¿A qué viene la sorpresa? Trump solo dice en voz alta lo que antes EEUU susurraba sobre Ucrania
Un repaso de la historia reciente indica que Trump, por lo menos en lo que se refiere a Kiev, solo está verbalizando una realidad que ha permanecido inmutable durante los casi tres años de invasión a gran escala
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El gran negociador, Donald Trump, que suele exigir concesiones escandalosas para intimidar al contrario y colocarse en una posición de fuerza, se ha mostrado solícito con Vladímir Putin y parece dispuesto a entregarle directamente algunas de sus bazas más valiosas: territorios ocupados, garantía de que Ucrania no entrará en la OTAN y también de que no habrá soldados estadounidenses en calidad de fuerzas de paz. Y todo sin consultar ni con Ucrania ni con los Estados miembros de la Unión Europea.
La estrategia de Trump, que aún tiene que concretarse y que incluye potencialmente tres reuniones con el presidente ruso, una de ellas en Washington y otra en Moscú, ha sido vilipendiada por la aristocracia atlantista. Los destituidos defensores de la hegemonía liberal estadounidense argumentan que la transacción trumpiana implica dejar a Ucrania y a Europa en la estacada, renunciar a la contención de Rusia y, sobre todo, pisotear los valores liberales, reemplazados por un pragmatismo decimonónico.
Un repaso de la historia reciente, sin embargo, indica que Trump, por lo menos en lo que se refiere a Kiev, solo está verbalizando una realidad que ha permanecido inmutable durante los casi tres años de invasión a gran escala: que Estados Unidos jamás irá a la guerra por Ucrania. Ni con Trump, ni con Biden, ni con ningún otro presidente o presidenta. Así que la amable oferta del magnate solo es un atajo hacia lo que probablemente habría ocurrido si Kamala Harris hubiera ganado las elecciones.
Desde el inicio de la guerra, EEUU ha ido mandando ayuda militar de manera mesurada. Primero, les proporcionaron armas básicas o adecuadas para la resistencia, como esos misiles antitanque Javelin lanzados desde posiciones emboscadas; más adelante, los codiciados sistemas de artillería móvil HIMARS, que no eran muchos, pero que ayudaban en las estepas del Donbás; después, tanques; luego, unos cazas; finalmente y tras hacerse de rogar, los misiles de largo alcance ATACMS, pero para usarse solo en las inmediaciones de Ucrania.
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Se trataba de una asistencia militar amplia y generosa, la mayor ayuda militar proporcionada a un país desde la Segunda Guerra Mundial. Pero, aun así, las armas más letales llegaban a cuentagotas y mucho después de que las pidieran los ucranianos. El patrón estaba claro: la Administración Biden quería que Ucrania se defendiese y conservase su territorio y sus instituciones, pero no que fuera lo suficientemente fuerte como para avasallar a los rusos y hacer que Vladímir Putin se viera tentado a recurrir al maletín nuclear para salvar su guerra y su pellejo político.
Respecto a su posible entrada en la OTAN, Estados Unidos ha dejado esa puerta abierta desde que George W. Bush dijera en 2008 que tanto Ucrania como Georgia serían algún día parte de la alianza. Algún día. Las vagas palabras de Bush jamás se mudaron al terreno de los hechos. Tampoco desde 2022, pese a las súplicas de Kiev, deseosa de sumarse a la mejor garantía de seguridad del mundo.
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La misma Administración Biden que prometía respaldar a Ucrania “tanto tiempo como fuera necesario” hacía presión entre bastidores, junto a Alemania, para evitar que se le ofreciera a los ucranianos un camino claro hacia la alianza. Esa misma administración negó sucesivas veces la posibilidad de mandar soldados estadounidenses, y los miembros de su gabinete, como el secretario de Estado, Antony Blinken, dudaban de las posibilidades de que Ucrania recuperase todos sus territorios.
Las acciones del gobierno demócrata sugieren que, de haber ganado Kamala Harris las elecciones presidenciales, las opciones de Ucrania hubieran continuado siendo igual de reducidas: aguantar en las trincheras con las armas justas para mantener las líneas, mientras las relaciones con Putin, con quien Joe Biden se encontró por última vez en 2021, siguieran, probablemente, rotas.
Desde este punto de vista, Donald Trump solo ha reconocido a su manera, de forma exuberante y repleta de admiración hacia un autócrata irredento que lleva un cuarto de siglo en el poder, la realidad estratégica de EEUU. El hecho de que Europa se está difuminando en lontananza como una reliquia de la Guerra Fría y que el tiempo y el esfuerzo se tienen que invertir en Asia-Pacífico. Pese a que Rusia haya invertido más que el resto de Europa en defensa en 2024 y pueda lanzarse, en un futuro no muy lejano, a hostigar a las ovejas que están de cháchara en Bruselas.
En su línea transaccional, Trump quiere sumar a las negociaciones otro factor: la adquisición de los derechos para explotar yacimientos de tierras raras de Ucrania valorados en 500.000 millones de dólares. Una manera, según ha dicho el magnate, de que los ucranianos paguen la asistencia militar que se les ha prestado y que suma una cantidad bastante menor: cerca de 65.000 millones de dólares hasta la fecha.
Los planes de Trump demuestran, sobre todo, que este tiene plena libertad para actuar como le plazca. Estos últimos meses, algunos observadores recordaron que, durante su primer mandato, el presidente tomó algunas medidas duras contra Rusia. Por ejemplo, colocó sanciones, aprobó el envío de los misiles Javelin y de otras armas a los ucranianos, cosa que no había hecho su antecesor, Barack Obama, y no tuvo reparos en bombardear las bases de los aliados rusos en Siria.
Pero los “adultos en la habitacion”, que era como se llamaba a los altos cargos republicanos de corte tradicional que lo acompañaron en el primer mandato y que lo guiaban por los senderos trillados de la hegemonía liberal, hace tiempo que han salido de la fotografía. Ahora se dedican a disfrutar de la jubilación, a escribir unas gruesas memorias o a advertir de que Trump encaja con la etiqueta de “fascista”.
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Con un Partido Republicano domesticado y unos demócratas a la defensiva, Trump no se ve a sí mismo como un presidente, sino como un rey que controla plenamente su corte y que puede explicitar su concepción decimonónica de las relaciones internacionales. Ya sea con deseos expansionistas en Norteamérica o con una solución transaccional, de hombres que cierran un acuerdo en un cuarto lleno de humo, para Ucrania. Le pese a quien le pese.
El gran negociador, Donald Trump, que suele exigir concesiones escandalosas para intimidar al contrario y colocarse en una posición de fuerza, se ha mostrado solícito con Vladímir Putin y parece dispuesto a entregarle directamente algunas de sus bazas más valiosas: territorios ocupados, garantía de que Ucrania no entrará en la OTAN y también de que no habrá soldados estadounidenses en calidad de fuerzas de paz. Y todo sin consultar ni con Ucrania ni con los Estados miembros de la Unión Europea.