El último giro transatlántico puede dejarte con tortícolis: ¿va Canadá a unirse a la UE?
Según una reciente encuesta de Abacus Data, el 46% de los canadienses apoyaría la adhesión a la UE, frente a un 29% en contra y un 25% de indecisos
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Donald Trump no para de insistir en que Canadá debe convertirse en el estado número 51 de EEUU, pero Ottawa parece estar mirando hacia otra dirección.
En plena ofensiva del presidente estadounidense contra su vecino y aliado histórico, la hipótesis de que Canadá pueda estrechar sus lazos con el viejo continente hasta el punto de integrarse en la Unión Europea ha comenzado a abrirse paso en medios, redes sociales e incluso declaraciones oficiales. Y lo más sorprendente: la mayoría de la población canadiense no lo ve con malos ojos. Según una reciente encuesta de Abacus Data, el 46% de los canadienses apoyaría la adhesión a la UE, frente a un 29% en contra y un 25% de indecisos. Cifras que superan, por ejemplo, a la de los británicos tras cinco años de Brexit.
Este giro transatlántico no ha pasado desapercibido en Bruselas. La Comisión Europea, por medio de su portavoz Paula Pinho, hizo referencia recientemente a este mismo sondeo: "Estamos honrados por el resultado de esa encuesta. Muestra la atracción que genera la Unión Europea y el aprecio que una parte muy considerable de los ciudadanos canadienses siente por nuestros valores".
Mark Carney, el nuevo primer ministro canadiense tras la renuncia de Justin Trudeau y antiguo gobernador del Banco de Inglaterra, representa mejor que nadie los crecientes lazos entre el país norteamericano y Europa. Su primera gira internacional como jefe de gobierno lo llevó a París y Londres, donde, además de cerrar filas frente a la creciente hostilidad de Washington, lanzó una frase desde el Elíseo con claras implicaciones estratégicas: “Canadá es el país más europeo entre los no europeos”.
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Pero, ¿puede un país norteamericano unirse a la Unión Europea? La respuesta inmediata es no. Al menos, con el actual marco jurídico del bloque. Como recordó Pinho tras mostrar gratitud hacia los canadienses, “los tratados prevén criterios claros sobre lo necesario para presentar una candidatura de adhesión”. Esos criterios, recogidos en el artículo 49 del Tratado de la Unión Europea, establecen que solo un “Estado europeo” que respete los valores del artículo 2 y se comprometa a promoverlos puede solicitar el ingreso.
El término “europeo” admite cierta elasticidad. Chipre, por ejemplo, está geográficamente en Asia Occidental, pero fue admitido como miembro en 2004 por su identidad cultural y política europea. Turquía, pese a tener solo una pequeña parte de su territorio en Europa, sigue siendo oficialmente candidata desde hace más de dos décadas. Sin embargo, esta elasticidad difícilmente alcanza para cubrir los 5.600 kilómetros que separan Ottawa de Bruselas.
Lo importante, por tanto, no es si Canadá va a ingresar en la UE mañana —no lo hará—, sino el hecho mismo de que esta posibilidad empiece a considerarse en voz alta. Se trata de un movimiento tectónico, hasta hace poco inconcebible, que refleja el reacomodo del orden liberal internacional frente a un Estados Unidos que, en los primeros compases del segundo mandato de Trump, no ha dudado en echar por tierra ocho décadas de colaboración transatlántica. Un ejemplo de los nuevos anclajes estratégicos por parte de los actores que, hasta ahora, orbitaban sin cuestionamientos en torno a Washington.
Una alianza natural
Para una Unión Europea en busca desesperada de socios fiables más allá de sus fronteras, Canadá se presenta como una opción casi ideal. Comparte valores fundamentales y una arquitectura institucional afín —es uno de los pocos países del continente americano con un sistema parlamentario—, forma parte de la OTAN, exhibe niveles de desarrollo comparables, cuenta con una economía abierta y estable y un compromiso sostenido con el Estado de bienestar. A todo ello se suma una notable cercanía cultural: es oficialmente bilingüe, con un marcado componente francófono y una profunda herencia europea.
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Como señalaba una columna de opinión de The Economist, ambas partes tienen lo que la otra necesita. Europa es densa, envejecida y carece de recursos naturales; Canadá es vasta, escasamente poblada y rica en energía y materias primas. El viejo continente necesita espacio y energía; Canadá, personas e integración económica en un orden multilateral cada vez más frágil. Si la geografía no fuera un factor limitante, parecería una alianza natural dictada por las sinergias.
Ya existe una base sólida sobre la cual ambas potencias pueden avanzar. Desde 2017, Canadá y la UE están unidos por el Comprehensive Economic and Trade Agreement (CETA), un tratado de libre comercio avanzado que elimina casi todos los aranceles y establece mecanismos de convergencia regulatoria. Pero recientemente, esa cooperación ha dado un salto cualitativo con el inicio de negociaciones para integrar a Canadá en el nuevo programa europeo de reindustrialización militar.
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Según reporta The New York Times, el acuerdo en proceso de negociación permitiría a Canadá participar directamente en la fabricación de sistemas europeos —incluido el caza sueco Saab Gripen, rival del F-35 estadounidense— desde sus propias instalaciones industriales. En la práctica, esto situaría a Canadá dentro del ecosistema de producción militar europeo, con acceso preferente a contratos y licitaciones, en condiciones similares a las de los Estados miembros del bloque. Un paso que, sin ser jurídicamente equivalente a la adhesión, representa una integración de facto en uno de los pilares clave de la política común europea.
La nueva política industrial europea aspira a que al menos el 65% de los componentes se produzcan dentro de la UE o por socios que cuenten con acuerdos específicos. Las negociaciones en curso apuntan a que Canadá podría cubrir el 35% restante, e incluso ampliar su participación si se sella un marco de cooperación más profundo. Además, el país tendría acceso preferente al mercado de defensa europeo, una alternativa tangible frente a la dominancia de proveedores estadounidenses.
The leak saying that Canada could join the EU defense spending plan specifically mentions the Gripen jet supply chain.
— Jean Philippe Fournier (@JeanPFournier) March 19, 2025
This basically confirms that if Canada decides to reduce its purchase of F-35s, the replacement will be Gripens.
El propio documento interno de la Comisión Europea que detalla esta iniciativa menciona explícitamente a Canadá como socio estratégico, y subraya que “la cooperación se ha intensificado y debe profundizarse para reforzar la seguridad transatlántica”. El primer ministro Carney mantuvo recientemente una conversación con Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión, en la que se abordaron estas cuestiones. De acuerdo con el rotativo estadounidense, el diálogo incluyó “iniciativas respectivas para aumentar la producción de la industria de defensa”.
De confirmarse, sería el giro más drástico de la historia de la arquitectura de seguridad canadiense. En 2022, la mitad del equipamiento militar del país se destinaba a la exportación, y de esa mitad, la mayor parte tenía como destino final a su vecino del sur. Además, como la mayoría de los países europeos, Canadá ha recibido críticas dentro de la OTAN por no alcanzar el umbral del 2% del PIB en gasto militar —actualmente está en torno al 1,3%—, pero ya ha anunciado planes para cumplir con el objetivo antes de 2030.
Por ahora, no se ha firmado ningún tratado, no se ha ensamblado ningún avión conjunto ni se ha adjudicado contrato alguno. Pero lo relevante no es solo lo que ya está en marcha, sino lo que comienza a perfilarse como inevitable. En el nuevo tablero del Atlántico, donde la brújula geopolítica ha dejado de apuntar automáticamente hacia Washington, Canadá y Europa parecen avanzar hacia una convergencia estratégica. Una alianza forjada tanto por afinidades compartidas como por una amenaza común: el trumpismo.
Así que, ¿unión aduanera? Improbable. ¿Membresía plena? Inviable (por ahora). Pero, ¿una asociación profunda, estratégica y duradera? Eso ya está en marcha. Y lo que queda.
Donald Trump no para de insistir en que Canadá debe convertirse en el estado número 51 de EEUU, pero Ottawa parece estar mirando hacia otra dirección.