Todos los trenes de la Defensa perdidos por la UE: cómo falló el sueño de la autonomía militar
Los socios europeos acumulan décadas de retrasos y oportunidades perdidas en el ámbito de la seguridad y la defensa. Este es un recorrido por cómo se ha llegado hasta aquí
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Europa asistió en shock a cómo Donald Trump necesitó menos de un mes en la Casa Blanca para hacer saltar por los aires ocho décadas de lazos transatlánticos. Washington ha iniciado conversaciones con Moscú respecto a Ucrania, e incluso los miembros identificados como más atlantistas dentro de la administración americana han indicado que los europeos no tendrán voz en esas negociaciones. Estos acontecimientos, que han ocurrido en menos de dos semanas, han hecho que muchos políticos, analistas y voces de la opinión pública apunten a la necesidad de una auténtica revolución en el ámbito de la seguridad y defensa en la Unión Europea.
Hoy, Europa siente con impotencia que su voz no cuenta en la resolución de la guerra de Ucrania, a pesar de su fuerte implicación financiera y humanitaria. No es la primera vez que ocurre. Esa misma sensación de impotencia se vivió ante la invasión soviética de Afganistán, la revolución islámica de Irán y, más tarde, con la guerra de los Balcanes. En todo caso, y especialmente a partir de comienzos del siglo XXI, a esta impotencia europea se le ha sumado el hecho de que las prioridades de Europa y Estados Unidos han ido divergiendo. Antes, los europeos podían estar preocupados por algo que ocurría en su vecindario y ante lo que eran incapaces de reaccionar, pero podían contar con que EEUU se encargaría de ello si la situación se agravaba demasiado. Hoy ya no existe esa seguridad.
Que Estados Unidos está menos implicado en Europa es tanto lógico como factual. El colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría hicieron que desde hace ya unos 30 años el interés americano estuviera en otros teatros de operaciones. Si entre 1989 y 1992 Estados Unidos tenía 280.000 soldados estacionados en Europa, esa cifra disminuyó hasta los 86.000 en 2007 y los 62.635 en 2016.
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En los últimos años, esa cifra había vuelto a aumentar hasta cerca de los 100.000 efectivos por el reforzamiento del flanco este de la OTAN ante la guerra de Ucrania. Pero si bien ese proceso ya llevaba tiempo en marcha, los últimos días han sido traumáticos para los europeos. Eso ha hecho que muchos opinadores, eurodiputados y analistas aseguren que esto ha sido un mensaje de "¡despierta!" a Europa, para que se haga cargo de su seguridad y sea ambiciosa en su agenda. Los líderes están intentando responder, como ha demostrado un Consejo Europeo extraordinario de este jueves, en el que han bendecido los nuevos planes de la Comisión Europea para aumentar el gasto en defensa. Pero si algo se le da bien a Europa, es retrasar alarmas. Este es un recorrido no exhaustivo por los intentos de integración europea en el ámbito de la seguridad, sus fracasos y sus pequeños pasos adelante.
Breve historia de una ambición durmiente (1950-1984)
Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental, un territorio destruido, afectado por la guerra, totalmente deprimido y, en el caso de Alemania, dividido, era una región controlada por Estados Unidos. En general, los países europeos estaban cómodos con contar con la protección americana ante la amenaza de la Unión Soviética y ante el riesgo de un renacer militar de Alemania.
Aunque hoy el enfoque cuando se habla de un debate europeo sobre seguridad y defensa está puesto en de qué manera evitar una dependencia total respecto a Estados Unidos, en los pasos posteriores al final de la guerra la prioridad, especialmente para Francia, era cómo evitar que la República Federal de Alemania volviera a ser un peligro.
En 1948, Reino Unido, Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos habían firmado el Tratado de Bruselas, que permitió la creación de la alianza militar conocida como Unión Occidental (UO). Esa estructura muestra que la tensión por crear una cooperación militar estrecha europea ha estado presente desde el primer momento. Sin embargo, la UO acabó integrándose en la estructura de la OTAN cuando esta organización se creó, poco después, bajo el patrocinio americano ante la amenaza soviética. La UO fue una precursora de la OTAN, con cláusula de defensa colectiva incluida, pero fue totalmente absorbida por la Alianza Atlántica y su estructura.
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Quizás el primer tren para una seguridad autónoma europea se perdió en 1950. Estados Unidos había decidido que el rearme de la RFA era necesario para el esfuerzo de disuasión, y los franceses y otros aliados trataron de contener ese rearme dentro de una estructura europea de cooperación militar, una especie de plan siamés al de la contención económica de Alemania con la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA).
El primer ministro francés René Pleven lanzó su propio plan para crear una Comunidad Europea de la Defensa que sirviera como un pilar europeo dentro, pero de manera autónoma, de la Alianza Atlántica a través del Tratado de París. Esta nueva estructura incluiría a Alemania, pudiendo así rearmar a Bonn, pero mantenerla controlada, e Italia. Pero Francia, desde donde había surgido el plan, acabó por no ratificar el texto, siendo rechazado por la Asamblea Nacional. Eso acabó con la RFA en la OTAN, que no era el plan inicial, y dio un golpe de gracia al pilar europeo dentro de la Alianza Atlántica.
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La tensión de que Europa debía hacerse cargo de su seguridad estaba ahí desde muy pronto, como muestra la UO y la iniciativa de una Comunidad Europea de la Defensa. Winston Churchill lo defendió ante el Consejo de Europa, que votó la necesidad de crear un "Ejército europeo". Pero las desconfianzas eran amplias, y si a alguien nunca le gustó en aquellos años perder un mínimo de soberanía en materia militar, esa fue la Francia de Charles de Gaulle, que dio enormes dolores de cabeza a sus socios europeos en el proceso de integración. En clara vía muerta por el rechazo de la Asamblea Nacional a la Comunidad Europea de la Defensa, la visión de una mayor cooperación en materia militar entre europeos sin la supervisión directa de Estados Unidos quedó durmiente, absorbida por la OTAN.
Tuvieron que pasar tres décadas para que en 1984, en pleno debate sobre la necesidad de que las Comunidades Europeas dieran un salto hacia delante y se convirtieran en una Unión Europea, se volviera a discutir en profundidad el asunto. El informe elaborado por el comité liderado por el irlandés James Dooge defendió, entre otros asuntos, la necesidad de una mayor cooperación en materia militar, pero algunos Estados miembros mostraron su oposición frontal. En estos años, las luchas internas entre los participantes en el proyecto de los Eurofighters, especialmente Francia, exigiendo que algunos componentes clave como los radares y los motores fueran franceses, mostraban que la cooperación en materia de industria de la defensa tampoco era sencilla.
La ruta de Saint-Malo (1985-2008)
Ante la negativa de algunos países de incluir la dimensión de seguridad y defensa dentro del proyecto de integración europea, a mediados de los ochenta se resucitó la Unión Europea Occidental (UEO), una continuación de la Unión Occidental que se creó en 1954 como alternativa al rechazo francés del Tratado de París y que no había sido desmantelada, pero había permanecido en coma inducido. Se reactivó con un enfoque más centrado en la estabilidad y las misiones humanitarias que con una mentalidad militar.
En 1992, el Tratado de Maastricht, por fin, incluye la dimensión de la política de seguridad común en los objetivos de la integración europea. Cuando los líderes de la OTAN se reúnen en Berlín en 1996, con la Guerra Fría ya terminada, Estados Unidos ya era claro sobre su necesidad de poner su atención fuera del teatro de operaciones europeo, de manera que se puso a la UEO la tarea de desarrollar un pilar europeo dentro de la OTAN, creando una Identidad Europea de Seguridad y Defensa.
Estos cambios no ocurren en el vacío. Yugoslavia se acaba de desintegrar de manera sangrienta ante los ojos de unos atónitos y paralizados europeos. El senador Joe Biden visita Sarajevo (Bosnia-Herzegovina) durante el sitio serbobosnio a la ciudad, y regresa a Washington convencido de que Europa no puede encargarse de su propia seguridad. Se da cuenta de que se consume a ella misma en cuanto Estados Unidos aparta la mirada.
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Es en ese contexto en el que, en 1998, Tony Blair, primer ministro de Reino Unido, un país que siempre había tenido el foco puesto en la cooperación transatlántica como prioridad y veía con desconfianza la visión de una comunidad de seguridad autónoma europea, dio un paso histórico. Acordó con Jacques Chirac, presidente de la república francesa, la declaración de Saint-Malo. En ella, los líderes de las dos principales potencias militares europeas, señalaron que la Unión "debe tener capacidad de acción autónoma, respaldada por fuerzas militares creíbles, medios para decidir utilizarlas y disposición para hacerlo, a fin de responder a las crisis internacionales".
"Europa necesita unas fuerzas armadas reforzadas que puedan reaccionar rápidamente ante los nuevos riesgos y que cuenten con el apoyo de una industria y una tecnología de defensa europeas fuertes y competitivas", añadía el texto.
Pero la declaración de Saint-Malo dejó claro que aunque los americanos estuvieran ya mirando más allá de Europa y quisieran que sus socios transatlánticos se buscaran la vida solos, Washington seguía empujando a que desarrollaran su seguridad dentro de la OTAN, no fuera de ella ni de manera autónoma. Madeleine Albright, secretaria de Estado de EEUU, puso límites claros a la nueva aventura europea en el ámbito de la defensa. A pesar del enorme peso que tenía la declaración de Saint-Malo y de la nueva cooperación franco-alemana que se abría paso en materia de seguridad, esta no logró materializarse en avances visibles e inmediatos. Otro nuevo tren perdido, aunque quedó una inercia que hizo mover el debate en años siguientes.
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El impulso de Saint-Malo se notó en 1999 en el Tratado de Ámsterdam, que empezó a trasladar las competencias de la UEO a la Unión Europea. En el Consejo Europeo de Helsinki en 1999 empezó a tomar forma la necesidad de crear una fuerza de acción rápida. En el año 2000 también se acuerda, por ejemplo, el Comité Militar de la Unión Europea (CMUE) y en 2003, la UE desplegó su primera misión autónoma como parte del mandato de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz en la República Democrática del Congo. Sobre esa experiencia, Reino Unido y Francia empujaron de vuelta en una cumbre bilateral en Le Touquet a favor de una fuerza europea autónoma de acción rápida que fuera efectiva y que se concretarían en 2007 en los "Batallones UE", que nunca se han utilizado.
Es en este contexto de pequeños pasos en defensa y de una conciencia de cierta necesidad de actuación autónoma en el que, por ejemplo, se crea la Agencia Europea de Defensa en 2004. En estos años hubo pasos para la supervisión y planificación de operaciones civiles, pero Londres vetó dar ese mismo paso en la planificación militar. La nueva Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) vino a concretarse a partir del Tratado de Lisboa de 2009 en la cooperación estructurada permanente (CEP) que permite a los Estados miembros cooperar de manera mucho más estrecha, pero que ha mostrado las limitaciones europeas en este asunto. Europa se movía en asuntos de defensa, pero a un ritmo muy limitado.
Muchos de los déficits que hoy se registran que hacen imposible el sueño de la "autonomía estratégica" de manera inmediata, solamente se explican por décadas de inacción y de retraso de decisiones. Durante este tiempo el Reino Unido fue cambiando de dirección. Cuando Estados Unidos generaba desconfianza en Londres, Downing Street cooperaba con el Elíseo para intentar impulsar propuestas, pero el Gobierno británico bloqueaba y cerraba el paso a nuevas ideas en cuanto sentía que corría un mínimo riesgo la cooperación transatlántica.
Primera oportunidad: Georgia, 2008
En 2008, Rusia invadió Georgia. Ya habían existido crisis anteriores, como la ya mencionada de Yugoslavia, pero esta fue la primera de estas dimensiones en el siglo XXI y para los países del este de Europa que acaban de unirse al club, como los Bálticos y Polonia, era una muestra de que el Kremlin, tras las esperanzas europeas de que pudiera convertirse en un socio más o menos fiable y estable, era una amenaza. Poco antes, en la cumbre de Bucarest de aquel mismo año, Alemania, Francia, Italia y España habían cerrado el paso de Ucrania y Georgia hacia la Alianza Atlántica. Angela Merkel, canciller alemana, ha señalado recientemente que estaba convencida de que de haber permitido ese acercamiento la guerra ucraniana habría empezado antes.
La guerra fue una llamada de atención: el espacio exsoviético, que se consideraba más o menos estable, ya no lo era. Un análisis de aquel año de Jean-Dominique Giuliani, director de la Fundación Robert Schuman, muestra hasta qué punto muchos de los elementos que todavía hoy están encima de la mesa ya se habían mostrado: la presión rusa sobre "las antiguas repúblicas soviéticas, las campañas de propaganda y difamación, la tensión estructural con Polonia, la injerencia constante y creciente en la arena política ucraniana" o la "instrumentalización de la tensión en Moldavia" eran ya citados entonces como ejemplos de que Rusia volvía a estar en movimiento.
El fin de las hostilidades en Georgia en 2008 alimentó la ilusión de que Europa podía influir en su vecindario a través del "poder blando"
En aquel momento se vio con relativa claridad que para tener una visión conjunta sobre el reto ruso eran necesarias dos condiciones. La primera consistía en que Europa occidental y oriental se entendieran. Los "viejos" socios europeos debían comprender las preocupaciones de los nuevos países del este, que se habían unido hacía cuatro años al club, expuestos a la amenaza de Moscú, y estos a su vez debían comprender la estrategia de París y Berlín de tener una relación estructurada con Rusia. El segundo pilar es que se debía proteger el principio de que los Estados, también los exsoviéticos, debían elegir libremente su destino. Ninguna de las dos cosas ha terminado de cuajar.
El final de las hostilidades en Georgia en 2008, cuando solamente unos días después del inicio del conflicto el presidente francés Nicolas Sarkozy impulsó un alto al fuego, alimentó la ilusión de que Europa podía todavía influir en su vecindario a través del "poder blando", que era un jugador relevante en este nuevo mundo multilateral. Pero para los "halcones" del este, el conflicto también mostró los efectos devastadores de dejar a países en tierra de nadie, abriéndoles ligeramente la puerta de la OTAN pero sin dejarles avanzar hacia la alianza militar.
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Para ellos, el fracaso a la hora de acordar entre los líderes de la Alianza Atlántica una hoja de ruta ambiciosa para Ucrania y Georgia solamente impulsó la agresión rusa, al mostrar que occidente no estaba realmente preparado para defender la soberanía georgiana. De nuevo, una muestra de la fractura este-oeste dentro del espacio europeo.
Si algo puso de relieve la crisis de 2008, especialmente a la luz de los intentos de un aumento de integración en el ámbito de la defensa entre 1998 y 2004 liderados por el Reino Unido y Francia, era que el principal problema de Europa no era la falta de iniciativas o de posibilidad de hacer avances reales: su principal problema es la falta de objetivos comunes y claros, la ausencia de una misma visión del mundo y de sus riesgos.
Segunda oportunidad: Ucrania, 2014
Si alguien abrigaba alguna esperanza de que la intervención de Sarkozy en Georgia mostrara que Europa podía ser un jugador de peso con su "poder blando", eso no tardó en saltar por los aires. La Primavera Árabe y todas sus derivadas, incluida la guerra en Siria, la aparición del ISIS y la crisis migratoria de 2015 y 2016, mostraron que la Unión seguía siendo un espectador en su propio vecindario.
Los líderes europeos reaccionaron a esta parálisis a su manera. En 2013 se celebró el primer Consejo Europeo centrado en defensa desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, en el que se discutieron muchos asuntos que hoy siguen sonando familiares: "El entorno estratégico y geopolítico de Europa evoluciona rápidamente. Los presupuestos de defensa en Europa son restringidos, lo que limita la capacidad de desarrollar, desplegar y mantener capacidades militares. La fragmentación de los mercados europeos de defensa pone en peligro la sostenibilidad y competitividad de la industria europea de defensa y seguridad".
En todo caso, el inicio de la agresión rusa contra Ucrania en 2014, incluida la anexión de Crimea, parecía un catalizador claro, provocando una reflexión sobre la necesidad de que Europa fuera capaz de actuar de manera más decidida en su vecindario. Creer que Europa no hizo nada desde entonces es un error, aunque llegara tarde y mal. Este proceso llevó dos años después a la creación de la Estrategia Global de la UE, donde se recogía la idea de la "autonomía estratégica de Europa" que ahora se ha convertido en la piedra angular de todos los debates de geopolítica de la Unión.
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Se estableció un pequeño Fondo Europeo para la Defensa (EDF) en 2017 para innovación y desarrollo de la industria militar, y ese mismo año se puso en marcha la cooperación estructurada permanente y la Capacidad de Planificación y Conducción Militar (MPCC). Eran pequeños pasos, pero en el mundo de la seguridad y defensa se leyeron como muestras de que algo serio se estaba moviendo en la Unión Europea. También en 2017 se creó un examen anual para coordinar el gasto en defensa entre Estados miembros. Estos cambios no significan que no hubiera problemas enormemente graves de fondo. En 2018 las fuerzas armadas alemanas solamente podían hacer uso del 39% de sus tanques Leopard 2 porque faltaban repuestos. El espíritu de esa falta de preparación sigue todavía hoy en el centro del debate militar.
Es en estos años cuando se intensifica un choque entre dos maneras de entender la seguridad de Europa. Especialmente Francia adoptó la idea de que la autonomía estratégica requería del desarrollo de una industria y unas capacidades europeas. Los garantes de la seguridad europea debían ser los propios europeos, desde la fábrica hasta la trinchera. Los países del este consideraban que la traducción de lo ocurrido en Georgia y en Ucrania era que había que redoblar la apuesta por el vínculo transatlántico. Polonia o un país del Báltico confía más en Estados Unidos que en Francia cuando se trata de responder quién es más probable que le defienda de una potencial agresión rusa. Esa desconfianza, que hunde sus raíces en la experiencia del siglo XX, era central en el debate.
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Pero Ucrania en 2014 no ayudó a resolver ese problema, solamente lo agravó. Sí, los europeos condenaron la anexión de Crimea por parte de Rusia, pero mientras que algunas capitales del este advertían de que era solamente el primer paso de Vladímir Putin, que era necesario tomar medidas inmediatas, los socios occidentales mantuvieron la cooperación con Moscú.
Angela Merkel, canciller alemana, mantuvo su apuesta por los lazos con el Kremlin y la adicción de la industria del país al gas barato ruso, iniciando en 2015 la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que conectaba directamente Rusia con Alemania a través del mar Báltico, esquivando así el paso por Ucrania y los países del este y debilitándolos ante Moscú. Mientras desde Varsovia, Tallin o Vilna se intentaba advertir a los socios europeos del riesgo de una agresión rusa, París, Berlín y otras capitales europeas seguían pensando en Rusia como un socio económico que algunas veces protagonizaba pequeñas aventuras en su vecindario.
Tercera oportunidad: Ucrania, 2022
La invasión rusa a gran escala de Ucrania en 2022 dejó a muchos líderes de la Europa occidental perplejos. Los líderes de la Europa oriental estaban en shock, pero no por la invasión, sino por la ingenuidad de los jefes de Estado y de Gobierno que habían pasado los últimos ocho años sin escuchar sus advertencias. El mismo día en el que comenzó la invasión, los líderes europeos se reunieron en Bruselas y comenzaron a desplegar sanciones contra Rusia, de las que ya se han acumulado dieciséis paquetes. La cumbre que celebraron en Versalles ha dado sustento geopolítico a la discusión.
Los Veintisiete han superado múltiples líneas rojas, como ha sido financiar el envío de armamento a Ucrania a través del Fondo Europeo de Apoyo para la Paz. Desde Bruselas se ha jugado un mayor rol de coordinación, y también en el entrenamiento de militares ucranianos. Los socios de la UE, junto a sus aliados europeos, pero que no forman parte del club como Reino Unido y Noruega, han enviado a Ucrania ayuda militar por valor de casi 62.000 millones de euros, ligeramente por detrás de Estados Unidos, que ha enviado ayuda militar por valor de unos 64.000 millones. Pero durante estos tres años de guerra, el liderazgo efectivo ha sido americano.
Washington ha tenido que empujar a los socios europeos, especialmente a Alemania, a mostrar un apoyo real y decidido a Kiev. El liderazgo moral ha sido, eso sí, de Europa del este, que de hecho ha tratado de presionar a Estados Unidos para que fuera mucho más allá, sabiendo que la Casa Blanca bajo el presidente Joe Biden era capaz de mover al resto de Europa.
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Los progresos efectivos a la hora de consolidar la visión de la "autonomía estratégica" europea, en todo caso, han sido limitados. Incluso cuando la seguridad y la defensa han vuelto a estar en el centro del debate político europeo. El choque entre la visión del este, de que hay que volcarse en el vínculo transatlántico, y la de algunos socios occidentales, particularmente Francia, que consideraba que todo el apoyo a Ucrania debía servir para fortalecer la visión de la autonomía estratégica, ha seguido siendo central, y ha seguido dividiendo a los socios en debates claves y urgentes, como por ejemplo si el dinero europeo debe servir únicamente para comprar armas producidas en la UE o también en Estados Unidos.
En el fondo era un conflicto entre la visión francesa del espacio común europeo, centrada en la integración, y la del este, centrada, fundamentalmente, en la supervivencia. Para Tallin o Varsovia, la integración de Europa no es un fin en sí mismo. Solamente les interesa en la medida en la que garantiza la supervivencia de su Estado. Si Estados Unidos es la única garantía real de que no serán aplastados por Rusia, nunca dudarán de a quién escogen. Y esa división sigue estando ahí.
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Lejos de impulsar una reacción europea que hiciera a los socios comunitarios más autónomos respecto a Estados Unidos, la guerra en Ucrania lo que hizo fue reforzar la idea de que la OTAN, y con ella Washington, era la encargada de la seguridad europea. Para los europeos del este, el ver cómo Olaf Scholz, canciller alemán, arrastraba los pies a la hora de apoyar con armamento a Ucrania y ver de cerca el liderazgo de la administración americana a la hora de impulsar a que los socios europeos dedicaran más esfuerzos en apoyar a Kiev, era una demostración de que solamente EEUU podía jugar ese rol de garante de la seguridad.
Lo que sí ha provocado la guerra en Ucrania ha sido un despertar respecto a las limitaciones de la industria europea. Se han empezado a desarrollar pequeños proyectos europeos, como el EDIP, dotado con unos muy limitados 1.500 millones de euros, que buscan impulsar la inversión en la industria militar europea, y por primera vez en diciembre de 2024 se nombró a un comisario de Defensa, el lituano Andrius Kubilius. La inversión general también ha aumentado de manera significativa. Entre 2021 y 2024, según fuentes europeas, los Estados miembros han aumentado su inversión un 30%.
¿Última oportunidad? Bruselas y Múnich, 2025
En estos últimos días, muchos han considerado que esta debería ser la alarma definitiva que haga que Europa reaccione y despierte. Hay un meme, un chiste en internet, que circula por la red y en la que se muestra una secuencia circular de eventos: primero, Trump hace algo, después alguien señala que esto es un wake-up call para Europa, después se subraya que "hace falta un plan", y finalmente se vuelve al punto inicial, Trump vuelve a hacer algo y todo vuelve a empezar. Europa no parece ser capaz de salir de esta espiral.
La novedad respecto a lo que ha venido ocurriendo desde 1945 es que esta vez Estados Unidos ya no tiene aparentemente interés en proteger el continente frente a una posible agresión rusa. No es que EEUU quiera desvincularse del Viejo Continente, algo que lleva viéndose desde hace décadas, sino que Washington está dispuesto a intentar desestabilizar a Europa si es necesario.
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El 12 de febrero, en Bruselas, durante una reunión previa al encuentro de ministros de Defensa de la OTAN, Pete Hegseth, secretario de Defensa americano, dejó perplejos a sus aliados, haciendo concesiones públicas al Kremlin antes siquiera de que comenzaran unas negociaciones con Moscú que su presidente, Donald Trump, anunció ese mismo día. JD Vance, vicepresidente de EEUU, planteó unos días después desde la tribuna de la Conferencia de Seguridad de Múnich una guerra ideológica contra los países europeos. A estas alturas la ruptura, al menos en términos de valores y de intereses estratégicos, parece absoluta.
Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, los aliados europeos occidentales son más duros con Rusia de lo que es Estados Unidos. Y eso puede abrir una ventana de oportunidad para que se hagan progresos, porque ayuda a resolver uno de los principales problemas a la hora de avanzar en el debate de la seguridad y la defensa en Europa: la divergencia de opiniones entre los socios orientales y los occidentales en la UE respecto a Rusia.
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Hoy todos apuntan a que Moscú es la principal amenaza y que la disuasión con poder militar es central. Por primera vez, Tallin, Varsovia o Vilna, por mucho que desconfíen de París o de Berlín, pueden llegar a tener más confianza, al menos a nivel político, con sus socios europeos que con Estados Unidos. Sin la garantía absoluta de que Washington va a responder en caso de una agresión, los socios del este pueden sentir una mayor urgencia a la hora de avanzar en seguridad y defensa a nivel de la UE.
Porque si uno analiza con cuidado quién ha puesto palos en las ruedas de una mayor autonomía en cuestión de seguridad, los socios de Europa del este, los mismos que se han sentido reivindicados porque la invasión rusa de Ucrania muestra que tenían razón, tienen una parte importante de responsabilidad. Su apuesta ha sido siempre Estados Unidos, y ahora algunos líderes del flanco este descubren que esa total dependencia respecto a Washington tiene efectos secundarios graves.
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El debate está servido, pero se centra fundamentalmente en el ámbito industrial. Los líderes europeos discuten ahora de manera casi permanente sobre seguridad y defensa, y el próximo jueves 6 de marzo celebran un nuevo Consejo Europeo centrado en este asunto. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, ha señalado que propondrá que las reglas fiscales de la UE amplíen su flexibilidad para que los Estados miembros puedan hacer un aumento "significativo" de su gasto en defensa. En marzo, el Ejecutivo comunitario emitirá un Libro Blanco con el que espera dirigir este debate, y la alemana ya ha anunciado un plan de 150.000 millones de euros que se obtendrán con eurobonos, deuda conjunta europea, que se ofrecerán a las capitales en forma de créditos.
La discusión evoluciona rápidamente. Más allá del gasto nacional está surgiendo un consenso sobre la necesidad de aumentar la escala de la inversión, y eso requiere de unir fuerzas a la hora de levantar capital y unir fuerzas a la hora de invertirlo, apostando por proyectos conjuntos, como por ejemplo la iniciativa greco-polaca de un escudo aéreo europeo. Algunos ministros de Finanzas, incluso de países que tradicionalmente se han opuesto a la idea de emitir deuda conjunta a nivel europeo, señalan ahora que es necesario un programa conjunto con eurobonos para financiar el rearme de Europa.
Más dinero sobre la mesa
Además del proceso de convergencia entre el este y el oeste de Europa respecto al peligro ruso, la otra novedad es que esta vez los socios europeos están involucrados de lleno en un campo real de pruebas. Ucrania no es un foro de pensadores y analistas, no es una discusión teórica. Es real y es ahora. Los europeos han vaciado sus inventarios para armar al ejército ucraniano, que a su vez está transfiriendo conocimientos y tecnología sobre la guerra moderna hacia Europa occidental. Todo se pone en práctica. Los socios europeos saben que si finalmente se alcanza un acuerdo de paz entre Kiev y Moscú, las fuerzas de paz que se desplieguen en el terreno para garantizar el cumplimiento del pacto tendrán que ser europeas.
Más allá de la industria, son muchas las voces que señalan que Europa debe responder de manera inmediata. La combinación de Rusia obteniendo un buen acuerdo de manos de Trump y de Estados Unidos confirmando una retirada de Europa, aunque no sea inmediata, tiene efectos muy serios y convierte al continente en un lugar mucho menos seguro. El think tank económico Bruegel, junto con el instituto de seguridad Kiel, calculan que los socios europeos tendrán que invertir 250.000 millones de euros al año para sustituir la capacidad de disuasión de Estados Unidos en el flanco este. Como ocurrió en 1998 con Saint-Malo o en los primeros compases del siglo XXI, Reino Unido vuelve a estar en el debate europeo, incluso si ya no forma parte de la Unión Europea tras el Brexit.
Pero hay que poner más que dinero sobre la mesa, porque Europa no puede esperar a que EEUU decida retirarse antes de tomar medidas. "Los europeos deben intentar negociar con Estados Unidos el establecimiento de un calendario para asumir ellos mismos la defensa convencional de Europa y permitir así la retirada gradual de las tropas estadounidenses sin incurrir en grandes riesgos", han señalado recientemente en un artículo publicado en prensa alemana por los investigadores Claudia Major, Carlo Masala, Christian Mölling y Jana Puglierin, del European Council for Foreign Relations (ECFR).
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"Todo esto solo podrá decidirse de forma convincente si queda claro cómo van a ocupar los europeos el papel de liderazgo que antes ocupaba EEUU. Las naciones europeas, la UE y la OTAN necesitan, por tanto, un acuerdo estable sobre quién está legítima y permanentemente a cargo de qué áreas y, por tanto, decide sobre los objetivos y el uso de la fuerza militar", escriben.
Los analistas del ECFR dan ahí, en esas últimas palabras, en una de las claves del problema al que se enfrenta Europa. La OTAN, una organización en la que EEUU tiene un poder hegemónico, se basa en la premisa de que el Comandante Supremo Aliado en Europa es un general americano, con una cadena de mando claramente definida. EEUU manda, y nadie duda de ello. El ámbito militar es totalmente ajeno al sistema de funcionamiento europeo de la construcción de consensos por cansancio. Más allá del dinero necesario y de las capacidades sobre las que se tienen que invertir, Europa seguirá perdiendo trenes mientras que no sea capaz de resolver ese problema: si Estados Unidos no está, ¿quién manda aquí?
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Junto a la necesidad de visibilizar un riesgo común y de solventar el problema de la jerarquía, Europa afronta otro reto que tiene incluso más difícil resolución: en términos militares es extraordinariamente difícil, y roza lo imposible, independizarse en el medio plazo de Estados Unidos sin incurrir en riesgos enormes. En Bruselas los debates son demasiado teóricos y, en ocasiones, demasiado idealistas. La retirada de tropas americanas de Europa provocaría una crisis de seguridad grave, porque la realidad es que la inmensa mayoría de los analistas y de los estudios realizados muestran que ahora mismo Europa no puede cubrir la disuasión que ofrece el poder militar americano, que sus ejércitos están a años luz de estar preparados.
Más allá de capacidades, hay algunas tareas básicas, por ejemplo de transporte, para las que son totalmente necesarios los EEUU a día de hoy, más allá de toda una serie de infraestructuras tecnológicas y de comunicación que no tienen sustituto ahora mismo. Si los aliados europeos quieren hacer real la "autonomía estratégica", tienen que maniobrar con cuidado de que eso no acelere una hipotética y esperada retirada de tropas estadounidenses del Viejo Continente, porque por lo pronto, y en el medio plazo, no hay ninguna alternativa viable. Las opciones de supervivencia de la “autonomía estratégica” pasan precisamente por retrasar el abandono de Estados Unidos, no por acelerarlo, y en Bruselas lo tienen claro.
El reto de que EEUU ya no sea el garante de seguridad
Los líderes europeos son conscientes de ello. Saben también que alimentar el discurso público de que Europa puede ocupar el sitio de Estados Unidos puede acelerar el proceso de desacople para el que no están preparados, y que eso reforzará la teoría de los "realistas" que ahora supuestamente dominan Washington y que, a ojos de la mayoría de analistas, infravaloran la fuerza de Rusia, especialmente en el ámbito nuclear. Moscú cuenta con muchísimo más arsenal nuclear que las dos potencias europeas en este ámbito, Francia y Reino Unido, que además enfrentan otro problema grave: no cuentan con armas nucleares tácticas, como sí tiene Estados Unidos, sino que solamente con cabezas nucleares. El uso de una cabeza nuclear deja un único escenario posible: una guerra nuclear total.
Como explican los expertos, elimina un escalón de la "escalada": al uso de un arma táctica nuclear rusa que borre del mapa, una determinada base militar no se puede responder con un Hiroshima. Y esta "brecha de disuasión" es solamente una muestra del enorme reto que plantea la desaparición de EEUU como agente de seguridad en Europa. Por eso, cuando discuten las garantías de paz para Ucrania, subrayan que deben contar con el "respaldo" de EEUU, que Washington sigue teniendo que estar implicado, incluso aunque los europeos se ofrezcan a ocupar la primera fila para permitir a los socios americanos que empiecen poco a poco a poner la vista en su nuevo objetivo: el Indo-Pacífico.
Si Europa quiere tener éxito en su visión de una autonomía estratégica real, tiene mucho trabajo por delante. Necesita hacerlo en coordinación con los Estados Unidos, necesita poner muchísimo dinero encima de la mesa, para armamento sofisticado, pero también para cosas básicas como munición, cerrar la brecha de percepción de riesgos de los aliados europeos y tener una visión común de qué tipo de estructura y mecanismos podría tener una futura defensa europea que no cuente con el liderazgo americano. El objetivo es ganar tiempo, retrasar cualquier abandono americano, mantenerlos vinculados e ir avanzando en el debate europeo.
Europa asistió en shock a cómo Donald Trump necesitó menos de un mes en la Casa Blanca para hacer saltar por los aires ocho décadas de lazos transatlánticos. Washington ha iniciado conversaciones con Moscú respecto a Ucrania, e incluso los miembros identificados como más atlantistas dentro de la administración americana han indicado que los europeos no tendrán voz en esas negociaciones. Estos acontecimientos, que han ocurrido en menos de dos semanas, han hecho que muchos políticos, analistas y voces de la opinión pública apunten a la necesidad de una auténtica revolución en el ámbito de la seguridad y defensa en la Unión Europea.