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La fortuna de la austera y anónima condesa
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EL PATRIMONIO DE TATIANA PÉREZ DE GUZMÁN EL BUENO, EN MANOS DE SU FUNDACIÓN

La fortuna de la austera y anónima condesa

Mujer menuda, delgada, amable, educada y de voz potente. Pero, ante todo, Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno era condesa. Independiente y enamorada de la naturaleza

De su matrimonio con Julio Peláez Avendaño, ingeniero en Ciencias Físicas, heredó su pasión por la investigación, y él la debilidad de esta noble de educación exquisita: el campo. Hoy, ambas áreas encuentran su continuidad en los objetivos de la fundación, que esta semana se ha presentado en sociedad y que gestiona su patrimonio con una finalidad de servicio a la sociedad, mediante la formación a la juventud, la investigación científica y la conservación del patrimonio histórico-artístico y el medio ambiente. Uno de los proyectos que se acometieron estando con vida la condesa fue la restauración del Palacio de Los Arenales, donde las cigüeñas habían encontrado un espacio en el que anidar que durante el proceso de rehabilitación se respetó.

Austeridad y educación alemana

Tatiana era una noble a la antigua usanza. Nunca perdió la conciencia de quién era ni de dónde venía. Hija de Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno y Ana Juliana Sabacher, si se bucea en su árbol genealógico se descubren lazos con Cristóbal Colón, los Golfines -franceses llegados a España para combatir a los moros en la batalla de las Navas de Tolosa- y Guzmán el Bueno, quien, según la leyenda, lanzó un cuchillo desde su Castillo de Tarifa para que los benimerines de Marruecos mataran a su propio hijo antes de sucumbir al chantaje de los sitiadores.

Su madre, alemana, eligió para ella la enseñanza en casa. De la mano de los mejores tutores se convirtió en una mujer culta que dominaba el alemán, el inglés y el francés a la perfección. Sin embargo, esta habilidad con los idiomas no le animó a viajar, le gustaba su casa, allí aprendía a diario, sumergida en sus libros y revistas. Sus otras dos pasiones fueron los animales y las plantas. No le importaba mancharse las manos para cuidar sus flores.

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Su otro vicio eran los coches. No tuvo muchos, pero sí buenos. Varios Mercedes, antiguos pero perfectamente conservados, duermen en las cocheras de uno de sus palacios. No aprendió a conducir, por lo que siempre tuvo chófer. Él fue uno de los pocos excesos que su austeridad le permitió concederse. No quería cocinera, ni sirvientes, y en la Quinta mandó construir una pequeña casa de una planta con una única habitación, baño, cocina y sala de estar para vivir; los palacios no iban con ella. 

Una Grande de España alejada de los focos

Tatiana sabía lo que quería y lo defendió hasta el último de sus días. Orgullosa de su condición de mujer, siempre llevó los pantalones. Los vistió desde joven y en su casa, pese a que su marido le administraba el patrimonio, nunca se tomó una decisión sin que ella diera su beneplácito. Su palabra era la única. Cuando en 2003 falleció su marido ella misma despachaba semanalmente con su administrador para estar al corriente del estado de sus posesiones, ninguno de sus asesores consiguió nunca estar más al tanto de los movimientos en Bolsa que ella y el futuro de la economía española era una de sus preocupaciones sus últimos años. 

El don de mando y la capacidad de trabajo fueron cualidades de las que hizo gala y valoró cuando las veía en otras mujeres, a quienes echaba en falta en los puestos de poder. Ese deseo ha encontrado respuesta en la labor de la Fundación, que ya ha premiado la labor de la Catedrática de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Alcalá de Henares, financiando su investigación contra el cáncer de próstata.

La condesa nunca perdió su saber estar, jamás demostró una emoción más de la cuenta. La Guerra Civil estalló cuando era una adolescente y le obligó a madurar, ya que al segundo día de la contienda su abuelo fue asesinado en Madrid. Además, durante la guerra, su único hermano murió, con 20 años, cuando combatía en Vic. El que estaba llamado a ser el conde de Torre Arias era lo contrario a Tatiana: alegre y dicharachero. Su muerte alimentó el carácter introvertido de la condesa, que pasó desapercibida, por voluntad propia, durante toda su vida. 

Aislada de los eventos públicos, no acudió ni a la boda de los Príncipes de Asturias, pero siempre estuvo al tanto de los dimes y diretes de la nobleza española. La condesa y marquesa fue invisible para los vecinos del barrio de la Quinta, a su entierro sólo acudieron empleados, su fiel administrador y la condesa viuda de Romanones, con la que nunca cruzó palabra y que hoy pelea por el título que Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno dejó libre. Eso fue todo lo que quedó en el aire. El resto, todo su legado, está atado y bien atado en la fundación que ella misma creó y que trabaja para garantizar que su inmenso patrimonio siga vivo.

De su matrimonio con Julio Peláez Avendaño, ingeniero en Ciencias Físicas, heredó su pasión por la investigación, y él la debilidad de esta noble de educación exquisita: el campo. Hoy, ambas áreas encuentran su continuidad en los objetivos de la fundación, que esta semana se ha presentado en sociedad y que gestiona su patrimonio con una finalidad de servicio a la sociedad, mediante la formación a la juventud, la investigación científica y la conservación del patrimonio histórico-artístico y el medio ambiente. Uno de los proyectos que se acometieron estando con vida la condesa fue la restauración del Palacio de Los Arenales, donde las cigüeñas habían encontrado un espacio en el que anidar que durante el proceso de rehabilitación se respetó.