La pregunta que tienen que responder los demócratas si quieren derrotar a Trump
¿Por qué nada funciona? Es la pregunta que se hace uno de los ensayos que más resuenan estos días entre las filas del Partido Demócrata. El autor dice que los progresistas tienen que hacer autocrítica
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No todos, pero algunos demócratas estadounidenses están tratando de preparar una respuesta al trumpismo que vaya más allá de la crítica y la indignación. Un plan alternativo para responder a los crecientes problemas de un sistema que contribuyeron a crear. Marc J. Dunkelman, profesor de Asuntos Públicos de la Brown University, cree que lo primero es hacer autocrítica. Ha escrito un ensayo que aún no está traducido al español y cuyo título, Why nothing works (¿Por qué nada funciona?), no puede ser más elocuente. Argumenta que los progresistas han pasado las últimas décadas ideando mecanismos para controlar el poder hasta convertir cualquier decisión rutinaria en una batalla infinita. Nos atiende por videoconferencia durante cerca de una hora desde su despacho en Rhode Island.
PREGUNTA. Robert Moses, un poderoso funcionario recordado por sus abusos urbanísticos, fue capaz de llevar a término algunas de las infraestructuras más importantes de Nueva York. Ahora resulta casi imposible algo tan sencillo como renovar la Penn Station. Esta es la paradoja con la que arranca tu libro. En Europa nos hacemos preguntas parecidas. El sentimiento de que las autoridades no arreglan los problemas está cada vez más extendido.
RESPUESTA. Sí, es así. Empiezo preguntándome por qué antes había líderes progresistas con autoridad para realizar enormes inversiones públicas y eliminar cualquier oposición que se les cruzase en el camino. Robert Moses fue uno de esos personajes. Fue el hombre más poderoso de la ciudad de Nueva York durante varias décadas, aunque nunca fue elegido para un cargo público. A pesar de ello, acumuló poder a través de múltiples posiciones: fue comisionado de parques, de carreteras, de vivienda... Gracias a estos roles, tuvo la capacidad de demoler barrios enteros para construir casas, arrasar comunidades enteras para hacer espacio a autopistas y trenes. Tomaba decisiones para modernizar la ciudad sin importar si todos los demás estaban en contra.
P. Y empezó a ser criticado y convertido en un ejemplo negativo precisamente por eso. ¿No es así?
R. Sí. En las décadas de 1960 y 1970, empezamos a darnos cuenta de que estas personas con tanto poder no siempre lo usaban de manera adecuada. De hecho, en muchos casos estaban cometiendo enormes abusos. No eran dictadores como Mussolini, pero ignoraban las preocupaciones de las comunidades afroamericanas, por ejemplo. O de la clase trabajadora, o de quienes no tenían poder político. Si alguien como Moses se cruzaba en el camino de una familia humilde, no había manera de pararlo. Y la sensación era que lo que en EEUU llamamos establishment tomó muchas decisiones desastrosas actuando así.
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P. ¿Qué tipo de relaciones desastrosas?
R. Nos llevaron a la guerra de Vietnam que nadie entendía, implementaron una "renovación urbana" para erradicar barrios pobres que a menudo terminaba en desastre. Construyeron autopistas sin mucha utilidad que partieron comunidades por la mitad. Permitieron el uso de pesticidas en los cultivos, causando malformaciones congénitas. Dejaron que las compañías automotrices fabricasen vehículos inseguros, lo que Ralph Nader describió como vehículos inseguros a cualquier velocidad. En prácticamente todos los ámbitos de la vida estadounidense, parecía que el establishment estaba haciendo un pésimo trabajo.
P. Y así empieza el debate sobre los límites del poder necesarios.
R. Eso es. De pronto la pregunta era cómo poner límite a su poder. ¿Cómo garantizamos que la gente común pueda protegerse de las malas decisiones de quienes tienen el control? Durante los últimos 50 años, el progresismo, y en general toda América, se ha enfocado en poner frenos al poder público. Era una reacción comprensible y bien intencionada contra un problema real: el abuso de autoridad. Ahora, sin embargo, hemos tocado al extremo opuesto. Antes, Robert Moses podía construir una autopista atravesando el Bronx, aunque todo el mundo gritase que es una locura. Ahora, todo el mundo grita que hace falta renovar la emblemática Penn Station, pero no se puede hacer porque cualquiera tiene derecho a frenar el proyecto. El resultado es la parálisis.
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P. Al leer el ensayo también estaba pensando en Europa. Sobre todo en lo referente a las infraestructuras. Una de las cosas que más se critica de la UE es su excesiva regulación, pero resulta que las infraestructuras de la hiperregulada Europa son infinitamente mejores que las de Estados Unidos.
R. Es una reflexión excelente. Se me ocurren algunos motivos coyunturales, pero, en el fondo, creo que el problema es la falta de una figura o un organismo con suficiente autoridad para tomar decisiones difíciles.
P. Las autoridades públicas tienen menos poder en Estados Unidos. ¿Es eso?
R. En Europa, cuando se construye una infraestructura, hay alguien con el poder de decir que hay que demoler un edificio, sea de quien sea. En EEUU, cualquier aspecto controvertido debe resolverse antes de seguir adelante. No hay una autoridad central con la capacidad de equilibrar los costos y beneficios y decidir avanzar a pesar de la oposición. Creo que en muchos países de Europa todavía existen figuras de poder capaces de tomar decisiones. Mientras tanto, en EEUU ha surgido en los últimos 50 años una fuerte oposición a este tipo de autoridad. Se han creado mecanismos legales y judiciales capaces de bloquearlo todo.
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P. En tu libro lo denominas "vetocracia". ¿Lo puedes explicar con un ejemplo?
R. Uno de mis favoritos es el intento de construir una línea de transmisión eléctrica a través de los bosques del norte de Maine para llevar electricidad limpia, generada por hidroeléctricas en Quebec (Canadá), hasta la red eléctrica de Massachusetts. El único problema es que, entre ambos puntos, hay varios estados que no permiten el paso de la línea de transmisión. Para bloquear el proyecto, han utilizado toda clase de argumentos: impacto en propiedades cercanas, torres eléctricas visibles desde zonas turísticas, etcétera.
P. ¿No se parece el tipo de poder que describes a lo que propone Donald Trump? ¿Alguien que sacuda la burocracia para tener la capacidad de cambiar cosas?
R. Creo que Trump ha sabido captar la frustración de la gente y eso ha sido clave en su éxito político. Entiende que mucha gente siente que el gobierno no funciona, y por eso se presenta como un líder fuerte que puede ignorar las objeciones y tomar decisiones rápidas. No sé si su estrategia funcionará. Ni siquiera estoy seguro de que sus soluciones sean realmente efectivas. Pero creo que necesitamos un punto intermedio.
P. ¿No crees que está determinado a romper algunas de esas barreras que describes?
R. No. Lo que Trump y otros empresarios como Elon Musk están haciendo ahora es despedir a los burócratas, pero sin eliminar los puntos de veto que sirven de embudo. Por ejemplo, cualquier proyecto que reciba fondos federales debe presentar una declaración de impacto ambiental. Esto es un requisito impuesto por los tribunales debido a una ley aprobada por el Congreso y firmada por Nixon. ¿Y quién crees que escribe estos informes? Justamente esos burócratas que Trump está despidiendo. Pero con ellos no desaparece el problema. Al revés. Al no haber burócratas para cumplir la reglamentación, será todo aún más lento. Lo que hace es generar más caos y más parálisis.
P. Otra cosa que me vino a la mente al leer tu libro es la enorme presencia de abogados en todos los procesos. ¿Hay demasiados abogados en el sistema estadounidense?
R. No quiero señalar a una sola profesión en particular. Pero es cierto que ahora mismo el proceso legal es tan complejo que solo los abogados tienen acceso real a la conversación. No deberíamos permitir que, a través de maniobras legales, se pueda bloquear indefinidamente un proyecto que claramente beneficia al interés público. No deberíamos permitir que una infraestructura estratégica, por ejemplo, se paralice porque afecta a un interés privado secundario.
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P. La descentralización del poder tiene inconvenientes, pero también ventajas. En el modelo chino, por ejemplo, se usa para probar diferentes políticas públicas para combatir un problema y decidir cuál funciona mejor.
R. Es lo que el juez Louis Brandeis llamaba "laboratorios de la democracia". Los estados prueban distintos enfoques para resolver problemas, y de ahí surgen los modelos más efectivos. El problema es que, en este momento, tanto el gobierno federal como muchos estados están atrapados por mecanismos de control y bloqueos. Hay estudios que indican que los estados con gobiernos demócratas tienen más restricciones que los estados republicanos. Por ejemplo, el coste de vida en Nueva York, California e Illinois ha subido porque hay demasiados obstáculos regulatorios para construir viviendas. Como resultado, la gente se está mudando a estados como Texas y Florida, donde es más fácil construir. Esto representa un desafío para el progresismo. Tal vez, con el tiempo, todas esas personas que se están mudando a Texas y Florida voten por los demócratas y esos estados cambien políticamente. Pero, mientras tanto, los demócratas deberían estudiar qué aspectos del sistema de Texas y Florida están funcionando mejor en términos de desarrollo y eficiencia. Obviamente, hay muchas cosas de Texas y Florida que la gente de Nueva York y California no querrá imitar.
P. El problema de la vivienda en algunos estados de EEUU es similar, incluso mayor, al que tenemos en grandes ciudades europeas. En tu libro hablas de políticas antigentrificación, por ejemplo, como un clásico agravante del problema.
R. En EEUU durante mucho tiempo hubo políticas, como el redlining, que buscaban excluir a los afroamericanos de los barrios blancos mediante regulaciones de zonificación y restricciones de crédito. Hoy en día estamos viendo otros tipos de resistencia al desarrollo urbano. Por un lado, las comunidades adineradas se oponen a la construcción de viviendas multifamiliares porque temen que lleguen personas de menores ingresos. Por otro, en los barrios afroamericanos se frena la construcción porque sus habitantes no quieren ser desplazados por la gentrificación. El resultado es que nadie acepta cambios en su zona. Todo el mundo quiere que se construyan más viviendas, pero en otro sitio. Y la pregunta clave, de nuevo, es quién debería tener el poder de decidir cómo se reparten esos cambios. En algún punto, todos tendrán que aceptar cierta incomodidad.
P. Propones algunas soluciones. Dices, por ejemplo, que hay que replantear toda la narrativa progresista y centrarse más en lo que se puede hacer que en lo que no se puede hacer.
R. Sí, exactamente. Como progresistas, debemos reconocer que hemos sido nosotros mismos quienes hemos creado muchas de estas barreras que ahora impiden que las cosas funcionen. El primer paso es reconocer nuestra propia responsabilidad en haber construido un gobierno que, en muchos casos, no funciona. El problema es que no es un buen punto de partida para una campaña política. El discurso progresista suele decir que el sector privado no está funcionando, así que demos más autoridad al sector público para que haga las cosas. Sin embargo, cuando la gente ve que el sector público tampoco funciona, la reacción es justo la contraria. Por eso, los progresistas necesitamos hacer un análisis crítico de las instituciones que hemos construido y cómo hemos contribuido a que sean disfuncionales.
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P. La parte quizá más difícil de tu propuesta es lograr consensos estratégicos para transformar y reformar nuestros sistemas sin caos. ¿Cómo se logra eso?
R. No hay una fórmula perfecta para hacerlo, pero hay que lograr un equilibrio entre los dos extremos. Si seguimos una visión puramente hamiltoniana, el riesgo es terminar con una figura tipo Robert Moses—o peor aún, tipo Mussolini—que puede tomar decisiones sin que nadie pueda objetar. Pero si permitimos que cualquiera pueda vetar cualquier cosa, terminamos en una parálisis total. Hay que evitar desastres como la autopista Cross Bronx Expressway, impuesta sin considerar a las comunidades, pero también parálisis como Penn Station, donde la falta de autoridad ha impedido hacer cualquier cosa. La clave está, creo, en limitar el poder de veto.
P. Estos dos primeros meses de gobierno trumpista son indescriptibles. Pero tampoco se entiende muy bien qué hacen los demócratas. ¿Por qué han desaparecido?
R. Los demócratas hemos pasado los últimos diez años gritando contra Trump… y no ha servido de nada. Creo que, en lugar de reaccionar ante cada provocación, cada escándalo o cada declaración suya —algunas de las cuales se materializan, pero la mayoría no—, lo realmente importante es que pongamos en orden nuestras prioridades y articulemos una visión clara de gobierno que la gente pueda entender y que realmente funcione. Al final, los demócratas somos el partido de gobierno en EEUU. Somos los progresistas los que queremos que el gobierno funcione. Los republicanos y los conservadores no comparten esa prioridad de la misma manera. El problema es que, ahora mismo, no tenemos una agenda clara para hacer que el gobierno funcione. Si queremos ser viables —y creo que lo volveremos a ser—, tenemos que dedicar nuestro tiempo a algo más útil que responder a cada locura de Trump. Debemos centrarnos en ser consistentes, reflexivos y en redefinir nuestra propia agenda para que el gobierno vuelva a funcionar.
P. ¿Crees que dentro de cuatro años habrá unas elecciones libres y justas? ¿Crees que los demócratas tendrán la oportunidad de volver al poder?
R. Sí, creo que sí. La Constitución de EE.UU. fue creada precisamente con esto en mente: los fundadores sabían que siempre habría personas obsesionadas con el poder, que el mundo cambiaría y que algunos intentarían aprovecharse de ese cambio. Por eso diseñaron un sistema de equilibrios y contrapesos, para asegurarse de que la democracia pueda absorber y superar a figuras como Trump. Habrá momentos de miedo y de incertidumbre, pero al final creo que la democracia estadounidense se mantendrá fuerte.
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P. ¿Y cómo se ve la reacción de Europa desde la Costa Este de EEUU?
R. Creo que están actuando de forma racional. Trump básicamente está diciendo que quiere abandonar la relación que EEUU ha mantenido durante décadas con la OTAN y con los países de la UE. Pero lo que hay que entender es que esa no es la postura del pueblo estadounidense. Lo que pasa es que aquí hay una frustración generalizada con el orden establecido. La gente siente que la economía no está funcionando, que las élites costeras no están actuando en beneficio del país. Por eso votaron por alguien que prometía romper con todo. Pero eso no significa que los estadounidenses no valoren Europa ni que no sientan un lazo cultural con ella y con otras democracias del mundo. No veo esto como un cambio permanente. He leído esos artículos que dicen que EE.UU. va a alinearse con Rusia contra Europa, pero me parece una idea exagerada. Trump puede ser una anomalía. Puede sacudir las cosas y generar incertidumbre, pero, al final, los lazos culturales y estratégicos entre EEUU y Europa son demasiado fuertes como para romperse.
P. Me gustaría acabar con un par de preguntas más conceptuales, para quienes hayan llegado el final de la entrevista. En el libro hablas de progresismo hamiltoniano y progresismo jeffersoniano. ¿Qué son y cómo han evolucionado?
R. El movimiento progresista nació a finales del siglo XIX, en un momento en que la Revolución Industrial estaba transformando radicalmente el antiguo modelo democrático estadounidense que Tocqueville describió en la década de 1830. La llegada del ferrocarril, la industrialización y la gran manufactura supusieron una disrupción enorme. Pasamos de una sociedad basada en la agricultura a una basada en las fábricas. En aquel entonces, el problema era que la política no tenía mecanismos para proteger a la población de los llamados robber barons (barones ladrones), los grandes magnates, y de los enormes cambios sociales de la modernización que traían aparejados sus monopolios. Así nació el movimiento progresista, con la idea de que el sector público debía gestionar esta gran transformación de la sociedad.
Dentro del progresismo surgieron entonces dos enfoques. El hamiltoniano, según el cual los individuos no podían protegerse por sí mismos de los grandes cambios. La solución era centralizar el poder en instituciones que actuaran en el interés público, contrarrestando los intereses privados. Una junta escolar se encargaría de contratar buenos profesores; una comisión de servicios públicos decidiría qué empresas de energía podían operar y cuánto cobrar; una autoridad determinaría dónde instalar tuberías y garantizaría que todos tuvieran acceso a agua limpia y alcantarillado. Estas instituciones centralizadas y con gran poder representan la visión hamiltoniana, en la que se confía en una entidad más grande y poderosa que los individuos para gestionar el bien común.
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P. ¿Y el enfoque jeffersoniano?
R. Esta perspectiva parte de la idea de que el problema no es la falta de instituciones fuertes, sino que el poder se ha concentrado demasiado en manos de las grandes corporaciones. La solución, entonces, no es centralizar aún más, sino redistribuir el poder, descentralizándolo y empoderando a pequeños empresarios, agricultores y ciudadanos comunes. Por ejemplo, mediante leyes antimonopolio para dividir grandes corporaciones y evitar que dominen sectores enteros. O favoreciendo la competencia para que más personas pudieran prosperar, como en el siglo XIX. Estos dos enfoques —centralizar el poder o descentralizarlo—han coexistido dentro del movimiento progresista como un yin y yang, alternándose en predominancia según la época.
P. ¿Y qué ha roto ese equilibrio?
R. Durante los primeros 80 años del progresismo, aproximadamente desde finales del siglo XIX hasta los años 60 y 70, predominó la visión hamiltoniana. Fue la que guio las grandes políticas de Franklin Roosevelt y sus logros más importantes, como la creación de instituciones federales poderosas —lo que se conoció como el "alfabeto de agencias"—que generaron empleo y modernizaron vastas regiones del país. Estas instituciones llevaron electricidad a zonas rurales y desarrollaron infraestructuras clave. Sin embargo, en los años 60 y 70, la confianza en estas instituciones comenzó a decaer. Entonces, la visión jeffersoniana ganó fuerza, impulsando movimientos como los derechos civiles, los derechos reproductivos, la segunda ola del feminismo o el propio movimiento ecologista. Partían de la premisa de que había instituciones poderosas y coercitivas que necesitaban ser desafiadas y que el poder debía devolverse a la gente común para que pudieran protegerse. El argumento central de mi libro es que, desde ese cambio de enfoque, hemos llegado a una situación en la que existen tantas protecciones jeffersonianas contra el poder hamiltoniano que ahora es casi imposible hacer algo.
No todos, pero algunos demócratas estadounidenses están tratando de preparar una respuesta al trumpismo que vaya más allá de la crítica y la indignación. Un plan alternativo para responder a los crecientes problemas de un sistema que contribuyeron a crear. Marc J. Dunkelman, profesor de Asuntos Públicos de la Brown University, cree que lo primero es hacer autocrítica. Ha escrito un ensayo que aún no está traducido al español y cuyo título, Why nothing works (¿Por qué nada funciona?), no puede ser más elocuente. Argumenta que los progresistas han pasado las últimas décadas ideando mecanismos para controlar el poder hasta convertir cualquier decisión rutinaria en una batalla infinita. Nos atiende por videoconferencia durante cerca de una hora desde su despacho en Rhode Island.