Pepe Mujica ha muerto, pero no calla
José Mujica, Pepe, se convirtió en una estrella del firmamento político latinoamericano acostumbrado a líderes sajapatrias con sus labios del calibre 50
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Hay muertos que no callan, hay muertos que se quedan como voz. José Mujica (1935-2025), Pepe, con su nombre de periferia, su rango de mandatario y sus cicatrices de guerrillero, se tomaba con tanta calma lo del vivir que cuando le anunciaron que dejaría pronto de hacerlo, se sentó en una silla frente a un manojo de micros, con su chaqueta de lana vieja y su pelo canoso domado a regañadientes, y dijo: “En mi vida, más de una vez anduvo la parca rondando el catre, pero me siguió pastoreando. Esta vez me parece que viene con la guadaña en ristre, y veremos lo que pasa”.
Ese condicional final, en el que fuera presidente de Uruguay desde 2010 a 2015, era militancia más que verbo.
Mujica, aquel 29 de abril de 2024, acababa de anunciar, como si leyera el diagnóstico de cáncer de otro y no el suyo, que iba a morirse sin remedio. Eligió palabras simples para narrar algo complejo: “Morirse, hay que morirse. Pertenecemos al mundo de las cosas vivas, y en el mundo de las cosas vivas se nace signados para morir. Por eso la vida es una aventura formidable”, dijo.
Los obituarios de los presidentes uruguayos son poco más de un breve en la aldea mediática global. Uruguay está condenada a ser esa patria que cuesta saber si es la tierra a la que da sombra Brasil o es la otra costa de Argentina. Pero Mujica convirtió a aquella pequeña nación en referente. De maneras, al menos, que no era poco en un mundo en el que los gritos ya copaban las poltronas. Mujica no los subestimaba. El político sabía que el relámpago es el preludio de la tormenta. “No se puede contestar a un fanatismo con otro fanatismo”, dijo sobre el conflicto de Gaza desde una garganta que no sabía de medias tintas pero si de puntos medios.
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Él siempre puso mesura, y con sólo eso, curioso siglo XXI, se convirtió en una estrella del firmamento político latinoamericano acostumbrado a líderes sajapatrias con sus labios del calibre 50. “Para mí la política es el arte de extraer sabiduría colectiva poniendo la oreja”, soltó un hombre que fue trinchera y celda. No estaba destinado a estar donde estuvo, y quizá por eso lo estuvo. Porque a Pepe el verbo mandar no se lo prescribieron al nacer.
Nació en una barriada de Montevideo en 1935 en el seno de una familia de ascendencia española e italiana, como marcan los cánones en la Sudamérica atlántica. Se quedó huérfano a los seis años, y con la edad justa para contar con los dedos vendió flores por las calles y labró el campo para ayudar a su madre viuda.
En política entró joven. En 1956, autodidacta, sin acabar el bachiller y por influencia familiar, se afilia y forma parte del Partido Nacional, formación nacionalista ecléctica de corte liberal. En 1962, abandona el partido y junto a Enrique Erro, su padrino político, se mete en la Unión Popular, de ideología socialista. “La democracia liberal establecía que todos somos iguales, pero en realidad había quienes eran más iguales que otros”, afirmaba al explicar ese cruce de acera.
Finalmente, dos años después, se integra en el radical Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T), un agrupación filomarxista y cercana al anarquismo. El grupo se convierte en una guerrilla. Algunos los tachan de simples terroristas y otros de utópicos luchadores por la libertad. Una suerte de benefactores de los más pobres, al estilo de Fidel y sus barbudos de Cuba, con sus muertes a cuestas.
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— Nacho Lozano (@nacholozano) May 2, 2024
Mujica pasa a ser un activo ‘soldado’. Recibió seis balazos en enfrentamientos armados, fue encarcelado cuatro veces, se fugó dos veces de entre rejas, le incriminaron con diversas ejecuciones, y finalmente fue capturado junto a otros dirigentes del MLN-T, ya en los tiempos de la dictadura militar que duró de 1973 a 1985. Pasó catorce años en prisión, doce de forma continuada.
Las autoridades militares mantuvieron a aquellos prisioneros como una especie de rehenes, ya que anunciaron que ejecutarían a todos los dirigentes presos si los Tupamaros regresaban a la lucha armada. “Cada uno resistió por los caminos que pudo (…) Nos tocó pelear con la locura, porque más bien, en ese tipo de prisión, buscaron que quedáramos lelos. Y triunfamos: no quedamos lelos”, recordaba él.
Considerado por sus fans como el Mandela latino, compartía similitudes enormes con el líder sudafrícano. Hablaba con ratas y soportó torturas físicas y psicológicas durante el largo encierro. De esa experiencia emerge la palabra como nueva arma en su vida. “La naturaleza nos puso los ojos para mirar hacia adelante, y para eso hay cuentas que no se deben intentar cobrar, porque de todos modos no las pagará nadie (…) Tuve conversaciones con muchos soldados. Incluso, me hice amigo de algunos, y la amistad se mantiene hasta hoy. Algunos se jugaron el puesto por darme una manzana”, explicó el mandatario en la presentación de la película que recrea su vida, “La noche de 12 años”. Empezó en la celda a leer, a escribir y a entender el mundo desde otra trinchera: la voz.
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Al salir de prisión, él creía que retornaría al ranchito al que sentía que pertenecía. “Cuando quedé en libertad yo estaba seguro de que iba a volver a trabajar la tierra. Además de mi deseo, era mi sueño. Todo el largo período durante el cual estuve preso, fue como volver a mis raíces. La prisión no es cero, es mucho más que eso. Se rumea mucho, se toman muchas decisiones. Y yo salí con la determinación de tener una chacra (granja)”, aseveraba.
Y la tuvo, lo que pasa es que los planes se le torcieron algo y la granja la convirtió en Palacio Presidencial. En 1994 es elegido diputado por Montevideo dentro del Frente Amplio, una formación política uruguaya de izquierdas con diversas formaciones y sensibilidades dentro. La coalición finalmente toma el poder tras los comicios de 2004. Mujica es nombrado ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca dentro del Ejecutivo que encabeza Tabaré Vázquez. Y desde ese alto atril su particular voz empieza a ganar protagonismo. El pueblo ve en él alguien alejado de los estándares políticos. Adquiere fama de espontáneo, directo, y comienza su ascenso al poder abriéndose paso entre otras opciones del Frente Amplio a las que derrota para convertirse en el candidato oficial a la presidencia en 2009. Sin ambición no hay poder, aunque se susurre como Mujica.
Por entonces, su figura en el ámbito latinoamericano está estrechamente relacionada al polémico Kirchnerismo argentino y la ya algo menos brillante estrella política del brasileño Lula da Silva. Son años en los que la izquierda y extrema izquierda copan la política sudamericana con una amalgama de mandatarios de perfiles muy diversos, como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa. A todos ellos se suma en 2010 José Mujica, que vence las elecciones. Pero el viejito tranquilo marca un camino diferente al de sus colegas, con los que comparte la mayor parte de su fondo y pocas de sus formas.
"Es bueno vivir como se piensa. De lo contrario, pensarás como vives"
Empieza un estilo de presidencia. Sus críticos le tachan de fariseo, de venderse o de camuflarse. De que, como dijera en una canción el cantautor cubano Silvio Rodríguez, amigo de Pepe, “es lo mismo, pero no es igual”. Mujica accede en campaña a ponerse un traje, por esas cosas de parecer respetable, y marca ahí su límite. “La corbata es un trapo inútil que te ata el pescuezo”, le dijo al español Jordi Évole en una charla en Salvados. No se puso nunca una. Todos tienen intransigencias, la suya era el gaznate. “No me disfrazo de presidente”, explicaba él.
Su figura pública empieza a convertirse en un mito. Las formas llaman la atención. En su amplia zona geográfica limítrofe, se llevaba más empezar siendo presidente y acabar preso. Él, que hizo el camino al revés, decidió mantener hábitos de la celda para no embriagarse de poder. Su residencia oficial fue la chacra en la que se visualizó al recuperar la libertad y no el Palacio Presidencial, donde no aceptó mudarse. Vivía allí junto a su esposa y su perra adoptada a la que le faltaba una pierna. Su coche era un destartalado Volkswagen Escarabajo azul que se empeñaba en seguir usando. Su viejo teléfono móvil no sabía nada de smart y lo justo de phone. Donaba casi el 90% de su salario a obras de caridad. “Es bueno vivir como se piensa, de lo contrario, pensarás como vives”, es otra de esas frases suyas que llamaban la atención. Lo hacían porque predicaba con el ejemplo. La frase es fácil, cumplirla no.
En política su bando era férreo. Mujica, zurdo por convicción, dijo de Hugo Chávez en 2013 que era “el hombre de Estado más generoso que he conocido en la historia de América Latina”. De Fidel Castro, al que comparó con El Quijote “por desafiar” gigantes, manifestó en 2017 tras su muerte que fue “alguien que vivió como pensaba”. Al presidente, que luchó contra una dictadura en su tierra, la democracia y las libertades se le enredaban en las tierras de los otros. Sus ideas enjuagaban principios y el centro, que no buscó en política, sino en humanidades, lo observaba desde el extremo.
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Su mandato lo aprovechó para hacer reformas. Aumentar mucho el salario básico y el gasto en servicios sociales, darle un techo a los desahuciados bajo su programa habitacional “Juntos”, apostar por preservar el medioambiente, legalizar la marihuana, el matrimonio gay y el aborto, reconocer el Estado de Palestina, abstenerse en la ONU en la votación contra la ocupación de Crimea por parte de Rusia, acoger a refugiados sirios y ex presos de Guantánamo… Uruguay, de pronto, contaba en el tablero internacional porque contaba la voz de su presidente.
Y así llegó el final de su mandato en 2015. Las leyes impedían su reelección inmediata. Su popularidad era especialmente alta fuera de su patria. Su austeridad, voz calmada y coherencia entre lo dicho y hecho le convierte en un símbolo mundial, especialmente en Latinoamérica. En su país, su nivel de aprobación al dejar el cargo era del 58%. Se convirtió en senador y, más que eso, en una voz a la que escuchar para encontrar cierto sosiego entre los nubarrones.
Pero el hombre que aguantó dolores y duelos tropezó con una pandemia. Y allí se acabó su carrera política, porque una cosa es saber morir y otra querer estar muerto. Mujica anunció en 2020 con un discurso memorable que dejaba la política. Supo irse dando una lección de coherencia, de ética y de oficio. En ese adiós estaba el aprendizaje del niño que vendía flores, del joven político liberal, del luego guerrillero comunista, del preso apaleado, del presidente austero y del símbolo, porque Mujica sabía que Pepe era un símbolo. Su voz retumbó.
“A los colegas, sinceramente me voy porque me está echando la pandemia. Ser senador significa hablar con gente y andar por todos lados. El partido no se juega en los despachos. Y estoy amenazado por todos lados, por doble circunstancia, por vejez y por padecer una enfermedad inmunológica crónica”, explicó sobre sus motivos del adiós.
Luego, ante una cámara que le escuchaba en completo silencio, dijo: “Han sido muy elogiosos, demasiados elogios. Yo tengo mi buena cantidad de defectos. Soy pasional, pero en mi jardín hace décadas que no cultivo el odio. Porque aprendí una dura lección que me puso la vida, que el odio termina ‘estupidizando’ porque nos hace perder objetividad frente a las cosas. El odio es ciego, como el amor, pero el amor es creador y el odio nos destruye”.
El anciano senador se iba, pero dejaba un testamento político a los que vienen que pudo leer en voz alta. Los testamentos siempre los leen otros, el presidente quiso leer el suyo: “He vivido con una definición y me cambiaron toda la letra ahora. Este problema lo tienen las nuevas generaciones. La política tendrá que hacerse cargo, porque la política es la lucha por la felicidad humana aunque suene a quimera (…) En política no hay sucesión, en política hay causas. Y los hombres pasamos, y las mujeres también. Todos pasamos. Algunas causas sobreviven, y se tienen que transformar, y lo único permanente es el cambio. La biología impone cambio, pero también tiene que haber una actitud de cambio, de dar una oportunidad a nuevas generaciones. Construir, ayudar a construir el porvenir ya que la vida se nos va, y es inevitable, pero las causas quedan”.
Y luego, como si la memoria le pidiera rendir cuentas en el final, decidió marcharse sin deudas ni recelos. El hombre que vislumbraba la muerte dio una última lección de vida, en su escaño, sentado, con su intacto pavor no a morir, sino a no haber vivido. Sus últimas palabras, su despedida, no necesitan añadidos. Descanse en paz, Pepe Mujica: “He pasado de todo en la vida. Estar seis meses atado con alambre con las manos en la espalda. Irme de cuerpo por no poder aguantar en un camión. No estar dos días o tres, estar dos años sin que me llevaran a bañarme y tener que bañarme con un frasco, con una taza de agua, con un pañuelo. He pasado de todo, pero no le tengo odio a nadie. Y le quiero transmitir a los jóvenes que hay que darle las gracias a la vida. Triunfar en la vida no es ganar. Triunfar en la vida es levantarse y volver a empezar cada vez que uno cae. Gracias”.
Hay muertos que no callan, hay muertos que se quedan como voz. José Mujica (1935-2025), Pepe, con su nombre de periferia, su rango de mandatario y sus cicatrices de guerrillero, se tomaba con tanta calma lo del vivir que cuando le anunciaron que dejaría pronto de hacerlo, se sentó en una silla frente a un manojo de micros, con su chaqueta de lana vieja y su pelo canoso domado a regañadientes, y dijo: “En mi vida, más de una vez anduvo la parca rondando el catre, pero me siguió pastoreando. Esta vez me parece que viene con la guadaña en ristre, y veremos lo que pasa”.