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Cuando no existía internet: los primeros cables que comunicaron América y Europa
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Cuando no existía internet: los primeros cables que comunicaron América y Europa

Cyrus West Field decidió en 1850 invertir parte de su fortuna para instalar un cable que hiciera posible que Inglaterra y Norteamérica conversaran

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Cuando Samuel B. Morse envió aquel 24 de mayo de 1844 el primer mensaje telegráfico desde la Corte Suprema estadounidense (ahora el Capitolio) hasta una estación de tren en Baltimore donde estaba su socio, tanto él como sus acompañantes creyeron que la comunicación había tocado techo. Todos acabaron pensando lo mismo que Morse transmitió: “¡Miren lo que Dios ha hecho!”. Pocos años después, cuando ya se habían desplegado en Norteamérica más de 32.000 kilómetros de cable telegráfico, se planteaba ya el siguiente reto: ¿por qué no era posible comunicarse mediante el telégrafo con la otra orilla del Atlántico?

De nuevo con la divinidad de por medio, no fue hasta el 16 de agosto de 1858 cuando un nota telegráfica cruzó las profundidades submarinas desde Estados Unidos hasta Reino Unido. “Gloria a Dios en el cielo y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad”, rezaba, muy bíblica, aquella primera comunicación intercontinental. Aunque la mayoría sabemos que la información a la que nos da acceso la red viaja por las profundidades marinas, pocos conocen la historia de aquel primer cable submarino y de Cyrus West Field, el tipo que hizo posible este paso de gigante para la historia de la comunicación.

El primer intento fue un completo desastre. Cuando los buques apenas habían avanzando unas millas, el cable de siete hilos de cobre se rompió

Mediado el siglo XIX, cuando el uso del telégrafo ya se había extendido en gran parte del mundo, nadie parecía haberse percatado de una de las grandes debilidades que presentaba este invento. Al tratarse de una comunicación basada en impulsos elétricos, los cables que transportaban la información de un punto a otro eran imprescindibles. Por lo tanto, tan solo se podían enviar mensajes si existía una línea de corriente eléctrica que conectase al aparato emisor y al receptor.

En el Viejo Continente, allá por 1850, ya habían conseguido desplegar una línea que permitía las comunicaciones telegráficas a través del Canal de la Mancha. Justo en ese mismo año, dio inicio la instalación de un cable que permitiría enviar código Morse entre el norte y el este del territorio norteamericano. El ingeniero que estaba a cargo del proyecto era Frederick Newton Gisborne, que no pudo hacer nada para evitar que su propósito fracasara a las primeras de cambio. Tanto es así que su compañía se fue a pique en 1853.

Quizá por aquello de que no hay mal que por bien no venga, aquel intento fallido le permitió conocer a Cyrus West Field, un financiero de Nueva York que tenía en mente un reto aún mayor. Si el propósito de conectar Estados Unidos de costa a costa ya era bastante complejo, Field pretendía que esa línea se extendiera para cruzar el océano Atlántico y acabar conectando a través de la profundidades marinas América y Europa. Algo descabellado por aquel entonces.

Tras convencer a Gisborne para que se uniera a su proyecto, este adinerado neoyorquino comenzó a mover los hilos para hacer viable su sueño. Para empezar, contactó con Morse para comentar si era viable técnicamente aquello que imaginaba. El inventor del telégrafo vio factible la empresa de Field, que después de contactar con algún otro experto en la materia decidió fundar la New York, Newfoundland and London Telegraph Company. Gracias a la venta de las acciones de esta compañía tanto en Londres como en Nueva York, donde lo hicieron bajo el sello de una filial, comenzaron a recaudar los fondos necesarios para llevar a cabo su propósito. Además, West Field consiguió el apoyo tanto del Gobierno británico como del Congreso de Estados Unidos, no solo en lo económico sino también a la hora de aportar recursos.

En 1857 se realizó el primer intento de instalar un cable submarino. Fue un completo desastre. Los buques HMS Agamemnon y USS Niagara zarparon desde la costa suroeste de Irlanda para tratar de establecer esta línea, pero, cuando apenas habían avanzando unas millas, el cable de siete hilos de cobre se rompió. Los operarios tuvieron que bajar hasta el fondo del mar para tratar de reparar la avería. Cuando parecía que lo habían logrado, una nueva rotura hizo que el proyecto quedase paralizado durante un año.

Aquellos primeros cables, aunque habían sido diseñados para resistir posibles ataques de animales y los desperfectos que podrían causar las plantas marinas, eran demasiado frágiles. En un nuevo intento en junio de 1858, los responsables del proyecto decidieron cambiar su 'modus operandi'. En esta ocasión, los buques se reunirían en punto intermedio del trayecto en mitad del océano. Allí unirían los cables, de tal forma que uno navegaría e instalaría la línea hacia el este y el otro haría lo propio hacía el oeste. Esta nueva estrategia tampoco surtió efecto.

Hicieron falta dos intentos más hasta que, ya en agosto, los barcos arribaron a puerto y pudieron conectar los cables en ambos extremos del Atlántico. Todavía fueron necesarios algunos días más para realizar las pruebas pertinentes, de tal forma que el 16 de agosto de 1858 se pudiera enviar el que fue el primer mensaje telegráfico entre Estados Unidos y Reino Unido. El presidente James Buchanan y la reina Victoria intercambiaron algunas palabras de satisfacción. Eso sí, la comunicación era tan sumamente lenta que fueron necesarias 17 horas y 40 minutos para que aquella amigable charla se completase.

La comunicación era tan lenta que fueron necesarias 17 horas y 40 minutos para que la primera charla entre el presidente y la reina se completara

Precisamente, la lentitud de aquel proceso fue lo que provocó que la alegría de estadounidenses y británicos durase apenas veinte días. Cuando West Field pensaba que había completado su proyecto, un aumento en el voltaje que recorría aquel primer cable transatlático provocó que, una vez más, se rompiera y se cortaran las comunicaciones. El jefe de los electricistas, Edward W. Whitehouse, no cayó en la cuenta de que al incrementar el voltaje de 600 a 2000V todo podría irse al traste. Tal y como ocurrió. No obstante, según apuntan los expertos, aquel cable tenía pocas posibilidades de haber durado mucho más.

Ese último percance propició que no fuera hasta 1866 cuando, por fin, Cyrus West Field viera su sueño hecho realidad. El barco de bandera británica Great Eastern fue el que finalmente consiguió instalar complemente el cable que uniría las líneas telegráficas del subcontinente americano y las tierras europeas. El siguiente reto, muchos años después, no fue otro que adaptar esos mismos cables en la transición del telégrafo al teléfono.

Para entonces, y hablamos de mediados del siglo XX, el nombre del gran valedor de aquel proyecto ya había caído en el olvido. Después de ser aclamado en ambas costas del Atlántico, West Field pasó a un segundo plano. Incluso hoy, pese a lo mucho que ha avanzado la tecnología desde que decidieran acometer un proyecto tan ambicioso como el Transatlantic Telegraph Cable, la información circula aún en gran medida de un lado a otro del planeta gracias al mismo sistema que aquel pionero un día imaginó. Aunque pocos lo recuerden.

Cuando Samuel B. Morse envió aquel 24 de mayo de 1844 el primer mensaje telegráfico desde la Corte Suprema estadounidense (ahora el Capitolio) hasta una estación de tren en Baltimore donde estaba su socio, tanto él como sus acompañantes creyeron que la comunicación había tocado techo. Todos acabaron pensando lo mismo que Morse transmitió: “¡Miren lo que Dios ha hecho!”. Pocos años después, cuando ya se habían desplegado en Norteamérica más de 32.000 kilómetros de cable telegráfico, se planteaba ya el siguiente reto: ¿por qué no era posible comunicarse mediante el telégrafo con la otra orilla del Atlántico?

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