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Los supervivientes de Mariúpol: la historia detrás del asedio que marcó la invasión rusa en Ucrania
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Los supervivientes de Mariúpol: la historia detrás del asedio que marcó la invasión rusa en Ucrania

El periodista de El Confidencial, Argemino Barro, publica 'Mariúpol, última batalla', crónica multidimensional de los tres meses que duró el asedio más icónico de la invasión de Ucrania. Publicamos su primer capítulo

Foto: Ataúdes en una fosa común en el asentamiento de Staryi Krym. (Reuters)
Ataúdes en una fosa común en el asentamiento de Staryi Krym. (Reuters)

Situada frente al luminoso mar de Azov y abrazada al norte y al sur por dos inmensos complejos metalúrgicos, la ciudad ucraniana de Mariúpol experimentaba una época de auge cuando el Ejército ruso la atacó el 24 de febrero de 2022. Las autoridades no tenían ningún plan de evacuación ni de defensa y muchos civiles pensaron que la situación se arreglaría en unos pocos días. Cuando comprendieron la escala de la agresión, Mariúpol había sido cercada.

Mariúpol, última batalla (Siglo XXI Editores), del periodista Argemino Barro, es la crónica multidimensional de los casi tres meses que duró el asedio más icónico de la invasión de Ucrania. Una historia que describe, en base a los testimonios inéditos de una veintena de supervivientes y combatientes, el impacto de la calamidad en las rutinas de la gente de a pie, la naturaleza de los bandos enfrentados y los pormenores de la modalidad bélica más astuta y destructiva, la guerra urbana. Publicamos el primer capítulo.

***

En cierto modo ya estamos muertos, dice el subcomandante del ojo de cristal y el garfio de titanio. Su figura de dos metros se pasea por delante de la pizarra mientras abre y cierra un mechero Zippo dorado con la mano que le queda. Va vestido con un traje negro de tres piezas y lleva la barba cuadrada y señorial. Parece un magnate decimonónico, un zar de civil al que solo le falta una banda roja cruzándole el pecho y unas cuantas medallas. Este retrato viviente al óleo nos habla de la guerra, de su misión, de la misión de Ucrania.

El subcomandante nos da los detalles del asedio y comprendemos que tiene razón.

En cierto modo, es un hombre muerto.

Foto: Hlib Stryzhko fue prisionero del ejército ruso en la Batalla de Mariupol. (F. T.)

El monumental centro de Kyiv, construido por prisioneros de guerra alemanes según las directrices estalinistas, irradia malos presagios. Aquí se han producido muchas tragedias, tragedias de verdad. Como si la ciudad estuviera atrapada en un ciclo maldito.

Salvo por los vendedores ambulantes de pulseritas con la bandera de Ucrania y los peatones que salieron a hacer algún recado, la plaza de la Independencia de esta noche de finales de enero de 2022 está vacía. Una fina capa de nieve cruje bajo los pies y el viento ulula sobre las vastas extensiones, como si estuviéramos en mitad de una estepa de hormigón, escuchando de fondo los tambores de un enemigo invisible.

Pero quizás la sensación que emana de esta plaza, conocida como Maidán, se explique por una dieta informativa grasienta, llena de alarmismo y otras calorías periodísticas.

Estados Unidos alerta de que Rusia prepara la invasión de Ucrania para el mes de febrero. Las tropas rusas se acumulan al norte, al este y en la península de Crimea. Por eso los periodistas hemos comenzado a llegar a Kyiv y, desde nuestros respectivos países, los editores nos preguntan a todos lo mismo: si hay miedo en las calles, sirenas, entrenamientos, listas de refugios antiaéreos pegadas en las paredes.

Algo sí, pero no mucho.

Lo cierto es que los ucranianos están bastante tranquilos. Mucho más tranquilos, de hecho, que en 2014, cuando la revolución del Maidán fue seguida por la anexión ilegal de Crimea y la guerra del Donbás.

Qué novedad hay, dice el presidente del país, Volodímir Zelenskyi, con relación a la creciente presencia de efectivos rusos en la frontera. ¿No ha sido esta la realidad durante ocho años?

Foto: Un residente de Mariúpol, en marzo de 2023. (Reuters/Alexander Ermochenko)

La mayoría de los entrevistados piensa lo mismo. Que Rusia ya invadió Ucrania en 2014, que el conflicto del Donbás ha causado unos catorce mil muertos, que Occidente se dejó de interesar al cabo de unos meses y que todo este barullo mediático solo hará que las inversiones se detengan y la economía sufra gracias al farol militar de Vladímir Putin.

Hace dos semanas todo se congeló, dice el director de cine y televisión Tarás Tkachenko en la cafetería de un hotel mortecino. Íbamos a empezar el rodaje de una serie, pero se ha parado.

A Tarás le ha ido bien desde que nos conocimos en 2014: el año que marcó un antes y un después en todas las facetas de la vida en Ucrania. Incluida la del mercado audiovisual. Pese al coste económico de los primeros años, la interrupción de las relaciones comerciales y culturales con Rusia ha terminado beneficiando a personas como Tarás Tkachenko.

Antes de 2014, cuenta el director, no era ningún secreto que muchas series de televisión rusas se rodaban aquí. Nos las encargaban a nosotros, porque necesitaban muchas series y aquí les salía más barato. Me era difícil encontrar empleo en el mercado ucraniano, entonces me llamaba un productor y me decía: vamos a hacer una película para los rusos. Teníamos que grabar Kyiv como si fuera Moscú. La avenida Jreshchátik es parecida a la capital rusa. Un bosque de edificios estalinistas.

placeholder 'Marúpol, última batalla', escrito por el corresponsal de El Confidencial, A. Barro
'Marúpol, última batalla', escrito por el corresponsal de El Confidencial, A. Barro

Solíamos grabar dos versiones de la serie: una para el mercado nacional y otra para el mercado ruso, continúa el director. Rodábamos una escena con matrículas ucranianas y otra con matrículas rusas. Dos versiones. Absolutamente la misma escena. Simplemente grabábamos dos tomas. Cambiábamos todo: banderas, matrículas, placas oficiales, coches de policía. Pero, en ambos casos, se rodaba en lengua rusa. Este tipo de proyectos fueron comunes durante diez o quince años. Si querías trabajar, tenías que hacer eso.

El desmoronamiento de las relaciones bilaterales dejó a muchos ucranianos sin trabajo. Los productores rusos ya no venían a rodar a Kyiv ni invitaban al talento ucraniano a establecerse en Rusia. El vacío resultante se llenó de dos formas. Por un lado, el Gobierno de Petró Poroshenko aprobó subvenciones para las películas que se rodasen enteramente en ucraniano. El presupuesto dedicado a estos menesteres ha alcanzado los treinta millones de euros anuales. Por otro, los creadores se vieron obligados a buscar clientela en los mercados de la Unión Europea y Estados Unidos. Tras unos años de escollos, el dinero occidental circuló con fluidez y películas como Klondike o Stop-Zemlia accedieron a nuevos mercados y ganaron premios internacionales.

Foto: Misiles rusos destruyen edificios durante la guerra de Ucrania. (EFE/Igor Tkachenko)

Tarás Tkachenko dirigió dos temporadas de una serie coproducida por Estados Unidos y tiene previsto dirigir una tercera. Siempre y cuando los inversores, que han parado el proyecto por la amenaza bélica, desbloqueen la financiación. Mientras tanto, el director ve de refilón, sin interesarse demasiado, las noticias del despliegue ruso. Dice que la gente no quiere volver a verse atrapada en la congoja de 2014 y, por tanto, no lee mucho la prensa. Otras personas sí.

Mi madre ve mucho la tele y está comprando comida, combustible, cerillas, añade el director con ternura. Está retirando dinero. Me dice, pero qué haces, vete al banco y saca todo el dinero para tenerlo contigo.

Los miembros de la Asociación de Hispanistas de Ucrania tampoco entienden el súbito interés de los medios internacionales, especialmente las televisiones españolas. De un día para otro han empezado a recibir peticiones de entrevistas y contactos. Los productores que llaman desde Madrid, Santiago de Compostela o Zaragoza piden a los hispanistas que les den el teléfono de algún español residente en Ucrania. Y no de un español cualquiera, sino de un gallego, un catalán o un murciano. Dependiendo del medio autonómico.

El último mensaje que nos llegó es de una radio de Cataluña. Nosotros no podemos ayudar en esta búsqueda, me dice el presidente de la asociación, Oleksandr Pronkévich, decano de la Facultad de Filología de la Universidad Nacional Petró Mohyla en el Mar Negro. ¿Por qué solo buscáis a los españoles?, añade Olena Bratel, profesora de español en la Universidad Nacional Tarás Shevchenko, durante una videollamada múltiple. Esta situación no es nueva para nuestro país, por eso nos sorprende este interés. Nos preguntaron hoy por los canarios que viven aquí. A un canario no podemos localizarlo.

Mientras los periódicos europeos y norteamericanos dedican sus portadas a la intimidación rusa, es como si las percepciones de millones de ucranianos hubieran sido empaquetadas en una membrana mental de cuatro capas que los mantiene serenos a pesar del peligro.

placeholder Tatiana Bushlanova, de 65 años, camina junto a las ruinas de su bloque de apartamentos, demolido por un bombardeo ruso (Reuters/Alexander Ermochenko)
Tatiana Bushlanova, de 65 años, camina junto a las ruinas de su bloque de apartamentos, demolido por un bombardeo ruso (Reuters/Alexander Ermochenko)

Una de estas capas es la templanza.

Los ucranianos ya están vacunados contra las emociones que despierta la guerra. La violencia durante la revolución del Maidán, la anexión ilegal de Crimea y la guerra del Donbás han robustecido su sistema nervioso. No tienen miedo, porque ya lo tuvieron en 2014.

Luego estaría la capa del conformismo.

Todo el mundo conoce a algún veterano o caído en combate, pero para la gran mayoría de las personas esta guerra se ha librado fundamentalmente en las pantallas de las televisiones y de los teléfonos móviles. Ha sido un fenómeno lejano, mediatizado, confinado a las remotas provincias de Donetsk y Luhansk. La guerra se ha vivido con relativa normalidad y esa normalidad ha succionado las dimensiones dramáticas de la guerra, engendrando conformismo.

Finalmente, están las capas del orgullo y de la fatiga.

La mayoría de los ucranianos quiere mirar hacia delante, seguir remontando el vuelo. El país continúa padeciendo los problemas tradicionales y la ruptura con Rusia dejó huérfanas parte de las industrias del este, pero las cosas evolucionan. Las arcas públicas tienen las mayores reservas de divisas de la última década, los sectores tradicionales de la construcción y de la industria ceden espacio a los servicios tecnológicos, la ciberseguridad y los alimentos, y el país está más políticamente unido. La agresión rusa de 2014, además de escindir el 7 % del territorio ucraniano donde estaba la mayor concentración de votantes prorrusos, forzó a muchos rusófonos o nacidos en Rusia a romper el vínculo sentimental con el vecino y a definirse, exclusivamente, como ucranianos.

Foto: Puerto de Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

El resultado es que, entre 2012 y 2022, los partidos considerados prorrusos han pasado de controlar cerca de la mitad de los escaños del Parlamento a poco más de la décima parte, y distintas encuestas recogen que la percepción general de Rusia ha empeorado en toda Ucrania.

Una nueva generación de líderes jóvenes, que todavía eran colegiales cuando la URSS se vino abajo, reemplaza a los vetustos magnates postsoviéticos. El presidente Zelenskyi fue uno de estos colegiales y ganó las elecciones de 2019 con el triple de votos que su rival, el oligarca del sector del chocolate reconvertido en adalid de las posturas nacionalistas, Petró Poroshenko, en segunda vuelta. Un 73 % de las papeletas, sumadas a lo largo y ancho del país. El régimen abierto de visas de la Unión Europea y las inversiones de China, primer socio comercial de Ucrania, abren nuevos y prometedores caminos, que las fintas militares rusas quieren obstruir.

Los ucranianos se enorgullecen de haberse desprendido de la tutela rusa y experimentan fatiga cuando miran estas amenazas con olor a tiempos pretéritos, cuando sus asuntos eran gobernados o condicionados desde Moscú. Piensan que para disuadir a Rusia basta con ignorarla.

Confundido por el contraste entre el alarmismo de los medios extranjeros y el hastío de quienes se supone que deberían de estar más alterados, llamo por teléfono al especialista en defensa Konrad Muzyka, de la agencia polaca Rochan Consulting. Le transmito lo que escucho en Ucrania. Que nada de esto es nuevo, que Moscú siempre ha tenido tropas en la frontera y que si Putin realmente quisiera atacar no andaría sacando músculo con esos vídeos de blindados y tanques cruzando las llanuras.

La movilización de tropas rusas es increíblemente difícil de seguir, me contradice Muzyka. No me sorprende que haya vídeos y fotos en internet. Vivimos en 2022. Pero Rusia ha hecho que sea extremadamente difícil rastrear sus unidades, porque pintan todas las marcas tácticas de los vehículos, de manera que no sabemos qué unidades están incluidas en la movilización. Han bloqueado el acceso a las páginas web donde se podía consultar el movimiento de trenes. Los rusos también han estado poniendo parte de sus equipos en el bosque, así que, incluso si tienes acceso a un satélite Maxar, como tengo yo, no vas a ver a esas tropas, porque están bien camufladas.

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El analista dice que nunca antes, desde la caída de la URSS, han tenido los rusos tantas tropas acumuladas junto a Ucrania. Pero lo más preocupante no es el número de efectivos, unos cien mil, según distintas estimaciones de gobiernos y firmas privadas, sino su composición y despliegue.

Los rusos han mandado a Bielorrusia, cuya frontera sur colinda con Ucrania, entre el 60 % y el 70 % de las unidades del Distrito Militar Oriental, situado a unos seis mil kilómetros de distancia. Estas unidades han cruzado el continente euroasiático para ocupar sus posiciones actuales y lo han hecho en compañía de misiles Iskander, aviones de combate Su-35, vehículos de carga de lanzamisiles BM-27 Uragan, tanques, artillería, helicópteros y comandos de las fuerzas especiales.

Incluso si lo miras como un ejercicio, no tiene sentido, simplemente porque es demasiado costoso para Rusia desplegar tantas tropas y tantos equipos, dice Muzyka. Si te fijas en la regulación y la doctrina militar, son las fuerzas rusas del Distrito Militar Occidental, particularmente el Ejército de Tanques de la Primera Guardia, las encargadas de la defensa de Bielorrusia. Están a la vuelta de la esquina y son fáciles de desplegar. No las fuerzas del Distrito Oriental. No creo que estén siendo honestos.

Otras señales, como el establecimiento de líneas de comunicación y de puestos de comandancia de campo, apuntan a preparaciones bélicas. Las continuas advertencias de Estados Unidos parecen estar fundamentadas en la realidad.

Rusia está posicionándose para atacar Ucrania.

Aun así, estos hechos puntiagudos no consiguen traspasar la membrana de templanza, conformismo, orgullo y fatiga que envuelve una mayoría palpable de las mentes ucranianas, como si la guerra del Donbás hubiera llenado ya la cuota de dolor fijada para su país y no hubiese razones para sufrir otro castigo.

Es un pueblo que se aferra a la normalidad.

Incluso en las inmediaciones de la guerra.

2

Si los rusos atacan, una de las ciudades más vulnerables es Mariúpol, una población de medio millón de habitantes situada a veinte kilómetros del frente del Donbás, la región minera rusófona del este de Ucrania parcialmente ocupada por fuerzas rusas y prorrusas desde el verano de 2014.

Cualquier estratega militar ruso que planificara la invasión de Ucrania posaría el dedo índice sobre esta ciudad costera, Mariúpol, ya que le proporcionaría el control del 80% del mar de Azov, le facilitaría la apertura de un corredor terrestre entre el sur de Rusia y la Crimea ocupada y le permitiría arrancar una dolorosa espina en el honor nacional: el hecho de que Mariúpol se resistiera a ser dominada en 2014.

Desde las batallas que se libraron aquellos días, el frente está a media hora en coche y el lejano golpeteo de la artillería se escucha a menudo en los márgenes orientales de la ciudad.

La mano muerta del imperio caído se nota más en Mariúpol que en otras ciudades de Ucrania. Por mucho que las leyes de la descomunización hayan obligado a derribar cientos de monumentos soviéticos y a rebautizar con nombres ucranianos un sinnúmero de calles, plazas y poblaciones, el revisionismo histórico poco puede hacer contra las formas de la arquitectura brutalista y los perfiles incomprensibles de las factorías que subyugan el horizonte desde los tiempos de Stalin.

placeholder Militares de la 12ª Brigada de Operaciones Especiales Azov participan en una concentración en Maidan. (EP)
Militares de la 12ª Brigada de Operaciones Especiales Azov participan en una concentración en Maidan. (EP)

Nada más llegar a la estación de tren de Mariúpol, me topo en la sala de espera con un mosaico titulado Metalúrgicos en el que los obreros del metal arrojan carbón a la llama del comunismo. El resto de la ciudad parece una emanación del mosaico: formas sobrias y amplias definidas claramente por una planificación centralizada.

Poco después circulo por las calles en una furgoneta que hace las veces de taxi, evadiendo los charcos de los socavones y los viandantes que se desplazan soñolientos como paquebotes en un mar semicongelado. Sus caras pálidas son como círculos de papel colocados en lo alto de un abrigo oscuro. El cielo invernal está cubierto de nubes graníticas y las avenidas transcurren entre bloques de pisos altaneros como cíclopes momificados.

Incluso los árboles parecen de cemento.

Dotada con el puerto más importante de Ucrania después del de Odesa, cinco estadios deportivos, dos universidades grandes, cuatro academias y numerosas escuelas técnicas que abastecen de mano de obra a sus variadas industrias pesadas, Mariúpol es un triángulo dividido en cuatro distritos rebautizados en 2016: el Distrito Central, donde se encuentran la mayoría de las instituciones y centros culturales; el paseable Distrito Marítimo; el Distrito de Kalmius, con el zoológico y el parque de atracciones, y el Distrito de Orilla Izquierda, una ciudad dormitorio suave y ajardinada.

Abrazando sus costas erizadas de grúas, el mar de Azov es un inmenso cuerpo de color verde brillante cuya ribera está acuchillada por estuarios y bancos de arena blanca. El abundante caudal de los ríos que desembocan en este mar, que es el más superficial del mundo, reduce su salinidad y fomenta la copiosidad de plancton, biomasa y una pesca variada. El origen de la palabra Azov es incierto, pero recuerda a la forma en que se dice 'llanura aluvial' en la lengua de la tribu cumano-túrquica que en su día gobernó la región. Una palabra afilada que inspira los nombres de conglomerados locales y de la polémica unidad de la Guardia Nacional acuartelada aquí, el Regimiento Azov.

Foto: El presidente ruso, Vladimir Putin. (EFE/Ilya Pitalev)

El principal músculo de Mariúpol son las acerías Ilich y Azovstal, que envuelven la ciudad por el norte y el sur como dos armazones alienígenas. El río Kalmius y la vía de tren que recorre su margen derecha parten Mariúpol en dos mitades.

Las laberínticas tripas de Azovstal, cuyas instalaciones ocupan cinco veces más espacio que Mónaco, producen casi cuatro millones de toneladas de acero al año. Suficiente para aportar una de cada tres láminas de la Unión Europea y todas las vías de tren de Ucrania, además de componentes para barcos, tuberías y gasoductos destinados a una cincuentena de países. El barrio lujoso de Hudson Yards, en Manhattan, o el rascacielos más alto de Reino Unido, conocido como La Esquirla, o el Puente de San Giorgio, en Génova, contienen en sus estructuras el acero de Azovstal.

El complejo de Ilich es más grande todavía, y más antiguo. Lo fundaron empresarios norteamericanos a finales del siglo xix y es la única planta ucraniana que fabrica acero galvanizado. Su nombre, Ilich, procede del patronímico del líder bolchevique Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin. Cuando las leyes de la descomunización ordenaron que se borraran este tipo de homenajes soviéticos, los dueños de Ilich rebautizaron la planta. La volvieron a llamar Ilich. Esta vez en memoria de un científico metalúrgico, Zot Ilich Nekrásov, que también tenía ese patronímico.

La frondosa actividad de estos complejos se nota en la economía y en las gargantas de los mariupolenses. Aunque las emisiones contaminantes han bajado en la última década, algunos días el aire de Mariúpol es una niebla corrompida que deja un regusto metálico en la boca, provoca un hormigueo en el pecho y brilla por las noches como si la ciudad viviera un atardecer espeso de tonos mostaza. Sus habitantes están tan acostumbrados a respirar partículas de formaldehído, zinc y polvo de hierro, que cuando salen de Mariúpol se marean y padecen dolores de cabeza. Es como dejar de fumar, dice una voluntaria norteamericana. Es la enfermedad que abandona el cuerpo.

Foto: Un edificio en Jersón, tras ser bombardeado. (A. A.)

Ilich y Azovstal pertenecen a Metinvest, subsidiaria de SCM y propiedad de Vadym Novinskyi y Rinat Ajmétov, el oligarca más importante de Ucrania. El poder de Ajmétov, que empezó su andadura en la ciudad de Donetsk, es a la vez extenso y profundo, como si fuera parte de la naturaleza, de la corteza terrestre. Además de poseer las empresas que más gente emplean de la ciudad, Ajmétov domina los principales medios de comunicación y tiene en el bolsillo a la casta política. Entre las plantas acereras y las instituciones no hay una puerta giratoria, sino una fina cortina de gasa que los próceres atraviesan en ambas direcciones.

El alcalde de Mariúpol, Vadym Bóichenko, hizo toda su carrera en Azovstal, donde fue ingeniero de locomoción y subdirector del departamento de transportes. Luego desempeñó varios cargos gerentes en Metinvest. Su elección en 2015 es generalmente interpretada como un trato: Ajmétov financió la campaña de Bóichenko a cambio de que este, una vez en la alcaldía, hiciera la vista gorda ante la contaminación de las plantas metalúrgicas. Con Bóichenko al cargo, Ajmétov registró sus activos en Mariúpol, dotando a la ciudad de mayores ingresos fiscales.

Aunque las fachadas oscurecidas, las montañas de residuos y las docenas de chimeneas altas sigan retratando Mariúpol, la ciudad se resiste a acabar siendo una de esas postales industriales postsoviéticas que recuerdan, con su romántica podredumbre, la transitoriedad histórica.

Mariúpol ha cambiado mucho, dice Kiril Vishniákov, representante del partido opositor Poder del Pueblo y asesor de uno de los miembros del Consejo Municipal. Hace unos años nadie quería estar en Mariúpol. Los jóvenes se querían ir. Por la contaminación, porque teníamos una ciudad gris, sin nada que hacer. Hoy está mucho mejor. Mucha gente joven quiere quedarse aquí.

La razón de esta mejoría, además de los impuestos que paga Metinvest, es la descentralización fiscal aprobada por el Gobierno de Petró Poroshenko, que contribuyó a elevar los ingresos anuales una vez y media en las provincias de Ucrania. El plan de construcción y modernización de la red de carreteras del presidente Volodímir Zelenskyi aportó más dinero a las infraestructuras de Mariúpol. La alcaldía ha aprovechado estos vientos de cola para atraer negocios, reformar sus cuentas y conseguir que Naciones Unidas y el Banco de Inversión Europeo financien programas sociales.

placeholder Un grupo de personas descansa en una playa en un caluroso día de verano, durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, en la ciudad portuaria de Mariúpol, en el mar de Azov. (REUTERS Alexander Ermochenko)
Un grupo de personas descansa en una playa en un caluroso día de verano, durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, en la ciudad portuaria de Mariúpol, en el mar de Azov. (REUTERS Alexander Ermochenko)

Ahora las avenidas principales están iluminadas, las fuentes públicas funcionan y aparecen las consabidas cafeterías donde el flat white y el chai latte figuran en el menú. Incluso el cauteloso McDonald’s quiere reabrir sus puertas.

Además de dinero, hay voluntad política.

Mariúpol está cerca del frente, lo que significa que, para muchos de los ucranianos que salen de las autoproclamadas repúblicas títere de Donetsk y Luhansk, Mariúpol es la primera imagen de la Ucrania libre con la que se topan. Y el Gobierno quiere que esta imagen sea lo más deslumbrante posible.

Mucha gente ha visto que con Ucrania tenemos nuevos edificios, nuevas escuelas, guarderías y hospitales, añade Kiril Vishniákov en su despacho de la avenida de la Paz, anteriormente llamada avenida Lenin. Hay que mostrar a la gente que en Donetsk todo es un desastre. No en Mariúpol.

El cariño oficialista a Mariúpol responde también a la necesidad de rebajar el sentimiento prorruso que anida tradicionalmente en la ciudad. Nadie sabe cuáles son las proporciones exactas, ni las tonalidades, de lo que piensa la población local sobre el patriotismo ucraniano. Varias personas consultadas dicen que la mayoría de los mariupolenses siguen siendo prorrusos en alguna medida: desde aquellos que desearían una relación amigable con Rusia hasta quienes directamente piensan que Mariúpol es Rusia. Otros dicen que esta proporción se ha invertido y que ahora la mayoría es claramente proucraniana, incluso las autoridades, como indica la proliferación de banderas azules y amarillas en el espacio público.

En 2014 había mucha gente en Mariúpol con mentalidad prorrusa, explica Petró Andriúshchenko, uno de los principales asesores del alcalde. Tiene mucho que ver con la propaganda. Tuvimos muchos problemas al respecto. Ahora lo que intentamos hacer es cambiar nuestra ciudad. La población ve la diferencia que hay con Donetsk. Tenemos mejores salarios y mejores infraestructuras. Las encuestas indican que el sentimiento prorruso no es tan alto como antes.

Foto: Imagen del teatro de Mariúpol destruido por un ataque ruso. (Reuters/Pavel Klimov)

Kiril Vishniákov estima que hay un 20 % de proucranianos y un 20 % de prorrusos. En medio estaría lo que Lenin llamó bolota: pantano. Una masa de personas estólidas para las que el sistema político o los colores de una bandera no significan nada.

Los mariupolenses dicen estar contentos con el discreto renacimiento urbano, visible en el parque de la Cultura con su cascada y sus setenta mil flores, en la Feria del Libro y el programa del Teatro Dramático Regional, conocido como el Dram; en las startups tecnológicas, la escena sentimental y las exposiciones artísticas.

Quiero captar el ánimo de la naturaleza, dice Borís Dovganiuk, y el árbol seco y torcido de una de sus pinturas recuerda a un sabio reflexionando.

Las acuarelas de Dovganiuk, empleado de una empresa de electrónica, han merecido su propia exposición en el prestigioso Centro Kuindzhi de Arte Contemporáneo de Mariúpol. Como el artista decimonónico que da nombre a la sala, Árjip Kuindzhi, Dovganiuk se escapa con sus bártulos a captar el reflejo de una nube en las cúpulas de una iglesia o en el pálido charco de un barrizal. A robar la misteriosa quietud de la estepa. O de lo que queda de ella.

Cuando empecé a pintar, me centraba en la industria, en las fábricas, dice Dovganiuk el día de la inauguración. Como todo el mundo. Pero cuando colgaba los cuadros en mi apartamento, me daba cuenta de que ya veía todo eso en mi vida cotidiana y no quería tenerlos también en casa. No es escapismo, sino una manera de centrarme en lo que nos falta. En los elementos que aún no ha tocado la industria.

Pese a la sensibilidad de sus acuarelas, ricas en llanuras apacibles y bosquecillos cargados de nieve, Dovganiuk tiene un aire de miliciano. Vestido con una chaqueta de color verde caqui, es alto y de cabeza rapada y sus rasgos parecen haber sido cortados a cuchillo en un bloque de madera. Le pregunto por la amenaza militar rusa y responde que no le interesa la política, que la política pervierte el arte.

Ni siquiera la miro de soslayo, dice Dovganiuk. Me coloco lo más lejos posible.

3

El 24 de enero de 2015, Vladímir y Nina fueron a revisar la vivienda que se acababan de construir al este del río Kalmius, en el distrito de Mariúpol más cercano al frente del Donbás, conocido como Orilla Izquierda. Venían de hacer unas compras y querían ver cómo iba la puesta a punto de la casa. Vladímir fue a mirar el garaje y Nina a dar de comer al perro. Las primeras explosiones fueron tan fuertes que Nina cayó derribada por la onda expansiva. La tierra, las paredes, todo temblaba. Aunque sabía que tenía que buscar un refugio, no era capaz de actuar con presteza. A cuatro patas empezó a llamar a Vladímir, a comunicarle que estaba viva. Él también gritaba. No se oían. Luego Vladímir la alcanzó.

Tenemos que volver a casa. Los niños.

La pareja salió corriendo hacia el bloque de apartamentos donde estaban sus tres hijos. Dice Nina que los cinco minutos que duró la carrera fueron interminables. Todo se congeló y perdió los colores. El tiempo se arrastraba como en una pesadilla. Lo único que escuchaba era el corazón retumbando en su pecho y a su marido gritando: Deprisa, deprisa.

Al doblar una esquina vieron la fachada del edificio. Justo en el lugar en el que estaba su sala de estar, en el octavo piso, había un inmenso boquete. Parte de la fachada había desaparecido.

Una señora bien vestida se encontraba junto al portal en actitud tranquila, como si no pasara nada. En estado de shock. La pareja irrumpió en el vestíbulo y subió las escaleras a través del humo y el polvo. Vladímir iba detrás empujando a Nina. Cuando llegaron, vieron que su piso se había transformado en una selva de fragmentos y muebles partidos por la mitad.

Ni rastro de los niños.

placeholder Una excavadora derriba un bloque de apartamentos destruido en el transcurso del conflicto entre Rusia y Ucrania, en Mariupol. (Reuters/Alexander Ermochenko)
Una excavadora derriba un bloque de apartamentos destruido en el transcurso del conflicto entre Rusia y Ucrania, en Mariupol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

A los pocos segundos, sin embargo, uno salió de la habitación, y luego el otro, y luego el tercero. Los tres descalzos y en pijama. Aparentemente ilesos. El hermano mayor, Nikita, de trece años, había percibido algo. Nunca supo explicar el qué. Su gato se había puesto a hacer sonidos extraños y Nikita, que estaba en la cocina, salió corriendo a buscar a sus dos hermanos de siete años, Yaroslav y Rotsislav, para llevárselos a la única habitación de la casa que pocos instantes después seguiría indemne.

Los padres agarraron a sus hijos y se los llevaron tal cual estaban a la calle. El coche familiar estaba lleno de metralla, pero se podía usar. Escaparon del barrio zigzagueando entre los cráteres dejados por la lluvia de misiles Grad.

Esta es una de las muchas historias que Oksana Stómina y Oleg Ukraíntsev, poetas de Mariúpol, han reunido en un libro titulado Near the War: Ukrainian Diaries. Una serie de entrevistas, relatos, poemas, dibujos y reflexiones sobre lo que significa vivir a tiro de mortero de una zona de conflicto, todos ellos escritos o contados por vecinos de la región de Donetsk, especialmente de Mariúpol.

El libro tiene vocación analítica y terapéutica. Escribir sobre la guerra es una forma de controlarla, de mitigar su poder, como si la mirásemos a los ojos con intención de perderle el miedo.

Los coordinadores y contribuyentes de esta recopilación solo conocían la guerra por los libros, las películas y las viejas historias de los abuelos supervivientes. En 2014 todo eso cambió y hasta los niños aprendieron a distinguir el sonido de los diferentes tipos de misiles que de vez en cuando retumbaban en el horizonte. Uno sorbía su café en el balcón, un sábado por la mañana, cuando justo debajo aparcaba un camión repleto de cadáveres recién llegados del frente, mal tapados con sábanas blancas. Uno tomaba el sol en la playa sabiendo que a pocos kilómetros sus compatriotas caían baleados, o compartía cabina de tren con un soldado ya maduro que lloraba la muerte de un amigo, cuyos pedazos había tenido que meter en bolsas de plástico para entregárselos a la familia.

Foto: Bombardeos sobre Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Oksana Stómina sí que se toma en serio la amenaza de invasión a gran escala. Nos reunimos con amigos suyos en la vieja torre de agua diseñada por el arquitecto prerrevolucionario Viktor Nielsen. Una de las pocas construcciones de Mariúpol anteriores al rodillo del comunismo y las guerras mundiales.

Hay un plan, pero no puedo entrar en detalles, dice con voz ronca Vyacheslav Gorbán, empleado del complejo Azovstal y voluntario de las milicias que serán activadas en caso de invasión. Lo que sí te puedo decir es que no tengo permitido molestar a nadie con llamadas. Debo ir al puesto de Defensa Territorial donde tienen mi arma, cogerla y hablar con el comandante. Podemos decir que las Fuerzas de Defensa Territorial, en el este de Ucrania, están en mejor posición que en otras partes, porque tenemos unidades activas estacionadas aquí y cooperamos de forma habitual con ellas. Podemos invitarlas para que nos entrenen.

Gorbán añade que él siempre fue un hombre apolítico. Un ciudadano del Donbás que pasaba los veranos con sus familiares en Rusia y que solo miraba de reojo los informativos ucranianos. Hasta que la revolución y la guerra activaron su sentimiento militante.

No me importaba, recuerda. Sentía que Kyiv estaba muy lejos y que los parlamentarios de la Rada decidían cosas que realmente no afectaban a mi rutina. Me impliqué activamente cuando vi los puestos de control alrededor de la ciudad. Los conocidos me decían que los soldados ucranianos andaban cerca y estaban muy mal preparados. Que no tenían munición ni calcetines secos, que pasaban hambre. Fui a verlo con mis propios ojos y vi que era verdad, así que fui a una tienda a comprarles comida. Luego se sumaron más voluntarios. En 2016 nos unimos a las Defensas Territoriales.

Los sentimientos identitarios se encendieron y la política empezó a levantar barreras entre amigos, familiares y compañeros de trabajo. Según Gorbán, en la planta de Azovstal había prorrusos y proucranianos. Los proucranianos se expresaban más abiertamente.

Los patriotas, como los llama Stómina, susurran en la penumbra

En 2014 teníamos pósteres del SBU, el servicio secreto ucraniano, detallando cómo reconocer a un separatista y a qué teléfono llamar si nos encontrábamos con uno, dice Gorbán. Un día fui a la habitación donde solíamos tomar café y descansar, y vi a un grupo de gente en torno a un teléfono leyendo noticias separatistas. Nada más verme, pararon. Me cansé, así que saqué una foto del póster y se la mandé a todo el mundo por correo electrónico. Tanto a los directores como a los empleados de la planta.

Los patriotas, como los llama Stómina, susurran en la penumbra de la torre de agua reformada. Uno de ellos se llama Leonid y no quiere dar su apellido. Este empleado de la construcción, de facciones cansadas y bigote en forma de herradura, ha presenciado todas las trifulcas políticas de Mariúpol de los últimos quince años. Cuando los manifestantes ecologistas protestaban contra la polución llevando máscaras de gas y pidiendo filtros nuevos para las plantas metalúrgicas, Leonid estaba allí. Cuando los activistas proucranianos y prorrusos se enzarzaron a golpes en las calles a finales del invierno de 2014, Leonid estaba entre los primeros. Sus historias están plagadas de matones en chándal y fugas en el último minuto.

La insurrección prorrusa en el Donbás, liderada por nacionalistas rusos y poco después con implicación de tropas regulares, tuvo un importante escenario en Mariúpol. La ciudad fue parcialmente controlada por separatistas y fuerzas especiales rusas entre mayo y junio de 2014. La comisaría central de Policía, otro bello edificio diseñado por Viktor Nielsen hace más de un siglo, fue el teatro principal de los combates con armas automáticas y ametralladoras montadas sobre carros blindados. Una miscelánea de fuerzas gubernamentales y milicias extremistas consiguieron expulsar a los rebeldes en lo que se llamó posteriormente la primera liberación de Mariúpol. La segunda liberación se dio al invierno siguiente, cuando los defensores avanzaron sobre la localidad limítrofe de Shyrokyne y obligaron a los rusos y prorrusos a volver a los territorios ocupados de Donetsk.

Foto: Foto: Fermín Torrano.

Cuando le pregunto a Leonid por su papel de artillero en el Ejército ucraniano, este empieza a hablar de arqueología: de unas pipas de fumar halladas en unas excavaciones cerca de la costa del mar de Azov en las que participó como voluntario.

Siempre me interesó la historia, dice Leonid. La mayoría de estas pipas fueron hechas en Ucrania. Pertenecían a cosacos ucranianos. Te lo cuento porque, según la versión oficial, Mariúpol fue fundada por griegos de Crimea reasentados aquí por Catalina la Grande. Pero hay otra versión. Una versión que dice que esto era una base cosaca que luego se transformó en ciudad.

El veterano reprime el impulso de sonreír, como si fuera de mala educación, y la algarabía le sube a los ojos verdigrises.

Leonid dice tener un compromiso con su ciudad y con su país, una lealtad que refrenda con su labor de artillero y que va a tener la oportunidad de refrendar aún más apenas tres semanas después de nuestra conversación, cuando una visión alternativa de Mariúpol y de Ucrania trate de imponerse con todas sus fuerzas.

Situada frente al luminoso mar de Azov y abrazada al norte y al sur por dos inmensos complejos metalúrgicos, la ciudad ucraniana de Mariúpol experimentaba una época de auge cuando el Ejército ruso la atacó el 24 de febrero de 2022. Las autoridades no tenían ningún plan de evacuación ni de defensa y muchos civiles pensaron que la situación se arreglaría en unos pocos días. Cuando comprendieron la escala de la agresión, Mariúpol había sido cercada.

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