"Somos la tormenta": por qué la última marcha del ultraderechista superestar de UK no es como todas las demás
El populismo británico se adentra en otra dimensión y ya no habla solo en nombre del pueblo, sino en nombre de Dios
Manifestantes en una marcha antiinmigración organizada por el activista ultraderechista Stephen Yaxley-Lennon, más conocido como Tommy Robinson, en Londres. (Reuters/Jaimi Joy)
La imagen es tan inusual como perturbadora: 150.000 personas concentradas frente a Westminster rezando el Padre Nuestro. No es solo una oración. Se trata de una declaración política. El populismo británico se adentra en otra dimensión. Ya no habla solo en nombre del pueblo, sino en nombre de Dios. Cuando la fe, el nacionalismo y la libertad de expresión se funden en un solo relato, la democracia liberal entra en un terreno pantanoso.
Durante años, las protestas convocadas por Tommy Robinson, el activista de extrema derecha, han sido una cita marginal, casi un ritual de su reducido pero ruidoso grupo de fieles. Sin embargo, lo ocurrido el pasado sábado en Londresha cambiado las reglas del juego.
La marcha "Unite the Kingdom", no solo ha sido una demostración de fuerza de la extrema derecha británica, sino un fenómeno político, social y cultural con ingredientes inéditos: la magnitud sin precedentes de la movilización, la liturgia religiosa desplegada como seña de identidad y el aura festiva y familiar que envolvió el ambiente.
"Hemos resistido la tormenta, la hemos cabalgado y la hemos superado", clamó Robinson subido a un escenario dirigiéndose a la multitud con un tono mesiánico de un líder al que ya no le basta con la etiqueta de agitador.
Nacido como Stephen Yaxley-Lennon en 1982, el activista -conocido hoy como Tommy Robinson- creció en Luton, una ciudad marcada por tensiones sociales y étnicas, y desde muy joven se vinculó a grupos de extrema derecha. En 2009 fundó la English Defence League (EDL), un movimiento callejero islamófobo que rápidamente ganó notoriedad con marchas violentas en barrios con alta presencia musulmana. Su historial judicial es tan largo como su carrera mediática: ha sido condenado por agresión, fraude hipotecario y desacato a la justicia. Pero su paso por la cárcel no ha hecho más que reforzar su aura de mártir entre sus seguidores, que lo ven como un profeta de la "verdad incómoda" al que el 'establishment' pretende silenciar.
Hasta ahora, sus convocatorias nunca habían superado las decenas de miles y se caracterizaban por un tono bronco, a menudo violento, pero políticamente irrelevante más allá de las portadas de los tabloides sensacionalistas. La marcha del sábado, sin embargo, fue muy distinta. Familias enteras viajaron desde distintos puntos del país, ondeando la bandera de San Jorge sin complejos.
Linda Woodhead, socióloga de King’s College London, señala que "es la primera vez que vemos la religión convertida en el corazón de una protesta política de esta magnitud en Reino Unido". "No se trata solo de defender la identidad nacional, sino de sacralizarla", añade.
En teoría, la manifestación tenía como eje la defensa de la libertad de expresión. Sin embargo, el lema resultó ser lo suficientemente elástico como para aglutinar todo tipo de demandas: desde quienes exigen un control drástico de la inmigración ilegalhasta los que claman por recuperar un supuesto pasado glorioso de valores cristianos. Lo que unía a los presentes era un sentimiento de agravio compartido, una sensación de haber sido relegados en su propio país por élites políticas, jueces complacientes y medios de comunicación que, según ellos, se niegan a contar la verdad.
Con cruces alzadas frente al Parlamento y niños subidos a los hombros de sus padres, se corearon consignas como "Queremos nuestro país de vuelta", "Keir Starmer es un traidor" y "Oh Tommy Tommy". Era una imagen de comunidad, de identidad compartida, de pertenencia. Una liturgia que convierte la protesta en algo más profundo que un acto político. De ahí la verdadera novedad y también el mayor riesgo.
El fenómeno adquirió además una dimensión global cuando Elon Musk, el hombre más rico del mundo, intervino en directo desde California. Conectado a través de su propia plataforma, X, pidió la disolución de Westminster, exigió elecciones anticipadas y lanzó frases lapidarias como "Se acerca la violencia" o "defiéndete o morirás".
Para Downing Street, fue un cruce de líneas rojas. "Sus palabras son peligrosas e inflamatorias", respondió el premier Keir Starmer, que aseguró que nunca entregará la bandera británica "a quienes pretenden usarla como símbolo de violencia, miedo y división".
Juan Fernández-MirandaIgnacio S. CallejaVídeo: Marta Abascal
El Gobierno laborista -que lleva tan sólo un año de mandato, pero está inmerso en una gran crisis- se enfrenta a un dilema complicado. Reprimir estas manifestaciones con contundencia puede provocar mártires. Ignorarlas es percibido como debilidad. Y confrontarlas ideológicamente requiere una narrativa de país que hoy parece ausente.
Starmer prometió devolver la estabilidad tras los turbulentos años del Brexit, pero la realidad es que la calle late con un descontento que va mucho más allá de la economía. Se trata de identidad, pertenencia y miedo al futuro. Elementos que, combinados con una estética religiosa y un discurso populista, son, según los analistas, gasolina para cualquier democracia liberal.
Las autoridades habían reforzado el dispositivo de seguridad con miles de agentes, pero los incidentes fueron inevitables. Veintiséis policías resultaron heridos en choques con grupos violentos. Se lanzaron botellas, bengalas y piedras. El balance final incluyó 24 arrestos, ocho imputaciones formales por desórdenes públicos y agresiones a trabajadores de emergencias, y una investigación abierta sobre otras once personas cuya identidad la policía trata de confirmar a partir de grabaciones y fotos. "Lo preocupante no es solo la violencia física, sino el nivel de odio que percibimos en las consignas", declaró la subcomisaria Jane Connors en rueda de prensa. "Estamos viendo un movimiento que combina hostilidad hacia inmigrantes, desprecio por las instituciones y ahora también un lenguaje religioso que lo hace más inflamable".
La irrupción de símbolos cristianos en este tipo de manifestaciones es lo que más ha sorprendido a los analistas. Cruces de madera alzadas sobre la multitud, con pancartas con la inscripción "Cristo es el rey". Esto acerca el fenómeno británico a lo que se ha visto en Estados Unidos con el llamado "Christian nationalism", una corriente que mezcla fe evangélica y política populista.
Coincidentemente – o quizá no- la manifestación tiene lugar en la antesala de la visita de Estado que Donald Trump protagoniza a partir del miércoles en Reino Unido. Según medios británicos, la "defensa de la libertad de expresión"(como la entiende el nuevo gobierno estadounidense) será uno de los temas centrales de sus conversaciones con Starmer. "Trump encontrará terreno fértil para hablar de free speech. Y lo hará en un país donde la mitad de la población siente que no puede decir lo que piensa", apunta Sophia Gaston, del Centre for Statecraft and National Security.
Nigel Farage, líder de Reform UK e íntimo amigo de Trump, convocó una rueda de prensa de urgencia para marcar distancias con Robinson y Musk. Por un lado, condenó "la violencia" usada contra policías, calificándola de "horrible". Pero, al mismo tiempo, defendió que eran muchos los asistentes cuyos motivos eran legítimos y sienten no están siendo escuchadas. "La mayoría eran personas buenas, normales y decentes, muy, muy preocupadas por lo que está pasando en este país", recalcó el líder populista, que lidera las encuestas en intención de voto con un discurso antiinmigración.
La propia mecánica parlamentaria confirma que esta protesta no es como las demás. Se esperan preguntas urgentes en la Cámara de los Comunes para abordar la violencia, la presencia de Musk y las implicaciones sobre la seguridad nacional. "Hasta ahora, las manifestaciones de Robinson se despachaban como episodios de orden público. Esta vez, es un asunto de política de Estado", explica Anand Menon, politólogo del think tank 'UK in a Changing Europe'.
Un año después de los disturbios que sacudieron Inglaterra en 2024, The Economist alertaba en verano de que "las cosas han empeorado": más inflación, crisis de vivienda, percepción de inmigración desbordada y una sensación creciente de inseguridad cultural. Es en ese caldo de cultivo donde la protesta de Robinson ha pasado de anécdota a síntoma. No se trata solo de hooligans enardecidos, sino de ciudadanos que sienten que las instituciones no les representan. Y si antes estas frustraciones quedaban marginadas, ahora cuentan con la bendición de un magnate global y el eco de una audiencia internacional.
Lo inquietante es que este tipo de movilizaciones no se limitan a Reino Unido. En Francia, Eric Zemmour explota un discurso similar al vincular inmigración con pérdida de identidad nacional. En Alemania, la AfD ya es segunda fuerza en intención de voto, con un mensaje antiinmigración que cada vez incorpora más referencias culturales cristianas. En Italia, Giorgia Meloni gobierna con un relato que conecta familia, fe y nación. Y en España, Vox no ha dudado en ondear la bandera del cristianismo como pilar de la identidad europea.
"Estamos viendo una ola de re-sacralización de la política populista", explica Cas Mudde, politólogo neerlandés experto en extremismo. "La religión se convierte en un marcador de pertenencia, no necesariamente porque los votantes sean más religiosos, sino porque funciona como frontera cultural frente al ‘otro’".
El propio Robinson ha viajado a varias capitales europeas en los últimos años para tejer redes con líderes de estos movimientos. En Varsovia participó en una conferencia organizada por grupos católicos ultraconservadores; en Milán se fotografió con simpatizantes de la Liga de Matteo Salvini; en Madrid se reunió de manera discreta con militantes de Vox. Sus apariciones son siempre polémicas, pero generan titulares y refuerzan su aura internacional. En Londres, durante la protesta, se vieron pancartas en polaco y en húngaro, lo que indica la presencia de comunidades de Europa del Este alineadas con su causa.
Lo que está en juego no es solo el orden público. Es la narrativa de qué significa hoy ser británico. Robinson y sus seguidores ofrecen una respuesta simplista: nación blanca, cristiana, orgullosa de sus tradiciones y cerrada al exterior. Frente a ello, el Gobierno trata de articular una identidad plural, abierta y moderna. En ese choque se juega el futuro de un Reino Unido que todavía busca su lugar tras el Brexit y que observa con inquietud cómo sus fracturas internas se agrandan.
La imagen es tan inusual como perturbadora: 150.000 personas concentradas frente a Westminster rezando el Padre Nuestro. No es solo una oración. Se trata de una declaración política. El populismo británico se adentra en otra dimensión. Ya no habla solo en nombre del pueblo, sino en nombre de Dios. Cuando la fe, el nacionalismo y la libertad de expresión se funden en un solo relato, la democracia liberal entra en un terreno pantanoso.