Europa siempre se cobra sus deudas: el precio político de la ofensiva de España por el catalán
En la política europea todo funciona con deudas. El Gobierno está contrayendo muchas para sacar adelante la oficialidad del catalán, euskera y gallego en la Unión Europea
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La presión del Gobierno de España sobre sus socios europeos para lograr que el catalán, el euskera y el gallego se conviertan en lenguas oficiales de la Unión Europea es total. Los movimientos, admiten fuentes diplomáticas, se están produciendo al más alto nivel, entre capitales. El asunto, que se aborda en un Consejo de Asuntos Generales que se celebra este martes en Bruselas, ha ocupado al Ejecutivo español desde hace semanas. Moncloa y Exteriores se han volcado en intentar sacar adelante esta reforma del código lingüístico de la Unión, algo para lo que se necesita la unanimidad, para cumplir así con una promesa que el PSOE hizo a Junts para la elección de Armengol como presidenta del Congreso de los Diputados.
En España el asunto puede seguirse como un culebrón más o menos interesante, otro más dentro del extenuante ciclo de noticias de la política nacional. Pero a nivel de Bruselas y del circuito político europeo, las maniobras del Gobierno tienen consecuencias serias. El capital político europeo de cualquier Estado miembro, incluido España, es limitado. Uno tiene que elegir bien sus batallas, estudiar en qué se gasta ese capital y cómo invertirlo para alinearlo con la visión estratégica que el país tiene de Europa. Alemania y Francia se pueden permitir, política y diplomáticamente, pelear en varios frentes y salir más o menos airosos de todos ellos. Pero un país como España debe elegir en qué se centra.
Lograr la oficialidad de las lenguas cooficiales en la Unión Europea es un objetivo político legítimo como cualquier otro. Pero a nadie se le escapa, ni en Madrid ni tampoco en Bruselas, que si el Gobierno se ha lanzado de manera tan decidida y en corto espacio de tiempo es por una cuestión de necesidad política. Durante la presidencia española del Consejo de la Unión Europea en 2023, Moncloa forzó su inclusión en debates del Consejo de Asuntos Generales en varias ocasiones, incluso cuando no había ningún progreso en el debate, irritando a algunos de sus socios europeos.
Los socios europeos no llegan nuevos a este debate: tienen embajadas en Madrid que saben lo que ocurre en la capital, que conocen perfectamente el debate político nacional y que saben que esto responde a necesidades políticas puntuales, incluso si el Gobierno construye un argumento legal y político que busca darle otra dimensión. Incluso ahora, casi dos años después, fuentes diplomáticas aseguran que "este asunto nunca se ha debatido a fondo". Sin embargo, varias coinciden en señalar que ha aumentado mucho la presión en los últimos días para tratar de obtener la unanimidad necesaria, aunque un grupo de Estados miembros mantienen su oposición a la idea al menos hasta el momento.
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Europa, a nivel de Estados miembros, es decir, en el Consejo, funciona como un balance. En la Comisión Europea o en el Parlamento Europeo hay otras poleas, otros equilibrios, otra manera de influir y negociar, pero en el Consejo uno contrae deudas y hace préstamos. Cuando quiere impulsar una idea, una prioridad o un objetivo, tiene que o cobrarse viejas deudas, que no suelen acumularse, o endeudarse con otros socios. Una fuente diplomática lo expresa con toda claridad: "Lo que es más importante es que se trata de capital político. Si lo gasta todo en esto, no le quedará nada para otros asuntos que también podrían ser importantes para ellos ahora o en un futuro próximo, cuando otros Estados miembros vengan a cobrar la deuda". Porque volverán a cobrársela, sí o sí. Especialmente cuando buscas resultados en el corto plazo, sin dar demasiado tiempo a las otras capitales para digerir y asumir el giro.
Y todo en un momento en el que la Unión Europea se interna en debates clave, como es todo el despliegue del aumento del gasto en defensa o la inminente negociación sobre el Marco Financiero Plurianual (MFP), una de las negociaciones más duras de la política europea, donde cada país pelea por cada euro de las distintas partidas. Eso por no señalar que complicará mucho más una de las batallas históricas de España en la Unión Europea, que es reforzar el rol del castellano en las instituciones.
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Por encima de todo, este capítulo es un buen reflejo de cómo la inestabilidad política en España y la incapacidad de construir acuerdos robustos de Estado en elementos fundamentales para la estrategia española en la Unión Europea tiene un alto precio. España, como Estado miembro, podría haber avanzado o avanzar hacia el futuro en la cuestión de hacer oficiales estas lenguas sin tener que endeudarse tanto con otras capitales, con una estrategia a largo plazo, paciente, bien trabajada. Y no es una cuestión únicamente de capital político: después de haber remado casi en solitario durante más de un año para que se revisara el acuerdo de asociación con Israel para comprobar si el país estaba respetando o no los derechos humanos, el pasado martes, cuando los ministros de Exteriores de 17 países tomaron por fin la decisión de respaldar esa idea el Gobierno español estaba ya demasiado centrado en la cuestión del catalán, vasco y gallego. Quienes se dedicaron a explicar la cuestión, a dar detalles y a circular su versión fueron diplomáticos de otros países que no han estado al lado de España hasta hace poco.
Recuperar la influencia
El país todavía se viene recuperando de todo el capital político que necesitó invertir en la década de 2010. Primero durante la crisis económica, cuando el Gobierno español notó los efectos de ser uno de los alumnos atrasados de la clase, perdiendo influencia y presencia en los cargos de peso de la Unión Europea mientras capeaba el rescate y Jean-Claude Juncker, entonces presidente del Eurogrupo, bromeaba con estrangular a Luis de Guindos, ministro de Economía. Después, al comenzar a salir de aquel túnel, España se topó con la crisis del ‘procés’. El referéndum ilegal de octubre de 2017, las cargas policiales y la imagen que transmitió el país durante aquellos días dañaron enormemente el prestigio español en Europa. No solamente eso: el Estado tuvo que poner toda su maquinaria a disposición de evitar que la cosa fuera a más. Políticos dentro de la Eurocámara, funcionarios españoles de todas las instituciones europeas y diplomáticos en absolutamente todos los frentes se tuvieron que emplear a fondo durante una serie de semanas críticas para evitar que Carles Puigdemont y los líderes del ‘procés’ encontraran respaldo político en Europa.
Tras aquel impacto inicial, el trabajo español se centró en reconstruir la imagen del país y en recuperar la iniciativa. En 2018 el cambio de Gobierno tras la moción de censura contra el Ejecutivo de Rajoy ayudó a modificar la dinámica y dio un comienzo desde cero al equipo de Pedro Sánchez, que, además, daba un soplo de aire fresco a las posiciones españolas en Bruselas: hablaba inglés, se movía bien por el foro de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, y había incluido en su gabinete a personas que conocían bien Bruselas, como la hasta entonces directora general de Presupuestos, Nadia Calviño, el veterano embajador representante permanente de España ante la UE, Luis Planas, o el antiguo presidente de la Eurocámara, Josep Borrell.
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Pero España ha vuelto a endeudarse políticamente desde entonces, incluso si este Gobierno ha dado una importancia mayor a la estrategia europea. Tras todos los esfuerzos diplomáticos realizados entre 2018 y 2021, la dependencia del Gobierno de los votos de Junts y de Esquerra Republicana han llevado a un giro de 180 grados. Eso enfadó mucho a los funcionarios europeos españoles que, a su cuenta y riesgo, habían intentado hacer de cortafuego contra el ‘procés’ dentro de las instituciones, y confundió mucho a otras capitales. Aunque se vio de manera más o menos positiva en Bruselas, al señalar lo que parecía el fin de un pulso que había generado mucha tensión en las instituciones europeas, el giro también generó cierta incomodidad. Por ejemplo, la reforma del código penal y después la ley de amnistía obligaron al Ejecutivo comunitario a hacer equilibrios y verse envuelta en la política nacional.
La fragmentación política en el país afecta a la estrategia y a la visión española de la UE de muchas otras maneras. La oposición también carga con su parte de culpa. El Partido Popular ha convertido a Bruselas en un terreno de juego más en su pulso contra el Gobierno, trayendo a las instituciones europeas muchas de las cuitas internas con el Ejecutivo. Al final, muchas fuentes acaban mostrando su frustración con los españoles, con la sensación de que cada poco tiempo se ven envueltos en asuntos internos que, consideran, la clase política española debería saber resolver sola. Uno de los puntos más bajos se tocó con la negociación para la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), para el que se necesitó de la mediación de la Comisión Europea para cierto estupor de muchos en Bruselas. La imagen con la que se cerró la renovación, con los negociadores del PSOE y del PP, Félix Bolaños y Esteban González Pons, estrechándose la mano bajo la atenta mirada de la vicepresidenta de la Comisión Europea Vera Jourova fue reflejo de una escoliosis política que afecta a España como Estado miembro y que impide que juegue con todo el peso que podría tener en Europa.
La presión del Gobierno de España sobre sus socios europeos para lograr que el catalán, el euskera y el gallego se conviertan en lenguas oficiales de la Unión Europea es total. Los movimientos, admiten fuentes diplomáticas, se están produciendo al más alto nivel, entre capitales. El asunto, que se aborda en un Consejo de Asuntos Generales que se celebra este martes en Bruselas, ha ocupado al Ejecutivo español desde hace semanas. Moncloa y Exteriores se han volcado en intentar sacar adelante esta reforma del código lingüístico de la Unión, algo para lo que se necesita la unanimidad, para cumplir así con una promesa que el PSOE hizo a Junts para la elección de Armengol como presidenta del Congreso de los Diputados.