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Cuestionamiento ético del concepto de 'muerte cerebral'
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Cuestionamiento ético del concepto de 'muerte cerebral'

En la donación, el consentimiento previo del donante o el de la familia son requisitos legales para la autorización de la extracción de los órganos

Foto: Foto de archivo de un trasplante de pulmón. (Getty Images/Christopher Furlong)
Foto de archivo de un trasplante de pulmón. (Getty Images/Christopher Furlong)

En la última semana de agosto trascendía la noticia del primer xenotrasplante pulmonar a partir de un cerdo modificado genéticamente para evitar el rechazo inmunológico. El receptor era un paciente en muerte cerebral. El objetivo principal de investigación era evaluar la funcionalidad del órgano y la existencia de rechazo durante nueve días, el límite de experimentación autorizado por la familia. El trasplante se realizó en la Universidad de Guangzhou (China). Pocos meses antes, otros colegas en el Hospital Militar Xinjin (también en China) realizaron un xenotrasplante parecido, esta vez de un hígado porcino. Sin entrar en los aspectos técnicos complejos ni detallar la utilidad clínico-experimental de los xenotrasplantes (que escapa al interés del presente artículo), estas iniciativas vanguardistas están siendo consideradas por numerosos expertos como un auténtico hito en la historia de la medicina. Aunque bien pudiera no ser oro todo lo que reluce si sobre el brillante y celebrado éxito se ciernen sombras que limiten el alcance científico de la investigación.

En la donación de órganos, el consentimiento previo del donante (testamento vital o voluntades anticipadas) y, en su defecto, el de la familia o el consentimiento presunto son requisitos legales para la autorización de la extracción de los órganos por los equipos de trasplante. El eventual donante debe haber sido declarado previamente en muerte cerebral, si bien en los últimos años se están obteniendo órganos a partir de donantes en parada circulatoria (donación en asistolia), una modalidad novedosa de donación de órganos cada vez más relevante.

Hay que distinguir las circunstancias puramente deontológicas que impiden aplicar el consentimiento normalmente utilizado en la donación de órganos a pacientes sometidos a xenotrasplante. De manera universal, la política de trasplantes acepta de forma natural y aprueba sin mayores dificultades éticas la autorización de la familia o, en algunas jurisdicciones, el consentimiento presunto. Esta práctica, sin embargo, no puede ser admitida en el caso de los dos pacientes en muerte cerebral, esto es, en completa incapacidad cognitiva, que fueron sometidos en China a un procedimiento experimental sin haber tenido antes la posibilidad de consentir explícitamente dicha propuesta excepcional (el xenotrasplante no es una práctica médica habitual como los trasplantes de órganos).

Llama poderosamente la atención que se haya considerado legítima y suficiente la autorización de la familia en unas circunstancias igualmente excepcionales, marcadas por el estado de muerte cerebral. Las dudas surgen de inmediato. ¿Quién de nosotros se plantearía conceder o rechazar en vida una propuesta de esta naturaleza? ¿De qué manera pueden los familiares estar seguros de que el paciente hubiera consentido de haber podido hacerlo? ¿Cuáles han sido las consideraciones de los comités de ética de ambas instituciones sanitarias en China para no encontrar objeciones y permitir estas investigaciones al borde de lo éticamente aceptable? ¿Hubieran pasado el filtro de los comités de ética de un país occidental, por ejemplo España? Preguntas pertinentes de quien ha formado parte durante varios años del comité ético de un hospital de Madrid, que estoy seguro se hubiera manifestado frontalmente en contra. Ninguna declaración pública de expertos aplaudiendo este tipo de investigación incluye mención alguna de estas cuestiones ciertamente problemáticas para la deontología médica, más allá de vagas alusiones a una eventual regulación normativa. Y esto me parece grave. Porque no todo está permitido en aras del progreso. Si primero se investiga y se deja para más adelante el análisis formal de las dificultades bioéticas y el examen pormenorizado de los perjuicios derivados de una investigación que atentara contra los derechos de los pacientes, flaco favor estaríamos haciendo a la humanidad, en general, y a la ciencia en particular.

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Si la imposibilidad de un consentimiento cognitivo y volitivo en estado de muerte cerebral es un asunto de primer orden, no resulta menor la incertidumbre científica acerca del peligro de una transmisión viral inadvertida. La posibilidad de transferir un agente infeccioso del xenotrasplante al receptor y que posteriormente se propague a otros individuos sigue siendo una gran incógnita treinta años después de que los xenotrasplantes fuesen propuestos como alternativa. Una preocupación adicional es que estos virus sufran una mutación o una recombinación genética que conduzca a la generación de un nuevo agente infeccioso de riesgo pandémico elevado.

Dado los riesgos potenciales sobre la población, la autorización de ensayos clínicos con xenotrasplantes podría ser vista, desde una perspectiva deontológica, como equivalente a exponer a la sociedad a estos riesgos sin su consentimiento ni conocimiento. La pregunta es, en última instancia, ética y no técnica: ¿está justificado el riesgo para la población, que aunque no es cuantificable sabemos que es mayor que cero, por el beneficio clínico que obtendrían algunos pacientes?

Los riesgos de los xenotrasplantes

Dos publicaciones en Nature y Nature Medicine advertían ya en 1998 de los riesgos que comportaban los implantes de órganos de cerdo, auténticos caballos de troya que posibilitarían la invasión de virus muy peligrosos en la población. La experiencia reciente en Estados Unidos confirma esta posibilidad como real y debería tenerse muy en cuenta: al menos en uno de los cuatro casos trasplantados desde 2022 con órganos de cerdos modificados genéticamente, se pudo identificar una reactivación e infección por citomegalovirus porcino (virus latente en el xenoinjerto) como un factor contribuyente en la muerte del paciente dos meses después de la operación.

Llegados a este punto y una vez visto el escenario cuanto menos incierto de la intrincada justificación deontológica de los xenotrasplantes, es preciso que ahora demos un paso más y nos propongamos deshacer el nudo gordiano que subyace a los xenotrasplantes en muerte cerebral y, de manera primordial, a los trasplantes de órganos humanos, que no es otro que el propio concepto de muerte cerebral.

La donación de órganos a partir de donantes fallecidos (muerte cerebral o en asistolia) se basa en la aceptación moral de la regla del donante muerto: el paciente ha de estar muerto antes de proceder a la extracción de los órganos. La muerte cerebral se basa en la premisa de que el cese permanente de todas las funciones cerebrales equivale a la muerte del individuo, y puede identificarse como tal mediante una simple exploración neurológica a la cabecera del paciente. En septiembre de 1968, un comité ad hoc de la Facultad de Medicina de Harvard emitió un informe sobre el "paciente inconsciente irreversible". Los miembros del comité acordaron que se podría retirar el soporte vital de los pacientes diagnosticados de coma irreversible o muerte cerebral (términos utilizados indistintamente) y que, con el consentimiento de la familia, los órganos podrían ser extraídos. Su principal preocupación era proporcionar un axioma que permitiera la retirada del soporte vital.

Hasta entonces, la retirada del soporte vital era una actuación muy cuestionada desde que fuera posible mantener por tiempo prolongado la función cardíaca, respiratoria y metabólica en pacientes profundamente inconscientes. Algo que resultaba un impedimento difícilmente salvable para poder establecer de manera directa una equivalencia entre el estado de muerte cerebral y la muerte del paciente. A pesar de ello, las recomendaciones del Informe Harvard terminaron siendo adoptadas por numerosas jurisdicciones (incluida España; con la excepción de Japón y el estado de Nueva York).

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La falta de precisión en la definición de muerte cerebral generó sin embargo considerable confusión, motivo por el que se nombró una Comisión Presidencial que en 1981 declaró que la muerte individual dependía del "cese irreversible de las funciones circulatorias y respiratorias o del cese irreversible de todas las funciones del cerebro, incluida la del tronco cerebral". Una declaración que continuó suscitando serios problemas jurídicos ante la detección de cualquier actividad cerebral residual que excluiría el diagnóstico de muerte (como ciertamente ocurre en pacientes que cumplen criterios de muerte cerebral y presentan no obstante diversas formas de actividad eléctrica y neurohormonal). En tal caso, la extracción de órganos sería ilegal. Muchos autores han argumentado que los pacientes que exhiben estas características no están muertos y que el concepto de muerte cerebral es defectuoso. Algunos abogan incluso por un retorno a los criterios cardiopulmonares tradicionales.

Más allá de la presunta ilegitimidad fisiopatológica del concepto de muerte cerebral como equivalente a la muerte del individuo (en el momento de la extracción de órganos muchos donantes mantienen intacto el control neurohormonal hipotálamohipofisario, demuestran una termorregulación normal hipotalámica, y conservan intacta la función del sistema nervioso autónomo revelada por la ausencia de colapso circulatorio y la presencia tanto de movimientos intestinales como de reflejos vasomotores —taquicardia e hipertensión—, lo cual resulta inconsistente con el "cese permanente de todas las funciones del cerebro"), algunos autores también han cuestionado la premisa de irreversibilidad clínica del estado de muerte cerebral que subyace en la declaración de Harvard.

En pacientes con hipertensión intracraneal progresiva, el flujo sanguíneo cerebral no desciende hasta el nivel más bajo (capaz de provocar necrosis y muerte neuronal irreversible) sin antes atravesar por una fase de penumbra isquémica global en la que las funciones sinapsis-dependiente están reversiblemente suprimidas. De forma que el coma profundo y la arreflexia encefálica, además de manifestaciones patentes de la muerte del tronco encefálico y cerebral, también pueden formar parte de la sintomatología específica de la fase de penumbra isquémica global sin que todavía se haya establecido un daño neurológico irreversible (que puede no tener lugar hasta 48 horas después). Se han descrito porcentajes significativos de casos de traumatismo craneoencefálico grave en coma profundo que se recuperaron tras un tratamiento multimodal neurointensivo.

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La aplicación enérgica de un tratamiento integral antiedema inmediatamente después de una lesión cerebral grave con criterios de muerte cerebral podría ser decisiva en la recuperación de un subgrupo de pacientes en estado de penumbra isquémica global. Por eso, el concepto de muerte cerebral como determinación de la muerte, dada la incertidumbre en la irreversibilidad del daño neurológico asociado, sigue siendo controvertido a día de hoy a pesar de su utilización generalizada. Sobre todo a la vista de la existencia de supervivientes de muerte cerebral crónica. Tanto la evidencia médica empírica como la comprensión del deber moral del médico constituyen un imperativo hacia las personas que rechazan la asunción del concepto de muerte cerebral (un rechazo existencial muy extendido en Japón), y debería llevar al compromiso ético ineludible de ofrecer una terapia potencialmente efectiva antes de considerar a un paciente en estado crítico como potencial donante de órganos.

No es ésta una cuestión baladí, tampoco un debate teórico de salón o discusiones estériles sobre el sexo de los ángeles. Y aún así, seguramente habrá quienes piensen que son meras disquisiciones frívolas y vean en ellas una amenaza a las políticas de trasplante y un daño intolerable a la reputación y confianza en el sistema. Si se salvan vidas, dirán algunos, la crítica está fuera de lugar. Pero esto no es más que ponerse una venda en los ojos para esquivar la dura realidad, que termina sentando jurisprudencia antes o después. Solo hace unos pocos meses, en junio pasado, se publicaba nada menos que en The New York Times un reportaje sobre docenas de pacientes que habían sido incluidos indebidamente en programas de donación de órganos a pesar de presentar signos vitales evidentes. Una investigación federal determinó que el proceso debería haberse detenido y los pacientes excluidos para la donación. Los hechos ocurrieron en el estado de Kentucky: "Hace cuatro años, un hombre inconsciente comenzó a despertarse justo cuando estaban a punto de desconectar el soporte vital para poder extraer sus órganos. El paciente lloraba, se llevaba las piernas al pecho y sacudía la cabeza, a pesar de lo cual los médicos intentaron seguir adelante". "En diciembre de 2022, una víctima de sobredosis comenzó a moverse al poco tiempo de haber sido desconectado el soporte vital y empezó a mirar a su alrededor. El paciente no tenía idea de lo que estaba pasando, pero a cada instante se volvía más consciente. Después de cuarenta minutos, cuando los órganos ya no eran aptos para la donación, se suspendió el intento y fue trasladado a la UCI".

La investigación federal

La investigación federal comenzó en otoño pasado después de que un comité del Congreso escuchara el testimonio de Anthony Thomas Hoover, víctima de una sobredosis en 2021. Estuvo inconsciente durante dos días antes de que su familia aceptara donar sus órganos. "Los responsables de la organización encargada de coordinar la donación de órganos activaron el proceso de la extracción, incluso mientras mejoraba su condición neurológica. Durante una exploración se retorcía en la cama. Estaba sedado para evitar más movimientos. El personal del hospital estaba extremadamente incómodo por la cantidad de reflejos del paciente e insistían en que continuar con la donación equivaldría a una eutanasia. Cuando se lo llevaron para la extracción, el Sr. Hoover lloraba, se llevaba las rodillas al pecho y negaba con la cabeza. Ante estos claros signos de recuperación, un médico del hospital se negó a retirarle el soporte vital. El Sr. Hoover terminó recuperándose de la crisis aunque persisten a día de hoy graves secuelas neurológicas". La fiscalía general de Kentucky ha abierto una investigación sobre el caso.

El Congreso federal ha descubierto que los responsables de la organización ignoraron las señales graduales de alerta no sólo en este paciente, sino también en docenas de otros donantes potenciales. Se examinaron los historiales de 350 casos en los que los planes de extracción fueron cancelados en última instancia en los últimos cuatro años. La investigación reveló que en 73 casos las autoridades deberían haber detenido el procedimiento en cuanto se constataron niveles de consciencia suficientemente altos o en mejoría. Aunque las cirugías no llegaron a realizarse, varios pacientes mostraron signos de dolor o angustia en la preparación. La mayoría de ellos, finalmente, fallecieron horas o días después. Sin embargo, según el Departamento de Salud estadounidense, algunos se recuperaron hasta el punto de poder ser dados de alta del hospital.

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Más de uno creería estar leyendo un magnífico guión para una película de terror. De estrenarse algún día, se trataría desde luego de una película basada en hechos reales.

En el mundo en que vivimos damos por ciertas muchas cosas simplemente porque están normalizadas en nuestra existencia. Desde 1968 nadie cuestiona que un paciente que haya sido declarado en muerte cerebral esté realmente muerto. Sin embargo, los candidatos a donantes de órganos en muerte cerebral que resucitan en la mesa de quirófano, como acaba de publicar el The New York Times, o la experimentación no consentida con xenotrasplantes en muerte cerebral, ponen en tela de juicio el paradigma que hoy continúa vigente desde su adopción por la Facultad de Medicina de Harvard hace más de 50 años. Porque si estuviesen realmente muertos, ¿tendría verdaderamente algún sentido experimentar con xenotrasplantes?

Las evidencias no son definitivas. Pero los indicios son potentes. Al menos para poder interpelar una doctrina hasta ahora presentada como indiscutible. Me viene a la cabeza la sentencia atribuida a Galileo pronunciada en secreto tras ser forzado a abjurar de la visión heliocéntrica ante el Tribunal de la Inquisición y que, a modo de epílogo, simboliza la verdad de las ideas científicas frente a la censura o el dogma: Eppur si muove.

Dr. Rafael Bornstein Sánchez
Consultor sénior de Hematología

En la última semana de agosto trascendía la noticia del primer xenotrasplante pulmonar a partir de un cerdo modificado genéticamente para evitar el rechazo inmunológico. El receptor era un paciente en muerte cerebral. El objetivo principal de investigación era evaluar la funcionalidad del órgano y la existencia de rechazo durante nueve días, el límite de experimentación autorizado por la familia. El trasplante se realizó en la Universidad de Guangzhou (China). Pocos meses antes, otros colegas en el Hospital Militar Xinjin (también en China) realizaron un xenotrasplante parecido, esta vez de un hígado porcino. Sin entrar en los aspectos técnicos complejos ni detallar la utilidad clínico-experimental de los xenotrasplantes (que escapa al interés del presente artículo), estas iniciativas vanguardistas están siendo consideradas por numerosos expertos como un auténtico hito en la historia de la medicina. Aunque bien pudiera no ser oro todo lo que reluce si sobre el brillante y celebrado éxito se ciernen sombras que limiten el alcance científico de la investigación.

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