La última parada del tranvía: el alcalde de Estambul contra Erdogan
"Quien es terrorista lo decido yo", dice el fiscal, y el juez se adhiere. Ya nadie se cree los escritos de acusación, probablemente ni los seguidores del presidente: quizás crean que las condenas son necesarias, males menores
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"Imamoglu, presidente!" El grito se eleva desde miles de gargantas frente a la alcaldía de Estambul. Pero el alcalde, Ekrem Imamoglu, no sale a saludar. No puede: está a unos dos kilómetros de distancia, en alguna celda de la comisaría central de la policía. Acusado de corrupción y de terrorismo. No por lo que hizo, cree Turquía, sino por aspirar al máximo cargo del Estado. Por ser el hombre que en las próximas elecciones quiere relevar a Recep Tayyip Erdogan.
Las elecciones están lejos: Erdogan las ganó hace apenas dos años y no tocan hasta otoño de 2028. Pero todo el mundo cree que se adelantarán. Porque si Erdogan agota la legislatura, no podrá volver a presentarse, acorde a la Constitución. Y no tiene delfín, no hay sucesor probable, nadie tiene el carisma con el que raspa el 52 % en cada cita con las urnas. Por lo tanto, lo verosímil es que aproveche el resquicio constitucional de organizar elecciones anticipadas por decisión del Parlamento: el único caso en el que se puede volver a presentar.
No lo puede hacer solo: necesita el apoyo de buena parte de la oposición para disolver el Parlamento. El año pasado, gran parte de Turquía temía que alguno de los partidos se prestara al juego. Luego, el partido de Imamoglu, el socialdemócrata CHP, empezó a pedirlo con insistencia: desde la derrota del AKP, el partido de Erdogan, en las municipales de marzo pasado, se ha crecido y los sondeos le prometen victoria. Y ahora parece ser Erdogan el que no quiere.
Porque quizás, eso se teme Turquía ahora, ya no está jugando a encontrar el momento preciso entre un descontento social creciente y una economía que por fin va estabilizándose tras años de inflación galopante, para volver a hacer lo que tantas veces ha sabido hacer: ganar en las urnas. Quizás ahora vislumbre un futuro en el que ya no le hará falta ganar en las urnas porque ya no habrá candidato que se le enfrente. Un futuro sin Imamoglu.
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El 19 de marzo, el día en el que fue detenido Imamoglu de madrugada en su casa, marcará para muchos turcos la parada en la que Erdogan definitivamente se bajó del tranvía de la democracia. El símil viene de antiguo, de alguna entrevista que el entonces joven islamista Erdogan dio en la década de 1990; dijo esta frase o se le atribuye: "La democracia es un tranvía: cuando llegas a tu destino, te bajas".
El destino, para sus oyentes en aquella década, era hacer Turquía islámica de nuevo, corregir lo que para él era el error histórico de haber colocado en 1923, al fundarse la República, el laicismo como uno de los fundamentos del Estado. Un fundamento casi inamovible: las Fuerzas Armadas se arrogaban la responsabilidad de derrocar a cualquiera que lo cuestionara. Durante décadas, Turquía figuraba como semidemocracia en los manuales: las elecciones eran libres, sí, pero si un partido se salía del tiesto, era rápidamente prohibido, y si ganaba, un golpe militar corregía el rumbo.
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La democracia era el antídoto, se dio cuenta un joven Erdogan, hijo de una modesta familia de la muy conservadora costa del mar Negro: lo que no conseguirían las prédicas, hacer frente a los tanques, lo conseguiría la democracia, sobre todo si era respaldada por la Unión Europea bajo el lema de la libertad religiosa. Se lanzó a ello. Nadie en el establishment daba un duro por él, pero se equivocaron: en 1994, con 40 años recién cumplidos, conquistó en las urnas la alcaldía de Estambul.
Hizo una excelente gestión. Se llevaba bien con la gente. Duró cuatro años. Luego leyó en público un poema islamista, fue acusado y condenado en los tribunales y pasó cuatro meses en la cárcel, con un veto de actividad política de propina. Fue recibido en olor de multitud al salir de prisión. Dos años más tarde fundó el AKP, un partido que daba una nueva cara al islamismo de sus maestros, ganó las elecciones de 2002, hizo anular el veto y tomó el cargo de primer ministro. Y sí, hubo un proceso de democratización: terminaron las desapariciones —secuestro y asesinato— de activistas kurdos y de izquierda, la radio pública empezó a emitir en kurdo, se pudo volver a celebrar el 1 de Mayo en la plaza Taksim, por primera vez se conmemoraba en público el genocidio armenio, hubo las primeras marchas del orgullo gay... y las mujeres pudieron por fin llevar velo en la universidad y en puestos de funcionaria.
Para muchos, esto era un simple detalle de libertad social. Para Erdogan era el objetivo principal, el único: permitía afianzar en público la ideología religiosa, contraria al laicismo, como elemento del Estado.
La Unión Europea también aplaudió el referéndum democratizador de 2010, que permitía juzgar a los militares golpistas de 1980, incluido una reforma que ampliaba la influencia de Parlamento y Presidencia en los nombramientos de la cúpula de la Judicatura. Un detallito.
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El detallito es fundamental para entender la oleada de detenciones tras las protestas de Gezi de 2013, una rebelión pacífica en toda Turquía contra el creciente autoritarismo del Gobierno, que el año anterior ya había prohibido la celebración del 1 de Mayo: democratización sí, ma non troppo, no con tanto sindicato de izquierda laica. No hubo delitos violentos, pero dieron con sus huesos en la cárcel abogados, arquitectas, periodistas, escritores, catedráticas. Un alud de sentencias de décadas de cárcel por "intento de derrocar el Estado", con la Fiscalía blandiendo como corpus delicti una charla en un café.
La izquierda democrática, liberal, pacífica, quedaba en shock: aquello no le había pasado ni en los peores años de la dictadura militar de 1980. Para los kurdos no era nada nuevo: para ellos, la represión policial y judicial nunca se había interrumpido. Ahora, tras décadas de enfrentamiento, izquierda kurda y socialdemocracia nacionalista empezaron a buscar puntos en común contra Erdogan. Funcionó: en las elecciones de junio de 2015, el AKP perdió la mayoría. La recuperó en noviembre, al granjearse el apoyo de la ultraderecha nacionalista y renovar el enfrentamiento con la guerrilla kurda, en proceso de paz. Con otro referéndum, Erdogan, ahora presidente con atribuciones solo ceremoniales, se atribuyó todo el poder ejecutivo, eliminó el cargo de primer ministro y premió al último ocupante de ese cargo, Binali Yildirim, con la alcaldía de Estambul. O eso pensaba.
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Porque en las elecciones municipales de 2019, el CHP colocó en la papeleta a un poco conocido funcionario, un tal Ekrem Imamoglu, oriundo de una modesta familia de pequeños empresarios de la muy conservadora costa del mar Negro, nacido a 80 kilómetros del pueblo de la familia de Erdogan. Había sido los últimos cinco años alcalde de un distrito periférico de Estambul. Nadie daba un duro por él. Se equivocaron: con 49 años recién cumplidos ganó en las urnas la alcaldía de Estambul.
Dos veces la ganó: el AKP convenció a la Autoridad Electoral de anular las elecciones por el escaso margen de 13.000 votos —firme tras semanas de recuentos— en una ciudad de 16 millones. En la repetición, Imamoglu sacó una ventaja de 800.000 votos. Hizo una buena gestión, se llevaba bien con la gente. Y daba al partido una nueva cara, más democrática, abriéndose hacia la izquierda kurda, dejando atrás reflejos nacionalistas de la vieja guardia. Duró cinco años y...
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—¿Crees que pueden ir a por Imamoglu, intervenir la alcaldía y meterlo a él en la cárcel, como están haciendo con decenas de alcaldes kurdos y candidatos en el sureste del país? —preguntábamos en vísperas de las elecciones de marzo de 2024.
—Con los kurdos lo hacen, pero con Imamoglu, regidor de una ciudad más grande que muchos países europeos... es prácticamente impensable.
No lo hicieron. Imamoglu renovó mandato en 2024, con una ventaja de un millón de votos. Duró un año. Y luego lo hicieron. Lo impensable.
Una redada de madrugada ante la casa del alcalde, con un enorme despliegue policial, para añadirle dramatismo. Órdenes de arresto contra 106 personas. Y dos causas abiertas: una por corrupción, soborno, manipulación de licitaciones, y otra por vínculos con banda terrorista.
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Lo de la banda terrorista es fácil de explicar: antes de las elecciones de 2024, el CHP llegó a un entendimiento con el DEM, el partido de la izquierda prokurda (antes HDP), por el que figuras de esta corriente se integrasen en las listas del CHP en las grandes ciudades, atrayendo el voto kurdo. Que el DEM sea un partido legal no importa: quien es terrorista lo decido yo, dice el fiscal, y el juez se adhiere. El mismo juez, o cualquier otro, que la semana pasada envió a prisión preventiva a un ex alcalde del CHP por haber firmado de forma supuestamente irregular en 2013 una licitación para comprar un lote de ropa a una cooperativa textil, homenajeada entonces por la izquierda como ejemplo de autogestión obrera por recuperar una fábrica abandonada por sus patronos tras ir a la bancarrota. Ya, pero es que esos obreros tenían vínculos con un sindicato que está en la órbita ideológica de un grupo terrorista de ultraizquierda, decidió el fiscal. Prisión.
Hallar indicios de sobornos y manipulación de licitaciones en algún nivel municipal no es algo especialmente inverosímil en una ciudad de 16 millones. Pero después de una década en la que ningún juez se atreve a absolver a un acusado por la Fiscalía, ya nadie en Turquía se cree un escrito de acusación. Probablemente ni siquiera se lo crean ya los seguidores de Erdogan: quizás ya solo opinen que las condenas son necesarias, males menores inevitables para mantener firme el timón y navegar hacia la histórica meta de una Turquía grande e islámica de nuevo.
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Este domingo, transcurridos los cuatro días que un acusado puede permanecer en las dependencias policiales, un juez debe decidir si decreta prisión preventiva para Imamoglu o lo deja en libertad con cargos (archivar la causa no se plantea). Lo segundo es arriesgado. Estos cuatro días en comisaría pueden tener el mismo efecto para Imamoglu que los cuatro meses de Erdogan: a su salida de los juzgados será recibido en olor de multitud. Al menos 50.000 personas, quizás el doble, se reunieron en la noche del viernes ante el Ayuntamiento, escuchando la arenga del jefe del CHP, Özgür Özel, que les pedía respaldar al alcalde como candidato en las futuras elecciones para tumbar el Gobierno de Erdogan. Cientos de miles más salieron en Esmirna, en Ankara, en casi todas las provincias del país. Hasta en los mejores feudos del AKP. Si ayer alguien dudaba, mañana votará a Imamoglu. Sin duda.
La similitud del pasado de Erdogan e Imamoglu —eso es fundamental recordarlo— no implica un futuro semejante. Si Imamoglu llega a presidente, tendrá que volver a democratizar el país, tendrá que recupera un sistema que impide eternizarse en el poder a todo mandatario, tenga las ambiciones personales que tenga, como efectivamente lo impidió durante los cien años de la República turca. Si no lo hiciera, si intentara aprovechar el sistema de mando único creado por Erdogan, caería. Porque a diferencia de Erdogan, Imamoglu es responsable ante los humanos, no ante Dios. A Erdogan le creen sus seguidores porque él cree en su misión. Los votos que recibirá Imamoglu le encomendarán una gestión, no una misión. No es islamista.
Lo verosímil es la otra opción: decretar prisión preventiva. Un proceso que dure años, condenas reiteradas, recurridas y de nuevo impuestas, como es habitual en un sistema judicial en el que un tribunal superior no puede absolver, solo puede anular la condena y devolver al caso al juzgado inferior. Y en el que todos los tribunales, salvo el Constitucional, ya sentencian, de eso no duda nadie, acorde a la llamada telefónica que reciben.
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Pero si Imamoglu está en la cárcel, el CHP buscará otro candidato. Y ahí está Mansur Yavas, el alcalde de Ankara, tan ambicioso como su colega. Durante todo el año pasado los dos libraban una guerra soterrada para hacerse con la nominación del partido; al final ganó Imamoglu, al prometer el CHP primarias, que se quedarán en simbólicas, ya que Yavas retiró su nombre de las papeletas en lo que parecía más una protesta que una cesión. Pero ante la detención de su colega actuó como hombre de Estado: acudió a Estambul, proclamó su pleno apoyo, prometió ir a las urnas el domingo. Sabe que si Imamoglu sale en libertad y llega a candidato, no puede hacer otra cosa que respaldarlo. Pero también sabe que si queda bloqueado, él se llevará todos los votos. Y las encuestas le son casi aún más favorables a Yavas que a Imamoglu: aunque la izquierda recela de su pasado entre ultranacionalistas, se podrá llevar de calle a toda esa derecha que recela de los kurdos.
Así las cosas, quizás la única salida para mantener el rumbo de Turquía hacia esa nación grande e islámica sea que en 2028 no haya ya urnas, o que ya no importen. Que el país se apee del tranvía y lo mire partir desde el andén. Esperando el próximo tranvía. Para cuánto tiempo, para cuántas décadas, Dios dirá.
"Imamoglu, presidente!" El grito se eleva desde miles de gargantas frente a la alcaldía de Estambul. Pero el alcalde, Ekrem Imamoglu, no sale a saludar. No puede: está a unos dos kilómetros de distancia, en alguna celda de la comisaría central de la policía. Acusado de corrupción y de terrorismo. No por lo que hizo, cree Turquía, sino por aspirar al máximo cargo del Estado. Por ser el hombre que en las próximas elecciones quiere relevar a Recep Tayyip Erdogan.