"Trump quiere ser un líder fascista, pero el sistema se lo impide"
Dado que Donald Trump ha quebrantado algunos de los límites implícitos en el populismo tradicional de las últimas décadas, pero no llega a alcanzar los extremos de odio y de violencia de un Adolf Hitler, la duda está en cómo describirlo
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F842%2Fc3a%2F3d0%2F842c3a3d082c8ffedc2073299738dc88.jpg)
En el diccionario de la política hay pocas palabras más trilladas, pisoteadas y vaciadas de significado que “fascista”. Casi todos los políticos destacados de los últimos 80 años han sufrido este insulto en alguna ocasión. El término “fascista” es una especie de botón nuclear: una palabra que destruye conversaciones. ¿Quién puede argumentar nada cuando nos enfrentamos a algo tan sórdido como un “fascista”?
El problema es que, a veces, los hechos nos empujan a territorios incómodos. Un saludo nazi, por ejemplo. Un asalto violento al Congreso. La tendencia a culpar de todos los males a chivos expiatorios y la generación de mentiras en cantidades industriales. Por estos motivos, hace años que los historiadores del fascismo se hacen la misma pregunta: ¿es legítimo calificar a Donald Trump de “fascista”?
Muchos de estos expertos prefirieron dejar el término de lado en el contexto de Estados Unidos. Robert Paxton, profesor retirado de la Universidad de Columbia considerado por muchos el decano de los historiadores americanos del fascismo, reconocía que Trump hacía gestos típicos de Mussolini, como la “mandíbula saliente” o la “absurda teatralidad” de los mítines, y que contaba historias de “declive nacional” y recurría a la táctica de culpar de todo a los extranjeros. Pero no, concluyó Paxton en su día: “Debemos dudar antes de aplicar la etiqueta más tóxica”.
Su postura cambió la tarde del 6 de enero de 2021, cuando vio por televisión a la muchedumbre trumpista, enardecida por el discurso del entonces presidente saliente, irrumpir violentamente en el Capitolio de Washington para impedir el certificado de las elecciones. El asalto “anuló mi objeción a la etiqueta de fascista”, dijo Paxton a Newsweek. “Promover abiertamente la violencia civil para anular unas elecciones cruza la línea roja. La etiqueta no solo es aceptable, sino necesaria”.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F280%2F4f5%2Fc4f%2F2804f5c4f1521be7dfb57153119674b2.jpg)
Aunque Estados Unidos y el Tercer Reich no tienen nada en común, el historiador del totalitarismo Timothy Snyder, de la Universidad de Yale, explica que no hace falta detentar todo el poder para ser considerado un líder fascista. Mussolini, por ejemplo, comenzó su gobierno en 1922 teniendo que lidiar con el parlamento y con el rey Víctor Manuel III, que siguió en su puesto hasta 1946. La italianista Ruth Ben-Ghiat, experta en el fascismo italiano, ha establecido varios paralelismos entre el Duce y Trump, y describe a Trump como el “demagogo fascista del siglo XXI”.
Para explorar estos vínculos hemos hablado con Federico Finchelstein, profesor de la universidad neoyorquina The New School, que ha trazado la genealogía que une el populismo actual con el fascismo del siglo XX. Autor de siete libros sobre el fascismo y el populismo, entre ellos Breve historia de la mentira fascista (Taurus, 2022), Finchelstein describe a Trump como un wannabe fascist o “aspirante a fascista”.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F632%2Fc1b%2F5c5%2F632c1b5c5e3d900da1b900c1233d89dd.jpg)
“El populismo es el fascismo reformulado en términos democráticos”, dice Finchelstein. “Aún tiene la propaganda y la figura mesiánica del líder, pero gana elecciones. Esta va a ser la historia del populismo durante la segunda mitad del siglo XX: líderes autoritarios que minimizan o bastardean la democracia, pero sin destruirla completamente”. Los pioneros de este híbrido nacido tras 1945, según Finchelstein, son el argentino Juan Domingo Perón y el brasileño Getúlio Vargas.
En los últimos años, sin embargo, “esta mezcla de democracia y dictadura empieza a cambiar y algunos líderes ya ni siquiera se identifican con elementos centrales de la experiencia populista, como es la aceptación del resultado de unas elecciones”, continúa Finchelstein. “Perón, Cristina Kirchner, aceptaban los resultados, pero Trump no, ni tampoco Jair Bolsonaro en Brasil. Entonces, como historiador, uno se pregunta, ¿qué pasa cuando un líder se mantiene en el poder negando los resultados electorales? Lo que pasó en EEUU y en Brasil fueron intentos de golpe de Estado, pero también hay que decir que un fascista habría llegado hasta el final: habría pisado el acelerador. Trump y Bolsonaro, en cambio, no lo hicieron. Pero lo que vemos es un retorno del populismo a elementos que eran propios del fascismo”.
Para identificar el fascismo, Finchelstein ha establecido cuatro requisitos, que son: la demonización extrema del adversario, lo que suele incluir la xenofobia; el recurso de la violencia, como pueden ser las persecuciones políticas, los golpes de Estado o directamente la guerra; el totalitarismo y la propaganda que reniega de la realidad; y la dictadura. “Sin dictadura no hay fascismo”, dice Finchelstein.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F331%2Fec1%2F84d%2F331ec184dcb77729a724b8945ffa797f.jpg)
El caso de Trump es el de un populista que bordea continuamente los territorios del fascismo. “Los medios estadounidenses llevaban listas con los récords de mentiras de Trump, que en estos momentos hace políticas en base a cosas que no son verdaderas”, dice el historiador. “Decir que en el Canal de Panamá hay soldados chinos no tiene ninguna base empírica, por ejemplo. Eso no lo han hecho otros populistas. Perón o Silvio Berlusconi no mentían de esa manera. Podían masajear la realidad como hacen otras tradiciones políticas, pero no renegaban de ella”.
Dado que Donald Trump ha quebrantado algunos de los límites implícitos en el populismo tradicional de las últimas décadas, pero no llega a alcanzar los extremos de odio y de violencia de un Adolf Hitler, la duda está en cómo describirlo. Federico Finchelstein lo considera un wannabe fascist: “aspirante a fascista”. Una aspiración presente en las intenciones explícitas de Trump, que se retrata a sí mismo como un rey y que ha llegado a decir lo siguiente: “Quien salva a su país, no viola ninguna ley”.
Uno de los problemas evidentes del análisis del trumpismo es que sabemos cómo ha empezado, pero no cómo terminará. Los fascismos europeos de la primera mitad del siglo XX concluyeron en medio de la calamidad más espantosa de la historia contemporánea, causada por ellos. Pero ese grado de caos y crueldad, aunque siempre había sido visible, tardó años en alcanzar su plenitud.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fb3d%2Fcb1%2F29d%2Fb3dcb129d35ae2158765778ea6df18ae.jpg)
Si los aristócratas capitalistas y los zorrunos dirigentes conservadores de Alemania que elevaron al poder a Adolf Hitler hubieran sabido, o se hubieran creído, lo que latía dentro de él y de su movimiento, probablemente la habrían cerrado las puertas. En su libro Anatomy of Fascism, el mencionado Robert Paxton describe la comodidad con la que el nazismo se instaló en el Gobierno y se puso a montar una dictadura con la persuasión, la intimidación y la astucia como armas. La mayoría de los alemanes se pusieron de perfil o racionalizaron los crecientes desmanes de los que eran testigos.
“Lo que vemos claramente en este Trump 2.0 es que el autoritarismo está más exagerado”, dice Finchelstein. “Incluso vemos cómo niegan lo que dice la Constitución: es un regreso a la mentira y al extremismo; a un gobierno que trata de apropiarse de la ley para bastardearla. Haber ganado unas elecciones no implica que la realidad sea otra. Trump pretende que, por haber ganado, sus ilegalidades, incluido el ataque al orden constitucional en enero de 2021, ya no son ilegalidades. Pero una cosa no implica la otra. No se pueden reformular los datos empíricos”.
El ambiente político en el que se abre camino este segundo mandato es distinto al ambiente que había en 2017: ya no hay “resistencia”, sino resignación. La atmósfera se ha degradado. La italianista Ruth Ben Ghiat hablaba recientemente de “colapso moral” y establecía un paralelismo con los intelectuales italianos de los años 20 y 30, que poco a poco habían ido cayendo en la autocensura para evitarse problemas.
"¿Puede haber democracia sin un periodismo independiente fuerte?"
“Pido perdón por usar un término tan fuerte, pero hay una cierta traición a los valores democráticos por parte del Partido Republicano, de empresarios de Silicon Valley y de los dueños de medios de comunicación”, continúa Finchelstein. “¿Puede haber democracia sin un periodismo independiente fuerte? La historia nos dice que no. Y estamos viendo algunas señales bastante problemáticas”.
Finchelstein se refiere a la peregrinación de los gerifaltes mediáticos a Mar-a-Lago para presentarle sus respetos a Donald Trump en las semanas posteriores a su victoria. Entre otros, Jeff Bezos, dueño de The Washington Post; Patrick Soon-Shiong, dueño de Los Angeles Times; Ted Sarandos, co-CEO de Netflix; los ejecutivos del Grupo Televisa, Alfonso de Angoitia y Bernardo Gómez, o Mika Brzezinski y Joe Scarborough, los presentadores estrella de las mañanas de MSNBC.
El que destaca sobre todo es Bezos, que se entrometió en el criterio editorial del periódico vetando el apoyo oficial a la candidata Kamala Harris, vetó también una viñeta crítica con Trump y, recientemente, ha dicho que la sección de opinión estará dedicada a defender las “libertades personales y el mercado libre”. Dos entelequias que, en el contexto de Estados Unidos, no significan nada. ¿Qué periódico norteamericano se negaría a defender estas dos premisas tan básicas?
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F0f3%2F21d%2Fea0%2F0f321dea0ed7b95b6b2248240d09e1bd.jpg)
El ecosistema mediático es claramente vulnerable. La confianza en los medios tradicionales está en mínimos históricos y las plataformas alternativas, como esos pódcasts de tres horas en Youtube, pueden tener decenas de veces más audiencia que la CNN. Trump se aprovecha de esta debilidad: demanda a medios por cualquier cosa, forzándolos a incurrir en gastos legales millonarios, y limita su acceso a la Casa Blanca, al Pentágono y al Air Force One. Una de las consecuencias posibles es la autocensura. Como dice Ruth Ben Ghiat, el colapso moral de la prensa.
Mentiras sin consecuencias
La estética y el relato del trumpismo también se han consolidado con los años. Las vistosas gorras rojas son una manifestación física del movimiento: un ejército de glóbulos rojos que gritan a voz en cuello en los mítines y se pasean por las ciudades visibles a un kilómetro de distancia. Los fascistas italianos transformaron la marcha sobre Roma de 1922 en su mito fundacional; los nazis hicieron lo propio con el putsch cervecero de Múnich. El color rojo de la bandera nazi se debe a la sangre de los 14 “mártires” caídos en al que desordenado intento de golpe de Estado.
Mientras Estados Unidos hacía su vida durante la Administración Biden, el trumpismo aguardaba su retorno en los márgenes de la extrema derecha: en canales de televisión como Newsmax o One America News, en los mítines que durante bastante tiempo no gozaron de la atención de los medios nacionales, y, sobre todo, en internet. En redes sociales alternativas como la de Trump, Truth Social.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F011%2F922%2F47d%2F01192247d86c77bcc9723cdd38efce5c.jpg)
Durante esta travesía por el desierto, Donald Trump redobló los esfuerzos para consolidar la mentira de que había ganado las elecciones. Esta mentira se convirtió en la prueba de lealtad que Trump exigía a quienes seguían con él y también en el caldo de cultivo en el que nació la adoración de los “rehenes”, de los “patriotas”: los criminales que habían asaltado el Capitolio para tratar de robar las elecciones. Los mítines de Trump desplegaban las imágenes de aquel día y comenzaban con el himno americano cantado por los reos, a través del telefono, desde la cárcel.
Nada más jurar la presidencia el pasado 20 de enero, Trump indultó a los más de 1.500 responsables del asalto. Incluidos los que habían recurrido a la violencia contra la propiedad y contra los policías que habían defendido el Congreso. Incluidos los cabecillas: Stewart Rhodes, fundador y líder de la milicia de ultraderecha Oath Keepers, y Enrique Tarrio, líder del grupo extremista Proud Boys. Al día siguiente, Stewart Rhodes fue visto en la zona VIP de un mitin de Trump en Las Vegas.
Vocación expansionista
Pero quizás el gesto más descarado es el Sieg Heil, el saludo nazi, realizado por Elon Musk tras el sello presidencial de Estados Unidos un día después de la investidura de Trump. Un claro y agresivo saludo, en opinión de los estudiosos del fascismo, pero negable: con un “mi corazón va para ustedes”. Lo que ofreció a sus simpatizantes un clavo al que agarrarse para rechazar la evidencia y obligarlos a aceptar lo inaceptable.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F132%2Fe5e%2Fb58%2F132e5eb58cdb7e3070f6a58503a8236b.jpg)
“En mi país, Argentina, el presidente, Javier Milei, salió a defender a Musk y a criticar a aquellos que hablaban de nazismo”, dice Finchelstein. “Es una cuestión orwelliana. El tipo hace un saludo nazi y todos estamos hablando de que no fue tal. Es Orwell. Es negar la realidad. Y es más que preocupante, porque Elon Musk es un Henry Ford [industrialista norteamericano conocido, además de por su eficacia y su marca de coches, por su posturas antisemitas] exitoso. Es realmente espeluznante”.
Otra manera que tienen los seguidores de Musk de justificar que no fue un saludo nazi es destacando su simpatía por Israel y el hecho de que visitó el lugar de los atentados de Hamás de 2023. Sin embargo, el fascismo no es necesariamente antisemita. El fascimo aleman sí que lo era. El italiano, al menos inicialmente, no.
En esta pronunciación del autoritarismo trumpista que señalaba el académico, también hay un elemento nuevo: la vocación expansionista. Donald Trump ha reiterado su voluntad de anexionarse Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá. En el caso canadiense, amaga desde hace semanas con una guerra arancelaria que, según el recién dimitido primer ministro del país vecino, Justin Trudeau, tiene como objetivo brindar el “colapso” económico del país para facilitar la anexión.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F2ce%2F451%2F016%2F2ce451016c2e3f1274f99405094e336a.jpg)
El experto en el partido nazi Peter Hayes, profesor de la Universidad de Northwestern, ha comparado el apetito territorial de Trump con la retórica del Lebensraum, o “espacio vital”, del nazismo. Como apunta Hayes, Hitler quería trigo y petróleo. Trump quiere minerales.
Federico Finchelstein todavía cree en la resiliencia del sistema democrático de EEUU. Las políticas de Trump “claramente intentan degradar la democracia. Ahora bien, si van a conseguir destruirla, esa es otra pregunta. Yo tengo confianza, todavía, en la capacidad del sistema político norteamericano para resistir estos ataques”.
En el diccionario de la política hay pocas palabras más trilladas, pisoteadas y vaciadas de significado que “fascista”. Casi todos los políticos destacados de los últimos 80 años han sufrido este insulto en alguna ocasión. El término “fascista” es una especie de botón nuclear: una palabra que destruye conversaciones. ¿Quién puede argumentar nada cuando nos enfrentamos a algo tan sórdido como un “fascista”?