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El 'regalo' que Hitler le hizo al mundo: dispersar a los científicos judíos
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El 'regalo' que Hitler le hizo al mundo: dispersar a los científicos judíos

La guerra ha sido a lo largo de la historia un motor para el avance de la neurociencia. En '¿Quién robó el cerebro de JFK?' las anécdotas bélicas explican esos avances

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Cuenta José Ramón Alonso, catedrático de Biología celular de la Universidad de Salamanca, que una de las decisiones que tomó Adolf Hitler, en su momento cruel y todavía hoy condenable, como fue impedir que los científicos judíos desarrollasen su trabajo en universidades y centros alemanes, resultó ser todo un regalo al resto del mundo.

Muchos de esos científicos, entre los que se encontraban nombres reconocidos y consagrados de la física (Albert Einstein o Max Born), la biomedicina o la química (Otto Loewi o Max Bergman), emigraron a otros países, sobre todo a Estados Unidos, que les acogieron con los brazos abiertos. Aunque fue una experiencia dura y traumática, en el camino conocieron a otros investigadores y aprendieron nuevas ideas, lo que enriqueció su trabajo. Si antes de la Segunda Guerra Mundial, Alemania era el país con más premios Nobel, después y desde entonces, Estados Unidos encabeza la lista.

Alonso utiliza este ejemplo para ilustrar cómo algo tan trágico como la guerra y todo lo que la rodea ha servido en muchos momentos de la historia para impulsar a la humanidad hacia delante, en forma de avances científicos y técnicos, pero también al provocar fenómenos sociales imprevisibles en principio pero mucho más fundamentales al final.

Más investigadores y miles de universitarios

"Piensa en Estados Unidos unos años después, en 1944. Parece claro que van a ganar la guerra, pero ahora la preocupación es otra: volver a caer en una depresión como la del 29. Después de todo, miles de jóvenes se alistaron a los 18 años y van a volver sin formación ninguna, y muchas de sus fábricas están destinadas a maquinaria de guerra, ¿qué harán cuando termine el conflicto?", plantea Alonso.

Lo que hicieron fue tomar medidas antes de que llegase la depresión. "Primero, atrajeron a todos los científicos que pudieron; segundo, facilitaron que todos los participantes en el esfuerzo bélico accediesen a la universidad prácticamente gratis (esto incluía a las mujeres y a las minorías que hasta entonces lo tenían muy difícil); también crearon una red de centros nacionales de investigación y para terminar reorientaron las fábricas para producir electrodomésticos y otros objetos cotidianos técnicamente avanzados para la época".

La eficaz cadena de mando creada durante la guerra facilitó la reconversión, y la propaganda de la 'American way of life', en la que en cada casa había una lavadora y un coche, hizo el resto. Estados Unidos consiguió altos niveles de empleo, una economía creciente y una gran masa de ciudadanos con una formación avanzada. "Ha sido una superpotencia desde entonces porque supo reorientar todo ese esfuerzo bélico a potenciar la ciencia y la tecnología nacionales".

Manos biónicas y armas químicas

Alonso, que no cree en la separación entre cultura y ciencia, cuenta estas historias y muchas más en '¿Quién robó el cerebro de JFK? Tiempos bélicos y neurociencia' (Ediciones Cálamo), un libro de divulgación científica al alcance de cualquiera con un poco de interés en saber cómo la destrucción de la guerra ha sido en muchos momentos la semilla de avances que han sido de gran ayuda, y que aún lo son.

Habla, por ejemplo, de la primera mano biónica que se conoce, que perteneció a Marus Regius, general romano que luchó en la segunda guerra púnica contra los cartagineses, y la relaciona con los últimos avances conseguidos en este campo, en 2015, cuando un doctor austriaco consiguió que tres pacientes mutilados manejasen con éxito una prótesis biónica a partir de las señales eléctricas del cerebro y de las fibras nerviosas todavía funcionales.

Por otro lado, la guerra ha dado alguno de los avances más malévolos de nuestra historia, como por ejemplo las armas químicas, a cuyo desarrollo Alonso dedica otro capítulo en el que cuenta cómo el 22 de abril de 1915 el químico Fritz Haber, futuro premio Nobel, llevó a cabo un experimento en la materia al liberar gas de cloro sobre las tropas enemigas en la ciudad belga de Ypres. Tristemente, la maniobra fue un éxito y comenzó una nueva rama de la innovación bélica.

"Igual que ocurrió después con los científicos que participaron en el desarrollo de la bomba H, Haber consideraba que no había unas formas de matar que fuesen peores' que otras, y creyó que su trabajo ayudaría a ganar la guerra pronto y a acabar con aquella sangría", explica Alonso, que añade que el espíritu de colaboración internacional que caracteriza a la ciencia suele detenerse en tiempos de guerra, cuando cada uno trata de ayudar a su país. "Los científicos no tienen patria, excepto en tiempos de guerra".

El engaño de las zanahorias

Otras batallitas tienen un trasfondo menos trágico y han llegado hasta nuestros días como parte de la cultura popular. ¿Recuerda usted a su madre diciéndole que si comía muchas zanahorias podría ver en la oscuridad? Sepa que su madre, y seguramente su abuela antes que ella, cayeron en una triquiñuela pergeñada por la propaganda británica durante la Segunda Guerra Mundial.

Una de las medidas fue aumentar la producción interna de alimentos, así que los jardines se sustituyeron por huertos

"Inglaterra estaba aislada del continente, así que era difícil recibir provisiones. Se puso en marcha el llamado frente doméstico, que apelaba a que todos los ciudadanos ingleses contribuyesen para lograr la victoria. Una de las medidas fue aumentar la producción interna de alimentos, así que los jardines se sustituyeron por huertos. Había abundancia de dos productos: patatas y zanahorias", explica Alonso. Para animar a la población a comerlas, se editaron incluso libros de recetas.

Al mismo tiempo, los ingleses mantenían a raya a la aviación alemana. Una de sus ventajas era el radar, que les ayudaba a localizar y derribar sus bombarderos incluso en la oscuridad. "Pero una ventaja así dura lo que tarda en tenerla el enemigo, así que había que despistar a la inteligencia alemana para que no descubriesen esta tecnología", sigue Alonso. Pusieron en marcha una maniobra de distracción: convencer a los alemanes de que la puntería de los pilotos ingleses se debía a su alto consumo de zanahorias, que les proporcionaba una excelente vista nocturna. La campaña funcionó: hasta las madres alemanas recomendaban a sus hijos comer zanahorias. Y así, hasta nuestros días.

¿Hay algo de verdad en ese mito urbano? Sí, desde luego. "En esa época se empezaba a conocer el papel de las vitaminas, nutrientes necesarios en determinadas dosis para que estemos sanos. La vitamina A, de la que es precursora el beta-caroteno que hay en las zanahorias, favorece el correcto funcionamiento de la vista. Pero ahí queda todo, no vas a ver en la oscuridad por muchas zanahorias que comas", bromea Alonso. Como curiosidad: la escasez de mantequilla y de carne roja y la abundancia de verduras hicieron que muchos ingleses estuviesen en mejor estado de salud después de la época de escasez que antes.

Los soldados, y no los aviones, libran las guerras

Muchas de las anécdotas bélicas que recoge sirven para explicar conceptos neurológicos, enfermedades neuronales o fenómenos psicológicos que la guerra descubrió o ayudó a entender. "Al final, las guerras las libran los soldados y no los aviones, y la neurociencia ha dejado claro que el éxito final en la batalla depende también de esos circuitos cerebrales que codifican el valor, la resistencia, el espíritu de lucha, la alta moral, el trabajo en equipo, la fe en la victoria y también el sobreponerse al pánico, superar el horror de los estragos, el ser capaz de matar a un semejante y tantas otras cosas", escribe el autor.

Y para hablar de ello, Alonso se refiere a David H. Marlowe, un antropólogo americano que estudió en qué momento se fragua el compromiso del soldado con la guerra que libra, "es decir, cuándo la psicología del combatiente se impone al miedo a la muerte". Es, explica, un concepto que nada tiene que ver con la tecnología de la que dispone un soldado, y que todas las naciones y bandos del mundo han querido hacer suyo pero, al final, se trata de un mecanismo mental. "Mira la guerra de Vietnam. Allí, el ejército tecnológicamente más avanzado no consiguió vencer por el componente psicológico que es fundamental en cualquier guerra".

La guerra es un claro motor del progreso, ¿cree Alonso que sin guerras habríamos llegado tan lejos? "Creo que sí. Yo soy intrínsecamente optimista y creo que el progreso es parte del ser humano. Vivimos en la época histórica en la que menos gente muere en conflictos bélicos, aunque los tengamos más presentes porque los vemos en televisión, y es cuando más está avanzando la ciencia. Las guerras son eventos lamentables y catastróficos".

Antes de despedir la conversación, es inevitable preguntar por el título del libro. Entonces, ¿quién robó el cerebro de JFK? Alonso se ríe y reconoce que el título lo eligió su editor, aunque él siempre estuvo de acuerdo. "Hay muchas teorías y conspiraciones en torno a la muerte de Kennedy, y lo que mucha gente no sabe es que, de hecho, a día de hoy no se sabe dónde está su cerebro, que se extrajo durante la autopsia y desapareció en la confusión posterior". La respuesta está en el libro, por si a alguien le pica la curiosidad.

Cuenta José Ramón Alonso, catedrático de Biología celular de la Universidad de Salamanca, que una de las decisiones que tomó Adolf Hitler, en su momento cruel y todavía hoy condenable, como fue impedir que los científicos judíos desarrollasen su trabajo en universidades y centros alemanes, resultó ser todo un regalo al resto del mundo.