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Trump anuncia un "nuevo amanecer" en Oriente Medio: quizá, pero parece más de lo mismo
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Israel, la mirilla desde la que Trump observa

Trump anuncia un "nuevo amanecer" en Oriente Medio: quizá, pero parece más de lo mismo

El discurso de Trump es un rotundo espaldarazo a la oposición israelí a que se cree un Estado palestino, al no mencionar Cisjordania ni una vez e insistir únicamente en los "miles de millones" destinados a la defensa de Israel

Foto: El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (i), y su homólogo israelí, Benjamín Netanyahu, en el Parlamento israelí. (EFE/Oficina del primer ministro israelí)
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (i), y su homólogo israelí, Benjamín Netanyahu, en el Parlamento israelí. (EFE/Oficina del primer ministro israelí)
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"Paz mediante fuerza". Esta es la visión de Donald Trump para Oriente Próximo, según se desprende de su discurso de una hora y cinco minutos ante la Knéset, el Parlamento de Israel. Una visión cien por cien militarista, basada en la supremacía de las armas estadounidenses, que invocó una y otra vez. Las mejores del mundo, tan potentes que prefería no tener que emplearlas nunca, dijo. También las más bonitas del mundo. Aplaudió su propia guerra contra Irán, dedicando la mayor parte del tiempo a describir la belleza de los cazabombarderos: aviones muy guapos, subrayó. Es Trump, y a esas alturas estamos acostumbrados.

"Paz mediante fuerza" parece un eslogan acuñado para reemplazar el antiguo "Paz por territorios" que hasta finales del siglo XX se manejaba en Oriente Próximo como una fórmula para poner fin al conflicto palestino: Israel se retiraría de Cisjordania y Gaza, ocupadas en 1967, a cambio del cese definitivo de cualquier acto bélico y el reconocimiento de los Estados árabes. Fórmula que Israel evitó mediante interminables regateos sobre cuánto territorio quedarse en Cisjordania, y que Netanyahu ya tiene descartada oficialmente, al asegurar que jamás consentirá un Estado palestino y que a Cisjordania le tocará ser anexionada.

El discurso de Trump es un rotundo espaldarazo a esta postura, al no mencionar Cisjordania ni una sola vez y en insistir únicamente en los "miles de millones" que él mismo, como presidente, ha destinado a la defensa de Israel y en la enorme cantidad de armas de máximo nivel con las que ha respondido, asegura, a las incesantes peticiones de Netanyahu. "Y ustedes saben muy bien qué hacer con ellas", agregó, no sabemos si pensando en cómo ha quedado Gaza.

Más golpes militares, más rápidos, más fuertes, de todos los lados, esto también era su receta, dijo Trump, para acabar en tres semanas con el Estado Islámico. Es difícil intuir a qué tres semanas en concreto entre octubre de 2016 (inicio del asedio a Mosul) y marzo de 2019 (caída del último bastión en Siria) se refería. Pero la receta ha quedado clara: bombardea y reinarás.

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Es un discurso que contrasta con las expectativas que Trump mismo creó, y que gran parte de sus votantes elevaron a bandera ideológica, durante su campaña electoral: la de poner fin a la tradición de Washington a enzarzarse en conflictos alrededor del globo, retirar las tropas de zonas como Siria, donde no se les había perdido nada, y recuperar la antigua tradición diplomática del aislamiento. Es cierto que de esa política siempre exceptuó expresamente Israel. Y cabe suponer que en sus nueve meses en el poder se ha dado cuenta de que absolutamene todo Oriente Medio es Israel.

Israel es la mirilla a través de la que Trump observa el mundo. Dedicó algunas palabras a la nueva era de paz, prosperidad y bienestar, que surgirá de esta histórica hazaña suya de haber puesto fin a un conflicto que según él tiene tres mil años de antigüedad, pero no detalló en absoluto posibles cambios ni objetivos en la región. Excepto uno, y este de forma insistente: expandir los Acuerdos de Abraham, los pactos por los que Emiratos, Bahréin, Marruecos y Sudán reconocieron Israel en 2020.

Acuerdos que no tienen relación con Palestina, sino con canjes y permutas por parte de Washington: el reconocimiento de la soberanía sobre el Sáhara Occidental, en el caso de Marruecos, y la eliminación de la lista de Estados terroristas en el caso de Sudán. Qué obtuvieron los jeques del Golfo debe quedar sujeto a especulación, aunque Trump fue bastante directo: ganaron "mucho, mucho dinero" gracias a estos acuerdos, dijo. No sabemos cómo, porque su volumen del comercio bilateral con Israel sigue siendo de calderilla.

Estados Unidos como garante de la paz en toda la región: esta es la visión, en todo caso (mejor dicho, la visión de Trump es Trump como garante de la paz). De saber latín, quizás habría dicho pax americana, de saber historia tal vez habría hecho una referencia a la pax romana, el sistema que pacificó hace dos milenios la vasta región mediterránea, desde el Atlántico hasta el mar Rojo, mediante un eficaz sistema militar con sus carros de combate, su enorme flota y sus invencibles legiones disciplinadas.

Pero esta comparación cojea más que el caballo del malo. Porque los romanos no dominaron mediante el poderío militar sobre pueblos sometidos: romanizaron esos pueblos, construyendo acueductos, calzadas, teatros y lagares de vino, integrándolos en su civilización, con el resultado de que en Roma hubo emperadores púnicos, bereberes y sirios, aparte de hispánicos e ilíricos. Nada de esto forma parte de la visión de Trump.

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Averiguar cuál es la visión de Trump a través de su torrente de palabras se asemeja a la labor de los kremlinólogos que durante la Guerra Fría intentaban adivinar cambios políticos a través de los distintos tipos de silencio de los próceres soviéticos, probablemente más informativos. Porque las palabras de Trump sobre política exterior mantienen con la realidad un vínculo similar al de sus proclamas económicas: ninguno. No imaginamos a un analista bursátil haciendo predicciones a partir de la afirmación de Trump —la repitió en Sharm el Sheikh— de que este año ha conseguido 18 billones de dólares en inversiones extranjeras, cifra que duplica la que ofrece la propia Casa Blanca (8,8 billones) y que por su parte es también una simple ficción, creada mediante la confusión del concepto de inversión con el del comercio bilateral. Este es el nivel.

Pero podemos dar por hecho que a Trump no le interesa qué ocurre en el interior de los países de la región. Una vez que Rabat haya reconocido Israel, para él, seguramente, el conflicto del Sáhara está resuelto. De Sudán no se ha vuelto a ocupar ni para añadirlo a la lista de guerras que dice haber terminado. Durante una hora de discurso, Trump no mencionó ni una sola vez Siria. Probablemente, el tácito pacto por el que Ahmed Sharaa se abstiene de todo gesto hostil hacia Israel le baste por ahora; qué ocurre mientras tanto con los kurdos, con los alevíes, los drusos, los cristianos o con los derechos de las mujeres probablemente no le interese en absoluto. Es decir, Sharaa, para Trump, simplemente reemplazará a Bashar Asad como garante de estabilidad hacia Israel.

Lo mismo vale para Líbano: Trump sí destacó brevemente su pleno respaldo al actual presidente, Joseph Aoun, por su postura a favor de desarmar la milicia de Hizbulá. Es sensato, por supuesto, que Líbano deba superar cuanto antes la anacrónica situación, consecuencia de una guerra civil y 18 años de ocupación israelí de la franja sur del país, de que uno de los partidos del Parlamento mantenga a la vez una potente milicia.

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El actual debilitamiento de Hizbulá, probablemente debido más a la caída de Asad que a los letales golpes de sabotaje israelíes contra sus directivos, puede acelerar este cambio. Pero ¿nacerá de ello un nuevo Líbano? Nada hace vaticinarlo. Porque la espantosa ruina en la que se halla el país, antaño la Suiza de Oriente, no se debe a la bastante cauta influencia de Hizbulá en las tareas del Gobierno, sino en el propio modelo político adoptado en 1943, por el que los máximos cargos del Ejecutivo y Legislativo se reparten entre cristianos, suníes y chiíes según un esquema preconfigurado y hasta las circunscripciones electorales tienen precisas divisiones religiosas.

El resultado es un sistema de reparto de poder entre familias, con el libre mercado sustituido por nepotismo y monopolios, una mafia política-mercantil que ha hundido en la miseria un país extremamente culto y desarrollado. Trump probablemente ni lo sepa.

Probablemente tampoco sepa que exactamente el mismo modelo rige en Irak desde la invasión de su lejano correligionario George W. Bush en 2003: un reparto de poder entre comunidades religiosas o étnicas según el peso demográfico que tengan. Es lo contrario a la democracia —basada en la igualdad de los ciudadanos y ciudadanas y su derecho a participar en política acorde a las ideas que tengan, no a la marca en su carné de identidad— y solo puede llevar hacia una sociedad dividida socialmente con una economía basada en lazos de sangre, es decir mafiosa. Pero como Irak, por mucho que esté bajo tutela de Teherán, con la consecuente expansión del islamismo patriarcal, se ha quedado quieto durante la guerra contra Irán y no lanza misiles contra Israel, Trump tampoco tuvo necesidad de mencionar el país: está todo bajo control.

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Tener las cosas bajo control parece fácil si uno es presidente de Estados Unidos. Pero depende totalmente de que estas monarquías, y los regímenes a los que sostienen en la región, bien armados y financiados por Washington, mantengan el control sobre los pueblos que gobiernan. Lo que desde Roosevelt se ha dado en llamar "nuestros hijos de puta". La visión de Trump de un nuevo amanecer para Oriente Próximo no parece en absoluto cambiar este modelo clásico. Salvo por darle a Israel un papel aún más protagonista que en el pasado como portero de discoteca de la región (Uri Avnery dixit).

El modelo falló en unos cuantos lugares durante la Primavera Árabe: los pueblos pueden estallar contra sus gobernantes. Las referencias de Trump al dinero —en Jerusalén subrayó incluso que los dirigentes con los que se iba a encontrar en Sharm al Sheikh eran extremamente ricos, "el grupo más rico reunido nunca en un sitio", como si esto fuera una legitimación, y en su mente de tiburón del ladrillo probablemente lo sea— hacen pensar que confía en el poder económico de Washington para sostener ese control. Como dijo aquel mafioso de tercera en una película de Emir Kusturica: "Si tienes un problema que no puedes solucionar con dinero, lo tienes que solucionar con mucho dinero".

Lo que sí está cambiando es la forma de distribuir este dinero. Trump desmanteló en verano pasado USAID, el organismo de ayuda humanitaria estatal habituado a trabajar con ONGs locales en países pobres, y se prevé que los fondos se entregarán en el futuro directamente a los Gobiernos de países necesitados. Conociendo a Trump y su manera de utilizar hasta los aranceles como arma política —y haciendo bandera de ese uso político—, es fácil vaticinar que esos fondos harán aumentar el control de Washington sobre los regímenes aliados, y el control de estos regímenes sobre sus pueblos, pero harán disminuir el control sobre el destino del dinero y el papel de la sociedad civil local en su distribución.

Y con gran probabilidad, conociendo los regímenes, este flujo directo de fondos hará aumentar también la corrupción. Algo que a Trump con certeza no le importa: en la Knesset le pidió directamente a Isaac Herzog, presidente de Israel, a otorgar una amnistía a Netanyahu por sus delitos de corrupción y soborno, aparentemente asumiendo que esos delitos ya se han probado y el primer ministro ya ha sido condenado (lo que no es el caso). "Champán y cigarros, a quién demonios le importa", dijo Trump entre aplausos. Ese es el estilo.

La 'nueva era' de Trump

Llegado a Sharm al Sheikh, Trump reiteró su visión de una nueva era, pasando de nuevo a la alabanza de las armas americanas, incluida la "belleza" de los cazabombarderos estadounidenses que él mismo había vendido a Egipto, según subrayó. Sobre el futuro de Palestina, nada. Sobre Gaza, tampoco nada concreto, aparte de que tendrá un "futuro brillante", gracias a su plan y la construcción —"más construcción que reconstrucción", dijo— , de las infraestructuras necesarias. Costará mucho dinero, pero es muy poco en comparación con lo que vale, agregó.

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En esto podemos estar de acuerdo. Habrá trabajo para todos mientras se reconstruya y quiero pensar que esta prosperidad económica conllevará una libertad de movimiento —uno no funciona sin el otro— que pondrá fin a la condición de Gaza como campo de concentración, como prisión a cielo abierto. Si Israel se abstiene de intervenir, si realmente se retira o traspasa toda competencia de control militar a una fuerza internacional, quizás encabezada por Egipto, Qatar y Turquía —fue a sus líderes, en este orden, a quienes saludó Trump primero ante las cámaras en la ceremonia de Sharm al Sheikh—, Gaza puede acceder, con dinero, con mucho dinero estadounidense, al estatus de un enclave desmilitarizado y económicamente viable... siempre que Washington siga pagando, claro.

Pero ni una palabra dijo Trump de Cisjordania. Y si continúa la anexión lenta de Cisjordania, el apartheid impuesto a sus tres millones de habitantes, su detención, encierro y castigo arbitrario, la destrucción sistemática de sus casas, sus campos, sus olivares, su subsistencia, nada en Palestina se ha resuelto. Continúa la guerra. Llegará la próxima ronda de revueltas, de ataques, de revoluciones, de muertes. Y no lo podrán evitar ni todo el oro de América ni los bellos cazabombarderos de Trump.

"Paz mediante fuerza". Esta es la visión de Donald Trump para Oriente Próximo, según se desprende de su discurso de una hora y cinco minutos ante la Knéset, el Parlamento de Israel. Una visión cien por cien militarista, basada en la supremacía de las armas estadounidenses, que invocó una y otra vez. Las mejores del mundo, tan potentes que prefería no tener que emplearlas nunca, dijo. También las más bonitas del mundo. Aplaudió su propia guerra contra Irán, dedicando la mayor parte del tiempo a describir la belleza de los cazabombarderos: aviones muy guapos, subrayó. Es Trump, y a esas alturas estamos acostumbrados.

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