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Sociedad del conocimiento vs sociedad del entretenimiento
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"EL TRABAJO SÓLO SIRVE PARA GANAR DINERO"

Sociedad del conocimiento vs sociedad del entretenimiento

A.M., profesional en la treintena, apropiadamente formado (carrera universitaria, master posgrado…), todavía no ha logrado encontrar un trabajo estable y con una remuneración adecuada. Acaba de

A.M., profesional en la treintena, apropiadamente formado (carrera universitaria, master posgrado…), todavía no ha logrado encontrar un trabajo estable y con una remuneración adecuada. Acaba de casarse, está pagando una hipoteca y tiene dificultades para llegar a final de mes. Mientras él pasaba por empleos precarios, algunos de sus amigos, con los que coincidía en las vacaciones de verano, y que abandonaron pronto sus estudios, conducían coches de gran cilindrada, habían comprado un piso al contado y se iban de juerga sin estar contando los euros. Varios de ellos trabajaban en la construcción, otros en la hostelería, y alguno en la noche. Probablemente ahora, cuando el ladrillo ya no funciona tan bien, y sus amigos ya no pueden cometer excesos (alguno está en paro), celebre no haber hecho lo mismo, pero muchas veces se ha preguntado en voz alta para qué ha pasado tantos días con los libros en la mano mientras sus amigos estaban de fiesta, gozando de la vida.

 

Es una más de las situaciones contradictorias de nuestra sociedad, que transmite insistentemente el mensaje de que la formación es el único camino para alcanzar un nivel de vida adecuado y que sin embargo dirige sus acciones en sentido contrario. Como subraya Salvador Cardús, periodista y profesor de sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona, hemos vivido unos años en los que “el mercado de trabajo no estaba demandando gente muy preparada sino que se satisfacía con empleados poco formados a los que pagaba sueldos bajos”. Pero, al mismo tiempo, dado que esa mano de obra era fundamentalmente juvenil, “permitía un mercado de ocio muy extenso, de poco nivel, que iba desde los coches tuneados hasta todo tipo de fiestas”. Coincide Juan Carlos Jiménez,  profesor de sociología de la Universidad San Pablo-CEU en que “hemos vivido en una economía de baja cualificación en la que se encontraba trabajo con cierta facilidad. La remuneración era escasa pero suficiente para los jóvenes, con lo que muchos han preferido trabajar a estudiar. Y eso sin contar con que, en algunos casos, pensaban, con cierta razón, que si iban a ganar lo mismo siendo carpintero que médico, para qué iban a estudiar”.

Este tipo de sociedad está generando nuevos valores, asegura Jiménez. No se trata, como suele afirmarse, que los jóvenes sólo piensen en hacer botellón o que no se preocupen más que de vivir el momento: es su misma concepción vital la que está cambiando. Si antes el trabajo era el centro de la existencia, ahora es percibido sólo como un medio para conseguir recursos económicos: “si las generaciones anteriores veían el trabajo como un lugar de realización, para las actuales no es más que una molestia por la que han de pasar para ganar dinero”.

Exceso de protección

Muchos expertos entienden que este cambio de mentalidad viene motivado por una educación permisiva y deficiente, que prioriza la satisfacción sobre el esfuerzo. Según Toni Talarn, profesor de psicopatología en la Universidad de Barcelona y autor de Psicoanálisis al alcance de todos (Ed. Herder),  el asunto es más complejo. De una parte, es cierto que “los padres de hoy día se esfuerzan por facilitar las cosas a sus hijos lo máximo posible, pero los chicos no lo tienen nada fácil. Otra cosa es que haya padres que se pasen de rosca y sobreprotejan a sus pupilos y los hagan de plastilina, caprichosos y débiles. Pero esos son los menos…”

Además, a la hora de entender la pérdida de valor del trabajo, hemos de reparar también en que hoy es el consumo el que establece las identidades y que, por tanto, la posesión de bienes es simbólicamente mucho más importante que el pasado. Según Talarn, “consumimos en exceso por placer, y así seguiremos haciéndolo sin solución de continuidad. Forma parte de nuestra naturaleza psicológica y, como no, de nuestra educación y de la sociedad en la que vivimos, cuyo concepto de felicidad pasa por los bienes materiales”. Lo que ocurre es que esa tendencia ha llegado hoy a extremos altamente preocupantes: “a veces nos comportamos como una sociedad muerta de hambre que ingiere de todo de manera desmedida: tecnología, moda, comida, relaciones, espacios,  información, espectáculos, recursos. Y, además, a gran velocidad, de un modo  acrítico y en grandes cantidades. Al igual que una persona que padeciese bulimia, que no puede resistir su impulso al atracón, nuestro comportamiento colectivo se afana en vaciar las estanterías de las grandes superficies para encontrar aquello que, de una vez por todas, nos haga sentir bien”. Pero eso no revela más que la fragilidad de una sociedad “que trata de compensar sus angustias vitales a través de la ingesta y compra masiva de cualquier producto. Nos comportamos como bebés ansiosos que tratan de aferrarse al chupete o al  biberón”.

La universidad, a exámen

Pero esta mezcla de educación ambivalente y de consumo excesivo tampoco es mejorada en las instituciones formativas. El panorama universitario que describe José Carlos Bermejo, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Santiago de Compostela, en su reciente obra, La fábrica de la ignorancia (Ed. Akal) es notablemente preocupante. En ella describe una universidad mal administrada, que despilfarra sus diferentes clases de capital y que contribuye escasamente a la formación de sus alumnos. Para Bermejo, el problema principal no es la falta de recursos, como suele aducirse desde los órganos de gobierno, sino su mala utilización. Así “en la universidad pública contamos con una ratio más que buena, de 12 alumnos por profesor. Lo malo es el reparto: te encuentras con 15 catedráticos, 15 profesores y un solo ayudante”. Tampoco suena muy racional que  “haya más profesores de latín en la universidad de Valencia que en toda Bélgica, que Galicia tenga el mismo número profesores que Dinamarca (cuando Dinamarca es un país rico y Galicia una autonomía pobre), que haya titulaciones que cuenten en primero de carrera con un solo alumno o que el 40% de los profesores funcionarios no tenga reconocido un sexenio de investigación”.

Todo esto no es más que la consecuencia, según Bermejo, de que nuestra universidad está dirigida “desde el capricho, la autocomplacencia (profesores y rectores se pasan la vida hablando de lo buenos que son) y la absoluta irresponsabilidad en la gestión”. Y tampoco parece que vaya a existir mucha posibilidad de cambio, en tanto “hay una pequeña oligarquía, que controla el ascenso de los profesores y el acceso a los recursos de investigación, que dicta las normas de funcionamiento cotidianas”. Afirma Bermejo que “si en la época franquista se mandaba por cojones, ahora se manda por normativa: se dictan las normas que convienen y si las que hay no les gustan, las cambian. Así tienen a todo el mundo con la mano estirada y sin protestar, a ver si les cae un proyecto de investigación o un contrato de algo. Controlan la universidad con el  sistema de dar galletas al perro”.

En definitiva, sin cultura del esfuerzo, sin un modelo social que favorezca un consumo ajustado a las necesidades y sin unas instituciones educativas sólidas, no parece que estuviéramos muy preparados para desenvolvernos con acierto en la economía del conocimiento. Sin embargo, también existen aspectos positivos, que los expertos suelen cifrar alrededor de la crisis. Así, Jiménez señala cómo en las últimas encuestas se están dejando sentir importantes cambios. “Si desde hace una década se repetía en los resultados una escasa valoración del estudio y del trabajo como realización personal de los jóvenes, en las del año pasado aparece ya una mayor preocupación por el futuro y un aumento de la confianza en la formación para hacer frente a la crisis”.

Para Salvador Cardús, es también la crisis lo que nos obligará a replantearnos el trayecto que hemos seguido “en esta docena de años de crecimiento alocado y sin rumbo”. En tanto esta situación de estancamiento provocará “sin ninguna duda” cambios en las actitudes, podemos ser optimistas respecto del futuro. Según Cardús la recesión provocará que nos dirijamos hacia “una sociedad más temperada, más sobria,  en la que abandonaremos esa actitud de nuevo rico en la que nos habíamos instalado”.

A.M., profesional en la treintena, apropiadamente formado (carrera universitaria, master posgrado…), todavía no ha logrado encontrar un trabajo estable y con una remuneración adecuada. Acaba de casarse, está pagando una hipoteca y tiene dificultades para llegar a final de mes. Mientras él pasaba por empleos precarios, algunos de sus amigos, con los que coincidía en las vacaciones de verano, y que abandonaron pronto sus estudios, conducían coches de gran cilindrada, habían comprado un piso al contado y se iban de juerga sin estar contando los euros. Varios de ellos trabajaban en la construcción, otros en la hostelería, y alguno en la noche. Probablemente ahora, cuando el ladrillo ya no funciona tan bien, y sus amigos ya no pueden cometer excesos (alguno está en paro), celebre no haber hecho lo mismo, pero muchas veces se ha preguntado en voz alta para qué ha pasado tantos días con los libros en la mano mientras sus amigos estaban de fiesta, gozando de la vida.

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