El rearme estratégico de Europa: adiós 'europtimismo', hola 'eurosupervivencia'
La Europa de hoy ya no confía en un relato optimista de progreso permanente y se embarra, entrando en terrenos que hasta ahora eran ajenos a la integración europea, pero que son claves para su supervivencia
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La Europa de ayer nació en 1989. La revolución que derribó el Muro y por la que los países del otro lado del Telón de Acero rompieron las cadenas soviéticas es clave para entender el mundo en el que hemos vivido durante tres décadas. Occidente se amplió. Europa del este, aquella región en blanco y negro, pasó a ser Mittleeuropa, Europa Central, una centralidad geográfica y política. La frontera histórica y del destino se desplazó. El este empezó a ser lo que había más allá. Se consumaba el regreso a casa de Europa, el final de un camino que devolvía a casi todo el continente a un sendero común.
La expansión de “occidente” hasta las mismísimas fronteras de Rusia fue la expresión de una nueva era de optimismo, que se apuntalaba con el paraguas de seguridad de Estados Unidos en la época de la Pax Americana, lo que permitía hacer los equilibrismos suficientes como para tener la relación estrecha con Moscú que defendían desde Alemania, interesada en su energía barata, y al mismo tiempo contar con Washington en caso de que Rusia resultara seguir siendo un depredador imperial. La tensión estaba ahí, pero se soñaba con una solución pacífica y diplomática. En 2005, en una entrevista con Le Monde, Václav Havel, explicaba que “el día que acordemos con calma dónde acaba la Unión Europea y dónde empieza la Federación Rusa, la mitad de la tensión entre ambas desaparecerá”. Havel, el héroe checoslovaco, todavía pensaba que se podía hacer “de amigo a amigo”.
La Europa del optimismo existía desde décadas antes. El crecimiento económico, el proyecto europeo y la pacificación de la mente política occidental eran las bases sobre las que después llegó 1989, su culmen, el principio del ‘fin de la Historia’. Luuk van Middelaar, director del Brussels Institute for Geopolitics y uno de los pensadores más destacados sobre la Europa de hoy, considera que a partir de entonces ese optimismo “se convirtió en pura autocomplacencia. Pensábamos que nuestro modelo era el de todo el mundo”, explica a El Confidencial.
Hoy las fronteras de occidente, ampliadas tras 1989, han vuelto a retroceder. Pero no lo han hecho por el frente del este, sino precisamente por el lado occidental. Con un par de golpes de efecto, algunos discursos, una decena de mensajes en redes sociales y con un choque brutal con Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, en la Casa Blanca, Donald Trump, presidente de Estados Unidos, ha convencido a muchos europeos que todavía estaban en negación que ya viven en un mundo post-occidente o de un ‘occidente menguante’. “Brutal” es la palabra que más mencionan diplomáticos, funcionarios y políticos europeos consultados por este periódico a la hora de definir cómo se ha vivido el último mes, desde que el 12 de febrero la administración americana ha dejado el rumbo marcado que le aleja de sus socios transatlánticos.
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Europa está teniendo que aprender a vivir en una nueva realidad. A medida que se habla de un rearme militar de los países europeos para independizarse de Estados Unidos en términos de seguridad y poder aspirar a disuadir a Rusia sin contar con Washington, en muchas capitales se está produciendo un intento ‘rearme intelectual’, una búsqueda de ideas que ayuden a navegar el nuevo mundo que se ha abierto de par en par y que representa una ruptura total con los planteamientos sobre los que Europa había proyectado su futuro.
“Rearme es la palabra del momento. Ya es hora, después de todo el desarme militar desde 1989, pero sobre todo de un desarme de nuestras armas lingüísticas para definirnos, para describirnos como europeos”, añade Van Middelaar. La Europa del optimismo nacida de 1989, de la ampliación de la OTAN y el conocido como “Big Bang del este”, la adhesión en 2004 de Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, Polonia y República Checa, la Europa de las exportaciones sin límite, la confianza en el mundo multilateral y la resolución pacífica de las tensiones, ha dejado de existir. La Europa del interrail, el Erasmus y las ideas agradables deja paso a otra realidad.
Hacia la Europa de la supervivencia
Atrás queda el euro, el intento de una Constitución europea, el impulso federal basado en los sueños de los viejos europeístas que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial que trataban de huir de los monstruos de la primera mitad del siglo XX. ¿Cuándo acabó? Esa es una pregunta a la que las numerosas fuentes consultadas por El Confidencial a nivel diplomático y europeo no son capaces de responder con determinación. La fecha del fallecimiento de la Europa del optimismo varía. Algunos la sitúan muy pronto, incluso en el ataque contra las Torres Gemelas en 2001, aunque la mayoría de los que apuestan por una muerte tempranera lo sitúan en la crisis financiera. Otros en la crisis migratoria de 2014, 2015 y 2016.
Un buen grupo se decanta por situarla en la primera victoria de Donald Trump en EEUU y el Brexit, o en la pandemia, que demostró los límites de la cooperación internacional. La realidad es que muchos de esos acontecimientos deben leerse en conjunto y no por separado. Pero aunque no haya consenso sobre el momento exacto del fallecimiento, prácticamente todo el mundo coincide en la fecha de certificación de la muerte, el momento en el que quedó claro para todos de manera definitiva: en las últimas dos semanas de febrero.
Si la Europa de ayer es la del optimismo, a lo que da paso es a la Europa de la supervivencia, aunque algunos prefieren hablar de la Europa del realismo. La Unión Europea convertida en un proyecto defensivo, en todos los sentidos. Algunos lo identifican como el despertar al hecho del retorno de la Historia, con mayúsculas. Europa está teniendo que armarse, literalmente, para disuadir a una potencia militar como es Rusia, y está teniendo que hacerlo sin poder confiar en el socio que ha acompañado a los países occidentales desde 1945. El sistema de comercio global en el que confiaba se está resquebrajando y el delicado consenso climático ha desaparecido. Todo aquello en lo que Europa confiaba y creía está hecho añicos.
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Eso ha empujado a hacer cosas impensables hasta hace algunos años en muchos ámbitos. La Unión Europea, que financia desde 2022 el envío de armamento letal a Ucrania, un país en guerra que ni siquiera forma parte del club, trabaja ahora en un fondo conjunto para rearmar a sus propios Estados miembros; ha desplegado una agenda de seguridad económica a pesar de haber sido el adalid del libre comercio; empuja para hacer un escaneado exhaustivo de las inversiones entrantes, muestra máxima de la desconfianza en países terceros e intenta trabajar en que no haya “filtración de inteligencia” a estos mismos países que considera rivales. Incluso la reciente imposición de aranceles anti-subsidios a los vehículos eléctricos producidos en China, que ha provocado un importante enfado en la industria automovilística alemana, responde a este nuevo instinto de supervivencia europeo.
Este cambio de actitud también se ha notado en ámbitos que han sido centrales para la buena imagen de la Unión Europea entre sectores moderados o progresistas, asumiendo que no puede transitar esta época sin mancharse. El Pacto Verde se ha adaptado, matizando su ambición, para que sirva como un plan industrial realista que ayude a las empresas europeas a sobrevivir y a bajar sus facturas de la luz.
En inmigración, la UE también ha cruzado muchas líneas rojas, endureciendo mucho su posición, como resultado también de una derechización de los Gobiernos nacionales y del colegio de comisarios. Recientemente, la Comisión Europea ha presentado una propuesta de reforma de la directiva de retornos en la que da cobertura política a los Estados miembros que quieran explorar la posibilidad de abrir centros de deportación de inmigrantes irregulares fuera de la Unión Europea, como el plan de la ultraconservadora primera ministra italiana, Giorgia Meloni, con Albania. Hasta hace unos años la misma Comisión Europea rechazaba esa idea de manera contundente y consideraba que no había base legal para ella. De hecho, el plan de Meloni está chocando con los tribunales italianos.
Vientos del este
En 2004, la naturaleza del proyecto europeo cambió. El ingreso de los países del este trajo con ellos su bagaje histórico y el trauma del dominio soviético. Para Europa occidental, el proyecto de integración bebía de los sueños federalistas de los padres fundadores, de Jean Monnet o de políticos como Altiero Spinelli, que había sufrido bajo la bota del fascismo. La obsesión era una integración europea de corte federalista como antídoto a las pasiones humanas del Estado nación. Los impulsos de Polonia o República Checa responden a una tradición totalmente diferente. Han sido durante siglos un istmo europeo, siempre a merced de las mareas de los imperios de un lado y del otro.
Para ellos, Europa no era el recipiente en el que diluir el Estado nación en una federación europea, sino un escudo que, junto a la OTAN, permitiría por fin desarrollarse como Estados nación sin el temor a ser destruidos en unas pocas décadas. Para ellos, la Europa del optimismo es, de hecho, la Europa de la supervivencia, no hay diferencia ninguna.
Algunos lamentan la gran ampliación de hace ya casi dos décadas, precisamente porque unían en un mismo proyecto dos maneras de entenderlo radicalmente diferentes. Era una mutación. Pero eran ellos, y no los europeos occidentales, los que estaban leyendo bien la situación. Desde 2022 su peso en el debate europeo ha aumentado sustancialmente, cabalgado sobre la autoridad moral que da el haber intentado avisar, sin éxito, del riesgo que representa la Rusia de Vladímir Putin. Es precisamente eso lo que hace que muchas de las voces que con más atención se escuchan en Bruselas provengan del este. Son los que más se juegan, los que más están expuestos, y por lo tanto, los más agresivos y vocales. Un ejemplo claro es Donald Tusk, primer ministro de Polonia.
Pero, ¿estaba el este en lo correcto, o ha ‘conquistado’ a la Europa occidental en el ámbito de las ideas? Algunos autores defienden que nos encontramos ante una nueva división de Europa, por un lado con un este, él sí, expuesto a la amenaza rusa, y por el otro una Europa occidental que acabará perdiendo interés en una estrategia extraordinariamente cara ante una amenaza que se encuentra a miles de kilómetros de sus fronteras. Que esta percepción de un riesgo común no resistirá el paso del tiempo. La realidad es que el cambio de mentalidad va mucho más allá de Moscú, y mucho más allá de que los países del flanco oriental hayan sido capaces de ganar un pulso teórico en Bruselas.
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Lo que ha ocurrido ha sido una mutación del alma del proyecto europeo. Los orígenes de la Unión Europea están claramente anclados en un objetivo: evitar un nuevo intento de fratricidio de las sociedades europeas, evitar los horrores de las dos guerras mundiales. La experiencia mostraba que la principal amenaza para Europa provenía de su interior, no del exterior, y la nueva Europa se construyó con eso en mente. Más que explotar el potencial europeo, se buscaba limitar o contener el potencial alemán, y más que crear una cooperación entre Estados miembros pensando en el escenario mundial, se pensaba en esa cooperación como un sistema para evitar el dominio total de un país europeo sobre los otros. El objetivo de la construcción europea era salvar a las sociedades europeas de ellas mismas.
Pero eso ha cambiado en las últimas décadas. El terrorismo internacional, el ascenso de China, la pérdida de interés americana en Europa, la crisis migratoria o el coronavirus han hecho ver a los líderes europeos que los riesgos son exógenos, y que las ideas sobre las que se había construido el proyecto deben actualizarse. Un ejemplo práctico de la vida real y en algo que nada tiene que ver con cuestión militar: en 2019 la Comisión Europea bloqueó la creación de un gigante europeo de los ferrocarriles conformado por Alstom y Siemens porque podía destruir al resto de competidores europeos. Hoy en el Ejecutivo comunitario son muchos los que admiten que si esa fusión se volviera a plantear ahora Bruselas daría el visto bueno, porque la política de competencia también ha cambiado, de un mercado europeo a uno global
¿Hacia un 'radicalismo realista'?
Europa llega unida a esta era de gigantes y de riesgos exógenos. La buena noticia es que eso permite a la Unión Europea aprovechar su escala continental para mantenerse a flote y sobrevivir, si hay voluntad política para ello. La mala es que el club comunitario no se pensó para ello, y su diseño está centrado en evitar una hegemonía dentro de Europa, no en desbloquear el potencial que Europa como actor global podría tener en distintos ámbitos.
Partiendo desde el 2020, año de la pandemia, el riesgo existencial que atraviesa Europa está provocando que se atraviesen numerosas líneas rojas. Se vivió lo que J.G.A. Pocock definió en 1975 como el “momento maquiavélico”, cuando la Unión Europea observó de cerca su propia “finitud temporal”, la posibilidad de desaparecer. Eso ha llevado a un cierto “realismo radical”. Medidas que anteriormente se habrían considerado impensables, propias de los federalistas europeos desconectados de la realidad, y que de repente se convierten en opciones reales, como la emisión de deuda conjunta. Son medidas radicales, pero que no están impulsadas por un objetivo utópico o poético, sino por puro realismo y análisis detallado de la situación.
Los líderes europeos se están enfrentando estas semanas a algunas decisiones importantes para la seguridad del continente en las próximas décadas y para su propia supervivencia. Lo que les mueve es algo totalmente distinto a lo que ha impulsado el proyecto europeo hasta ahora. En Bruselas hay consenso en que este impulso, se llame “radicalismo realista” o pura reacción a una realidad difícil para Europa, no se traducirá en la tradicional visión federalista de Europa. Esa quedó enterrada en 2004.
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La unidad básica europea es el Estado nación y lo es todavía más cuando se habla de seguridad y defensa. Aunque Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, haya aparecido como la principal líder europea de estos últimos años, este debate supera a la alemana porque afecta al corazón puro de la soberanía: la vida, la muerte y la libertad de los ciudadanos. El Consejo Europeo, el foro de jefes de Estado y de Gobierno, que ya ha ganado centralidad por más de una década de gestión permanente de crisis políticas de un calado que solamente se podía resolver al más alto nivel, va a verse todavía más reforzado.
Para Van Middelaar un elemento central es que Europa encuentre su “situación histórica” para poder “navegar el futuro”. “La defensa es una cuestión de seguridad nacional, con enormes apuestas para presidentes y primeros ministros ante sus parlamentos y opiniones públicas, no algo que ‘externalizarían’ a un organismo de Bruselas. De ahí todas estas cumbres ad hoc de las últimas semanas”, señala el historiador holandés, haciendo referencia a las últimas reuniones fuera del marco institucional europeo en París y Londres. El director del think tank Brussels Institute for Geopolitics llega a la conclusión de que la actual situación puede desbordar a las fuerzas de las instituciones como la Comisión Europea, porque requiere un sentido histórico que obliga a echar la vista atrás más allá de la era del inicio de la construcción europea.
“No hay que olvidar que los estadounidenses llevan aquí desde 1944. Así que estamos viviendo realmente el final de una era histórica, de 80 años. Y las instituciones de la UE y la OTAN son, por supuesto, los vástagos de esa era. Así que, de nuevo, para ‘Bruselas’ — como sinónimo del conjunto de instituciones y tendencias que han impulsado la integración europea — es difícil mirar más atrás que a su propia fundación. Y vemos que Francia y Reino Unido, con su confianza en sí mismos producto de tener un arco más largo de la historia, toman la delantera”, explica Van Middelaar.
La Europa de ayer nació en 1989. La revolución que derribó el Muro y por la que los países del otro lado del Telón de Acero rompieron las cadenas soviéticas es clave para entender el mundo en el que hemos vivido durante tres décadas. Occidente se amplió. Europa del este, aquella región en blanco y negro, pasó a ser Mittleeuropa, Europa Central, una centralidad geográfica y política. La frontera histórica y del destino se desplazó. El este empezó a ser lo que había más allá. Se consumaba el regreso a casa de Europa, el final de un camino que devolvía a casi todo el continente a un sendero común.