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Momia por accidente: cuando la naturaleza detiene la putrefacción
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el frío extremo conservó a ötzi 5.000 años

Momia por accidente: cuando la naturaleza detiene la putrefacción

Se cumplen 24 años del descubrimiento de una de las momias más antiguas conocidas, cuya conservación es tan buena como fortuita.

Foto: Ötzi en el momento de su muerte, a los 46 años
Ötzi en el momento de su muerte, a los 46 años

El 19 de septiembre de 1991, dos alpinistas alemanes encontraron un cadáver sin identificar en los Alpes. Como reveló el análisis posterior del cuerpo, este individuo de origen italiano había sido asesinado. El asunto no pasó a la Policía porque cualquier delito existente ya había prescrito: el pobre Ötzi había muerto hacía más de 5.000 años.

Así se descubrió la momia natural más antigua de Europa, perteneciente a la Edad de Cobre (3.300 a.C.), y conservada de forma excepcional debido al frío extremo de los Alpes italianos. Las investigaciones llevaron siete años, y el análisis genético determinó que Ötzi era intolerante a la lactosa, tenía problemas cardiovasculares, artritis, caries y parásitos. Su edad era de 46 años, bastante avanzada para la época. Todo un torrente de información sobre una época poco conocida que debe agradecerse a uno de los mayores enemigos del crecimiento bacteriano: las temperaturas bajo cero.

¿Cómo es posible que unos restos de más de 5.000 años no sólo no hayan desaparecido sino que todavía conservaran restos genéticos? La respuesta se encuentra en la momificación, un proceso en este caso natural que también puede llevarse a cabo mediante embalsamiento y que tiene como resultado la conservación extrema durante un tiempo prolongado mucho más allá de la muerte. Sea intencional o no, el resultado es el mismo: la putrefacción natural que lleva a la destrucción de tejidos tras la muerte hasta la desaparición de cualquier resto orgánico, es ralentizada al máximo, hasta el punto de casi detenerse.

Si la vida consiste en mantener unas condiciones internas constantes, con independencia de cómo varíe el exterior (homeostasis), la muerte es el fin de esa separación y la homogenización del interior con el medio. En cuanto el corazón deja de latir, una serie de procesos comienzan a degradar el cuerpo. La temperatura corporal se equilibra con la ambiente, lo que provoca que la sangre se acidifique y aumente el CO2. Esto rompe las células, que liberan sus enzimas: el cuerpo comienza a digerirse a sí mismo.

En las horas siguientes a la muerte, los miles de billones de bacterias que viven en nuestro aparato digestivo comienzan a darse un festín

Además, los miles de billones de bacterias que han formado parte indisoluble del aparato digestivo comienzan a devorar a su antiguo dueño mientras secretan putrescina y cadaverina, dos compuestos orgánicos cuyo nombre permite imaginar a la perfección el olor provocado. Al final, sólo quedan los huesos que, con tiempo suficiente, también se convierten en polvo. En el caso de Ötzi, estas fuerzas actúan de forma mucho más limitada.

Bacterias en la nevera

Los microorganismos pueden resistir gran variedad de situaciones pero, en general, no llevan bien las temperaturas extremas. Aquellos extremófilos denominados sicrófilos pueden crecer en ambientes por debajo de los 0ºC, toda una hazaña para una bacteria que debe evitar a toda costa que el líquido de su interior se congele (algo que seres más complejos evitan gracias a gruesas capas protectoras y a estufas internas). Estos diminutos seres lo consiguen mediante sustancias que reducen considerablemente el punto de congelación del agua... aunque todo tiene un límite.

Una cosa es poder crecer a temperaturas bajo cero y otra muy diferente es hacerlo bien: con el frío suficiente este crecimiento se encuentra prácticamente detenido, un factor clave en la conservación de alimentos. En realidad todo es cuestión de tiempo: Ötzi, a pesar de su asombrosa conservación, se encuentra notablemente deteriorado. Nada puede impedir la putrefacción, sólo detenerla. Los ambientes extremadamente secos sin humedad tienen un efecto momificador similar al frío.

Las bacterias que son capaces de crecer a temperaturas bajo cero deben evitar que el líquido de su interior se congele

Tal es el efecto conservador del frío que otras momias mucho más jóvenes que Ötzi muestran un aspecto inquietante debido a su antigüedad. Es el caso de los niños de Llullaillaco, otro ejemplo de momificación involuntaria. Estos tres menores de quince, siete y seis años, de origen inca, fallecieron hace unos 500 años en Argentina. La muerte fue debida a un sacrificio ritual en el que las víctimas se dejaban a su suerte en la naturaleza, por lo que la conservación es casual.

Fueron encontrados a casi 7.000 metros sobre el nivel del mar, en la cima del volcán Llullaillaco. "Parecen dormidos", afirmaron los sorprendidos descrubidores ante el excelente estado de conservación. Curiosamente, igual que los alimentos congelados se estropean más rápidamente al sacarlos del frigorífico, algo similar sucede con estas momias. En el caso de los niños incas, los posteriores desplazamientos han provocado que su destrucción se acelere, hasta el punto de que algunos expertos aseguran que han sufrido más daños en una década que en cinco siglos. El motivo: la destrucción de los tejidos que provoca la congelación favorece que las bacterias puedan darse un festín con mayor velocidad. Lo que el frío da, también lo quita.

El 19 de septiembre de 1991, dos alpinistas alemanes encontraron un cadáver sin identificar en los Alpes. Como reveló el análisis posterior del cuerpo, este individuo de origen italiano había sido asesinado. El asunto no pasó a la Policía porque cualquier delito existente ya había prescrito: el pobre Ötzi había muerto hacía más de 5.000 años.

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