Por qué el gimnasio es peligroso si tienes más de 50, explicado por un cirujano cardiaco
"Los cincuenta son los nuevos treinta", o eso creen algunos. Porque el tiempo pasa inexorable y el organismo ya no tiene la misma capacidad de antaño. Así que prepárate un poco antes de iniciar cualquier actividad o te lesionarás
Foto de archivo de un gimnasio. (Guillermo Gutiérrez Carrascal)
Siempre hay un prototipo de cincuentón que decide empezar en el gimnasio a tales edades intempestivas. Se le ve a la legua. Para empezar, lleva una camiseta de algodón pasada de moda. Está descolorida y las fibras no ceden en el abdomen donde se vislumbra la prominente barriga. Lleva un pantalón de deporte con tres franjas a cada lado que es demasiado corto. Lleva unos calcetines de vestir monocromáticos, y lleva unas zapatillas baratas cuya marca es esa palabra que usan en las antípodas para referirse a esa arma arrojadiza que regresa a su dueño si no impacta en el objetivo. Para coronar el esperpento, lleva una toalla de manos con motivos florales que (sabemos fehacientemente) ha descolgado del cuarto de baño antes de salir de casa, y lleva un bidón de ciclista que ha encontrado, entre otros trastos en el garaje.
También le identificamos por sus andares vacilantes entre los pasillos delimitados por las máquinas de musculación, siempre ocupadas. Nuestro cincuentón novato lleva la toalla al hombro como un camarero que trabaja detrás de la barra e intenta desvelar el funcionamiento de los diferentes aparatos que se encuentra. Llega hasta el final y vuelve, pues no acaba de tenerlo claro. Bebe un trago de agua, espera de pie, se fija en los otros, más jóvenes, muy musculados, activos, realizando múltiples repeticiones, mientras empieza a lamentar este absurdo arrebato que le ha traído al gimnasio.
Al final un aparato queda libre. Se sienta, coloca bastante peso, y alza el soporte con energía. Enseguida se desestabilizan los brazos, poco acostumbrados, y el cuerpo adopta una posición nada ergonómica. Pero él se mantiene firme en su propósito. "Quien tuvo, retuvo", se repite. Sube y sube, tres, cuatro veces más, y lo deja caer. "No era para tanto", piensa, y se premia con otro trago de agua. Luego se seca el inexistente sudor con su toalla florida. "Es cuestión de insistir", se reafirma. Espera unos segundos y se dispone a iniciar la segunda serie. Repite los movimientos, esta vez, perdido el miedo, con más énfasis, “vamos a ello, tú puedes”, hasta que sucede lo inevitable: un dolor muy fuerte, como una gran quemazón, que anuncia un desgarro muscular tan insospechado para él como previsible para nosotros.
Un quincuagenario de la actualidad no tiene nada que ver con uno de los años ochenta. En aquella época se trataba de señores avejentados, de calvicie evidente, de dedos amarillos por el tabaco, palillo en la comisura, dieta hipercalórica, estómago abigarrado y carácter adusto ante cualquier recomendación saludable. Hoy el cincuentón asume su calvicie y se rapa, conoce el perjuicio del tabaco, se mira más al espejo que antaño e intenta no transgredir la dieta. Aun así, son pocos los que están en forma, porque las reuniones de trabajo, el estrés laboral y el cansancio vital, no les deja tiempo para practicar ningún deporte. Y cuando finalmente dan el paso, se encuentran que el gimnasio ha cambiado sin que se haya dado cuenta. Ya no se usa la misma indumentaria, ya no son los mismos ejercicios, ya no posee la misma resiliencia física.
Es el momento en el que surgen las lesiones. Por ejemplo, las lumbalgias, que aparecen en aquel que inicia ejercicios de fuerza sin ningún tono muscular de base. El sujeto de las cincuenta primaveras cumplidas se coloca en un aparato y tira con fuerza para mover las poleas, y lo hace sin preparación ni conocimiento. La existencia de un abdomen globoso, la famosa barriguita cervecera, no ayuda (ni en ese ejercicio ni en cualquier otro), puesto que descompensa el cuerpo durante el esfuerzo. No lo notará al momento, sino cuando llegue a casa. A nuestro protagonista le costará recuperarse porque las lumbalgias son muy incapacitantes, y seguramente dejará de ir al gimnasio durante un período largo en el que acabará por abandonar cualquier esperanza deportiva.
Para aquel cincuentón novato que huya de las máquinas (es mejor siempre una retirada a tiempo), le queda el recurso de la cinta de correr. Es una buena táctica para quienes quieren ponerse en forma sin riesgos de lesiones. Se ha puesto de moda, como demuestra el hecho de que están siempre llenas de caminantes. A determinadas edades, resulta un deporte aceptable y seguro, porque las articulaciones se resienten menos (en comparación con la destructiva carrera continua) y, hecho con intensidad, produce resultados. Pero, eso sí, siempre que se ponga interés. El cincuentón se sube y camina, porque su cuñado le ha dicho que lo haga. Pero no inclina la cinta ni camina a un ritmo que le genere consumo. Un error conceptual frecuente en aquellos caminantes desganados que ven series mientras andan parsimoniosos a la espera de un resultado que no llega, puesto que su actividad se asemeja a la que realizan durante el trayecto que va del sofá a la cama.
El riesgo de sufrir un esguince
Los cincuentones novatos más atrevidos aumentan la velocidad de la cinta y se ponen a trotar. La última carrera continua de más de cinco minutos fue en la clase de gimnasia hace tres décadas, así que pasa lo que tiene que pasar: su menisco debilitado por el tiempo sufre un desgarro. Aunque puede que solo se trate de un esguince.
Tradicionalmente atribuido al tobillo, un esguince se puede producir en cualquier articulación del cuerpo (y hay más de trescientas sesenta). A lo mejor no se lesionan el primer día, pero es el segundo, y sufren una fascitis plantar por un estiramiento o sobrecarga de la fascia, es decir, del tejido fibroso que recorre longitudinalmente la planta del pie. Es una lesión muy fastidiosa y que se hace crónica con facilidad, pero que, al menos, nuestro protagonista compartirá con orgullo en reuniones laborales y sociales, puesto que es un estigma de hombre maduro que entrena a diario. A lo mejor el que vuelve se lesiona en el hombro. La movilidad de tal articulación, con su forma particular de “bola y zócalo”, la hace vulnerable a tendinitis, bursitis, distensiones y desgarros del manguito rotador, que son comunes después de los 50 años, así que, imagínense si se somete a ejercicios de fuerza despendolados y poco habituales.
Descartadas máquinas y la cinta, al quincuagenario novato no le queda más opción gimnástica que el suelo y la esterilla. Se tumba a duras penas y, por el rabillo del ojo, admira embelesado las contorsiones de sus vecinas de alfombrilla deportiva. Gracias a sus cuerpos cincelados, fruto de horas y horas de trabajo en el gimnasio, se estiran, se contraen con decisión, con armonía, y mantienen las piernas en vilo durante minutos, gracias a una capacidad muscular abdominal envidiable.
Él se coloca boca arriba. La última vez que estuvo en esa posición en un sitio público fue en la playa, después de haber dado buena cuenta de una paella y un buen vino. Hace acopio de toda su buena voluntad para despejar el sentido del ridículo que le invade, y se centra en acometer el objetivo que se ha propuesto: hacer una serie de abdominales. Dobla las piernas, coloca las manos en la nuca, respira hondo y levanta la cabeza hacia sus rodillas. Nota la cara enrojecida por el esfuerzo, nota su propio tronco como ajeno, y nota la dificultad de doblarse sobre sí mismo. Pero lo consigue. A duras penas, pero lo ha logrado. Se siente observado, duda, y nota la molestia de la exigua pantaloneta que se le clava en la ingle.
“¿Quién me manda meterme en esto a mi edad?” Busca con la mirada perfiles que estén peor que él, que palien su angustia, y acaba cayendo en la esterilla mientras emite un bufido ¿Sería capaz de repetirlo? Tumbado, nota en sus flancos su propia grasa desparramada hacia los lados, y quiere irse corriendo a casa, a tomarse una cerveza, o mejor dos, porque tan inteligente es una retirada a tiempo como asumir las limitaciones y las circunstancias vitales. “No estamos en este mundo para sufrir, o al menos, hemos de intentar que así sea”, se dice a sí mismo en el torno de salida del gimnasio al que nunca volverá.
Cuando la actividad pasa a ser rutina
Pero no siempre sucede de esta manera. Hay quincuagenarios novatos que pasan el filtro. Se dice que una actividad pasa a ser rutina, una costumbre, algo que ya no resulta dolorosa y que se hace sin pensar cuando la repetimos 21 días seguidos. El origen de esta idea se le atribuye al filósofo y psicólogo estadounidense William James, cuando en 1890 relacionó el hábito con la plasticidad cerebral. Así pues, hay cincuentones que consiguen aguantar las tres primeras semanas.
Los resultados aparecen rápido, pero siempre y cuando exista un compromiso de vida saludable añadido: no tiene sentido practicar deporte sin controlar ese demonio que nos incita a pecar y a abrir la boca. El deporte da hambre y ganas de transgredir debido a la falsa sensación de que “nos lo merecemos” por haber trabajado en el gimnasio. No habrá resultados si no evitamos los alimentos con alto contenido calórico y si no se abandona el consumo de bebidas alcohólicas. Y, por supuesto, el tabaco.
Así pues, queridos cincuentones lectores, como bien es sabido, a determinadas edades es conveniente hacer ejercicio. Lo que no se recomienda es el inicio de una actividad deportiva por libre, sin asesoramiento, sin control de riesgos, sin conocimiento de causa. En los gimnasios hay monitores deseosos de ser contratados. Si no se dan las circunstancias para ello, hay dos herramientas fundamentales al alcance de nuestra mano que podemos utilizar: una es nuestro teléfono inteligente, que nos responderá muchas dudas al respecto de actividades deportivas adecuadas para iniciados mayores, y otro está encima de los hombros y nos permite pensar, razonar y discernir, y se llama sentido común.
Que se mejoren.
Siempre hay un prototipo de cincuentón que decide empezar en el gimnasio a tales edades intempestivas. Se le ve a la legua. Para empezar, lleva una camiseta de algodón pasada de moda. Está descolorida y las fibras no ceden en el abdomen donde se vislumbra la prominente barriga. Lleva un pantalón de deporte con tres franjas a cada lado que es demasiado corto. Lleva unos calcetines de vestir monocromáticos, y lleva unas zapatillas baratas cuya marca es esa palabra que usan en las antípodas para referirse a esa arma arrojadiza que regresa a su dueño si no impacta en el objetivo. Para coronar el esperpento, lleva una toalla de manos con motivos florales que (sabemos fehacientemente) ha descolgado del cuarto de baño antes de salir de casa, y lleva un bidón de ciclista que ha encontrado, entre otros trastos en el garaje.