas, la de Robledo y la de Cebreros, en Ávila, así que para ahorrar nos aglutinamos todos en Robledo”, comenta. La antena de Fresnedillas fue desmontada y trasladada a Robledo, donde siguió funcionando hasta los años 90. Ahora está en desuso, convertida en una pieza de museo, tal vez adecuada para alguna foto que reúna a los supervivientes que protagonizaron la gesta de 1969, como ha sucedido en otros aniversarios.

Grandela, jubilado ya hace años, vive en Madrid pero viaja mucho, como en sus primeros tiempos en los barcos. Por ejemplo, al Museo Nacional del Aire y el Espacio del Instituto Smithsoniano, en Washington D. C., donde se conserva la cápsula del Apolo 11, o al Museo de Historia Americana, donde rastrea documentos relacionados con la carrera espacial. Pero en estas últimas semanas viaja sobre todo por España para ofrecer conferencias sobre la aportación de nuestro país a la llegada del ser humano a la Luna. Su percepción es que se trata de una historia muy desconocida y quiere aprovechar este 50 aniversario para difundirla con una pasión extraordinaria por un tiempo que también lo fue. “Madrid is green and go!”. Otra vez.

"Madrid is green and go!". Con esa expresión la estación de Fresnedillas de la Oliva informaba a Houston cada día de que todo funcionaba correctamente y que todo el mundo estaba listo para trabajar. Aunque los pueblos de alrededor nutrían las instalaciones de trabajadores dedicados a los servicios –desde el personal de limpieza a los camareros–, en julio de 1969 tan sólo 10 técnicos eran españoles. Fueron los héroes desconocidos sin los que la llegada a la Luna jamás habría sido posible.

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