¿Por qué Donald Trump culpó del accidente aéreo a las políticas de inclusión?
La Administración Federal de Aviación "está contratando activamente a trabajadores que sufren discapacidades intelectuales, problemas psiquiátricos y otras condiciones físicas y mentales", achacó Trump
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En su respuesta al choque entre un avión de pasajeros y un helicóptero militar en el que murieron 67 personas, en Washington DC, Donald Trump nos ha recordado que él no es un político, sino un personaje televisivo. Alguien que, en lugar de dar una rueda de prensa fáctica, domesticada y previsible en la que la voz cantante la llevan los expertos, nos cuenta una historia: que Joe Biden y Barack Obama nombraron a una serie de ciegos, sordos, mancos, esquizofrénicos y discapacitados en general para controlar el tráfico aéreo de Estados Unidos y sentirse así buenas personas, al precio de poner en riesgo la seguridad de millones de americanos.
La Administración Federal de Aviación (FAA) “está contratando activamente a trabajadores que sufren discapacidades intelectuales, problemas psiquiátricos y otras condiciones físicas y mentales bajo una iniciativa de diversidad e inclusión referida en la página web de la agenda”, declaró Trump ayer a las 11 de la mañana, hora local, mientras las autoridades competentes investigaban el accidente. “Las personas brillantes tienen que ocupar estas posiciones”, añadió el presidente.
Trump citaba casi textualmente un artículo de The New York Post de hace un año en el que se describía la inciativa de inclusión de la FAA, aunque sin especificar una serie de detalles de contexto: uno, que las medidas de inclusividad de discapacitados datan de 1973; dos, que la FAA, en tiempos de la Administración Trump, utilizaba exactamente el mismo lenguaje en su página web; tres, que la contratación de empleados discapacitados apenas supera el 2% de los 45.000 trabajadores de la agencia; y cuatro, que todas las posiciones son adjudicadas a personas capaces de rendir en ellas al 100%. Una manera de decir que no van a poner a un ciego a controlar el tráfico aéreo de Washington o de ninguna otra ciudad del país.
Las probables razones por las que Trump acusó del siniestro a las iniciativas de DEI (diversidad, equidad, inclusión) son variadas. La más evidente es que el identitarismo woke, que coloca en un altar a las minorías y que se ha ganado el resquemor de muchos norteamericanos, es políticamente rentable, y Trump no ha dudado en instrumentalizar una catástrofe reciente, con los cadáveres hundidos todavía en las gélidas aguas del Potomac, para atacar a la izquierda y calentar sus bases.
Pero hay una razón más profunda, estructural: el sempiterno dominio de la atención. Como argumentaban los periodistas Ezra Klein y Chris Hayes en una reciente conversación, Donald Trump ha entendido una verdad revolucionaria sobre la importancia de la atención en el mundo contemporáneo, y esta verdad es la siguiente: lo que importa no es la calidad, sino la cantidad.
Los líderes políticos tradicionales siempre se centran en la calidad de la atención de sus audiencias y de sus votantes. Su objetivo es que se les escuche con una actitud abierta y que su mensaje llegue de la forma más limpia y efectiva posible. Por eso miman tanto sus apariciones públicas, sus discursos, sus agendas y los anuncios que contratan en los medios de comunicación o en internet. Por eso da la impresión de que sus mensajes acaban de salir del spa y del salón de manicura.
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Donald Trump es distinto; el no quiere calidad, él quiere volumen. Le da igual que la atención del público sea positiva, negativa, defectuosa, crítica, vociferante o parcial. Él sólo quiere que su mensaje sea recogido, aunque sea acompañado de las críticas y las verificaciones más feroces. Así, cuanto todos hablan de lo que dice él, Trump, él está consiguiendo lo que quiere: ser el centro de atención. Una posición desde la que, sutilmente, puede encarrilar el debate en la dirección que le apetezca.
Por ejemplo: cuando Trump anunció campaña presidencial por primera vez, en junio de 2015, la inmigración no era, ni de lejos, uno de los temas políticos candentes de ese año. Hasta que Trump, con toda la prensa nacional delante, dijo explícitamente que los mexicanos venían a EEUU a violar y a vender drogas, y que la solución era levantar un inmenso muro fronterizo.
La tormenta mediática explotó inmediatamente. Las cabezas más pensantes argumentaban, “con los datos en la mano”, que esto no era así, que los inmigrantes indocumentados delinquían menos porque la inmensa mayoría sólo quería ganarse la vida y mantener un bajo perfil, y que la frontera es tan larga que levantar un muro sería estúpido, etcétera. Lo que hacían, sin darse cuenta, era jugar al juego de Trump: lo criticaban, sí, pero, al final, lo cierto es que vivían en el ecosistema de su mensaje.
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De esta forma, golpe a golpe, polémica a polémica, Trump fue fijando las prioridades políticas de la campaña de 2016: la inmigración ilegal pasó a ser importante, y él, el político dominante. Mucha gente lo odiaba, pero él se alimentaba de ese odio para dar calor a sus bases y construir un movimiento.
Es posible que su reacción de las últimas horas siga exactamente el mismo esquema. Para Trump, cualquier oportunidad es buena para reforzarse políticamente, y un excelente punto de apoyo para agitar los ánimos criticando la ideología identitaria, o woke. La usó ayer de chivo expiatorio y seguirá haciéndolo en los tiempos venideros.
Los demócratas no han tenido más remedio que responder, y entrar en el ecosistema. “Despreciable”, escribió Pete Buttigieg, secretario de Transporte de EEUU hasta hace poco más de una semana. “Mientras las familias lloran a los suyos, Trump debería de estar liderando, no mintiendo. La seguridad fue nuestra prioridad, reducimos el número de incidentes que casi se produjeron por poco, aumentamos el Control de Tráfico Aéreo y tuvimos cero víctimas mortales en aviones comerciales”.
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Mientras tanto, las informaciones que van saliendo apuntan a que la noche del miércoles había visibilidad, las comunicaciones con la torre de control no dieron errores, los pilotos eran experimentados y tanto el avión como el helicóptero seguían las rutas establecidas. La clave puede estar en el hecho de que, según The New York Times, justo antes del siniestro el avión recibió la instrucción de cambiar de corredor aéreo, y en el hecho, también, de que en la torre de control sólo había una persona, cuando lo ideal hubiera sido que hubiese dos: una para controlar los aviones y otra para controlar los helicópteros. El contexto también es significativo.
Hace años que varios expertos en tráfico aéreo advierten sobre la congestión en los cielos de Washington, un espacio en el que convergen diariamente aviones comerciales, aviones militares que protegen la parrilla de edificios del Gobierno federal y los movimientos de toda la élite política: empezando por los 535 miembros de las dos cámaras del Congreso y por el inquilino de la Casa Blanca.
El ya difícil paisaje aéreo tenía visos de empeorar cuando, el año pasado, el Congreso presionó para que se aceptaran más vuelos sobre Washington. El senador demócrata de Virginia, Tim Kaine, advirtió de que esta era una idea peligrosa y destacó los peligrosos roces que se daban a menudo en las entradas y salidas a la capital. “Gracias a Dios, se evitó la catástrofe”, declaró en referencia a uno de estos incidentes. “Pero cada vez más aviones en el corredor más ajetreado de Estados Unidos sólo va a aumentar las posibilidades de tener un incidente significativo”.
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El caso al que se refería Kaine es el de un avión con destino a Boston que tuvo que suspender su despegue porque otro avión había recibido la autorización para aterrizar, y las trayectorias de ambos aparatos estaban cruzadas. Los dos aviones llegaron a estar a menos de 300 metros el uno del otro.
Un mes antes de ese potencial accidente, como recuerda USA Today, la Coalición para Proteger los Aeropuertos Regionales de América recalcó que la situación ya era arriesgada. El Aeropuerto Ronald Reagan “está actualmente a plena capacidad y en riesgo de desbordamiento si hay cambios en las reglas de los slots y el perímetro”, dijo la asociación en un comunicado. “Más aún, cualquier cambio en las reglas de slot y de perímetro amenazan con socavar el acceso de los aeropuertos regionales y de sus comunidades al área de [Washington] DC, así como aumentar retrasos, tráfico, congestión, ruido y problemas de seguridad”.
“El accidente llega tras una larga lista de casi colisiones en aeropuertos de todo el país”, escribe en The Atlantic, presidenta del programa de seguridad nacional de la John F. Kennedy School of Government, en Harvard. “Un patrón que sugiere que los sistemas de seguridad de la aviación de los que depende la vida humana están bajo una enorme tensión”. En 2023, la Administración Federal de Aviación identificó 19 “incursiones serias en las pistas”, añade Kayyem. El mayor número en casi una década. Lo cual incentivó al regulador a crear un equipo que revisara la seguridad de la industria, pero no dejó, al final, ningún cambio de las políticas.
En su respuesta al choque entre un avión de pasajeros y un helicóptero militar en el que murieron 67 personas, en Washington DC, Donald Trump nos ha recordado que él no es un político, sino un personaje televisivo. Alguien que, en lugar de dar una rueda de prensa fáctica, domesticada y previsible en la que la voz cantante la llevan los expertos, nos cuenta una historia: que Joe Biden y Barack Obama nombraron a una serie de ciegos, sordos, mancos, esquizofrénicos y discapacitados en general para controlar el tráfico aéreo de Estados Unidos y sentirse así buenas personas, al precio de poner en riesgo la seguridad de millones de americanos.