Sobrevivieron a la guerra en Ucrania, pero Putin los secuestró en Venezuela
Hace seis meses, los colombianos Alexander Ante y José Aron Medina desaparecieron en Caracas cuando regresaban de Ucrania, donde habían luchado como voluntarios. Reaparecieron en una cárcel de Moscú
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Otilia Ante tiene 77 años, y días en los que está seca de lágrimas por las horas en vela llorando de la noche anterior. También hay otros, como hoy, en los que no puede dejar de sollozar. Hace seis meses que no duerme. Medio año de angustia y silencio desde que su hijo desapareció. O más bien, desde que Putin lo secuestró.
Ocurrió el 18 de julio de 2024 en el viaje de vuelta a casa, tras nueve meses en Ucrania. Doña Otilia, como la conocen en la ciudad colombiana de Popayán, había pensado muchas veces qué haría si mataban a su “hijito” en la guerra. Pero a diferencia de la mayor parte de soldados del 49 batallón de Infantería Karpatska Sich, Alexander sobrevivió. Lo que nunca imaginó es que el peligro llegaría después de dejar las armas.
“Estoy cansada de vivir. No sé qué voy a hacer… tanto pensar en mi hijo. No sé si tiene frío, si tiene hambre o cómo lo estarán tratando. Yo no sé nada”, dice, ocultando el rostro entre las manos. “Esto está duro. Quisiera coger un avión e irme… ¿pero a dónde voy? Tengo depresión de tanto pensar”.
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Alexander llegó a Europa en 2023. La empresa de seguridad en la que trabajaba desde 2011 liquidó el contrato por sus problemas de vista y le dejó en paro. A sus 46 años, con el sueño de sacar a su madre del barrio conflictivo en el que viven, y con la experiencia que tenía combatiendo a la guerrilla en las filas del Ejército colombiano, voló a Ucrania y se alistó. En verano de 2024, el periplo tocó su fin.
Un retorno diferente al del hijo pródigo. Alexander nunca dio problemas, llamaba cada noche y pagaba a distancia las medicinas de su madre. Un trabajador “sin vicios, siempre pendiente”, insiste ella. Quizás por eso abortó su plan de aparecer por sorpresa en Colombia y la llamó el jueves 18 de julio, unas horas antes de regresar. “Mamita, llegaré el sábado. Guárdeme sancocho”, pidió. Había cruzado la frontera de Ucrania a Polonia por tierra, volado a Madrid y tres aviones más —Caracas-Bogotá-Cali— le separaban de casa.
Pero el sábado pasó y terminó sin noticias. Igual que el domingo y el lunes. Y llegó el martes. Y llegó “la espera y la espera”.
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A nueve kilómetros de distancia, Cielo Paz también empezó a preocuparse. Su esposo, José Aron Medina, no contestaba a sus mensajes. Había enviado un vídeo embarcando en Madrid con su compañero Alexander, y horas más tarde, su ubicación en el aeropuerto de Caracas, nada más aterrizar. Era jueves 18 y ansiaba presentarse en Popayán el fin de semana para celebrar su 37 cumpleaños con su mujer y sus dos hijos. Pero José Aron no llegó, tampoco los whatsapps de amor de su esposa, enviados cinco minutos después de colgar la videollamada. El teléfono no volvió a dar señal.
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Y la búsqueda empezó.
Sin apenas recursos, Otilia y sus otros hijos; Cielo y sus hermanos, presentarion denuncias de desaparición, peticiones al Ayuntamiento, a la fiscalía, al Ministerio de Exteriores colombiano... Búsquedas oficiales y extraoficiales sin fin ni suerte. Hasta el 30 de agosto de 2024.
43 días después de evaporarse sin dejar rastro, Alexander y José Aron reaparecieron. El canal de televisión controlado por el Kremlin Russia Today (RT) publicó un interrogatorio disfrazado de entrevista, revelando que los exsoldados colombianos estaban detenidos en Moscú. "Castigo inevitable", titularon.
“Ver a mi esposo así, con esas cadenas, encerrado, nos cambió la vida”, solloza Cielo Paz, abrazando a su hija de 10 años. “Siento mucha rabia con Venezuela y el presidente Maduro. No lo entiendo, ¿por qué los mandó para allá?”.
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Esposado y empujado por dos guardias con pasamontañas, José Aron Medina sale de la celda. Tembloroso y sin mirar a cámara, Alexander Ante se presenta. El vídeo propagandístico, en el que ambos confiesan arrepentirse de su paso por Ucrania, fue un fogonazo de esperanza. Sí, estaban detenidos, su aspecto había empeorado, y la coacción era palpable, pero seguían vivos y por fin en paradero conocido.
Un ligero alivio convertido en pesadilla. Aquella fue la primera y última prueba de vida que recibieron las familias. Desde entonces, no han podido comunicarse con ellos ni hablar con el abogado de oficio impuesto por Rusia. Un túnel mudo y sin salida.
¿Por qué fueron detenidos estos dos colombianos? ¿Qué pasó durante el mes y medio en el que desaparecieron? ¿Cómo llegaron desde su última ubicación en el aeropuerto de Caracas a una cárcel Moscú? ¿Qué importancia tiene el secuestro en el escenario internacional? ¿Qué tan lejos llegan las manos de Moscú en la búsqueda de todo aquel que considere enemigo?
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Incógnitas —algunas— de difícil respuesta. Venezuela y Rusia guardan silencio diplomático sobre el caso de los dos ciudadanos colombiandos desaparecidos en Caracas y 'reaparecidos' en Moscú. RT informó que la inteligencia rusa los detuvo, sin especificar dónde. Entrevistado por El Confidencial, el embajador colombiano en Rusia, Héctor Arenas Neira, asegura que las autoridades rusas sostienen que los detuvieron en el propio Moscú. Lo único cierto es que Ante y Medina aterrizaron en Venezuela en un vuelo de Plus Ultra desde Madrid, después de romper sus contratos con el Ejército ucraniano. No había ningún tipo de orden de búsqueda ni caso abierto contra ellos. Ni su detención ni posterior rendición extrajudicial fueron notificadas, pero sucedieron tan solo unos días antes del fraude electoral de Maduro, quien quizás encontró un regalo en los dos uniformados para reforzar su apoyo internacional. Ahora cumplen medio año “en prisión preventiva”, y se enfrentan a una posible pena de entre 12 y 18 años de cárcel por “mercenarismo”, según el embajador.
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“Rusia puede llamarles mercenarios, pero tienen derechos y deben cumplirse. Es peor aún si no son combatientes. Podría decirse que ellos depusieron las armas, que iban para casa… entonces tendrían una protección especial en el derecho internacional humanitario”, explican desde el equipo del diputado nacional José Jaime Uscátegui, que elevó el caso institucionalmente desde el inicio.
Por el momento, el Estado colombiano, quien debería protegerles, no presiona ni a Venezuela ni a Rusia. El cónsul en Moscú solo ha ido a visitarlos una vez en seis meses, y cuentan con un abogado de oficio que no habla español, elegido por el Estado ruso, del que se han denunciado en numerosas ocasiones su falta de garantías procesales y que llegó tan lejos como para secuestrarlos a miles de kilómetros. De acuerdo con la Convención de Ginebra, los voluntarios militares internacionales no son mercenarios, ya que firman un contrato con el Ejército de Ucrania y comparten responsabilidades y salario con el resto de soldados regulares. Pero si algo convierte al de Ante y Medina en un caso único es que son los primeros combatientes detenidos en un tercer país ajeno al conflicto. La última línea roja cruzada por Vladímir Putin, mostrando hasta qué punto la invasión de Ucrania se ha convertido en un conflicto global. El mensaje es claro: nadie en ningún sitio está a salvo de las garras del Kremlin.
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Samara abraza a su madre cuando la ve llorar. Tiene 10 años y escudriña la imagen de su padre —José Aron Medina— intuyendo que quizás no lo vuelva a ver. Cielo prefiere no mirar las fotografías para evitar las lágrimas.
— Si vuelve, le daré un abrazo, le diré que le extrañé mucho y que no se separe de mí, dice Samara.
— Es chiquita y le duele. Me da pena porque mis hijos se han quedado sin papá, pero les conté la realidad, no podía estar siempre mintiendo, confiesa Cielo Paz.
“Engañada” está la hija de seis años de Alexander, a la que todavía dicen que él está por llegar. Cada vez es más difícil mantener la mentira. “Está delgadita y no come mucho. Entiende que algo pasa”, confiesa su tía, Ana Carolina Ante.
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Después del silencio viene la culpa. La culpa tardía de dejarle ir. La culpa avergonzada por que los detuvieran en Venezuela por “ahorrarse unos pesitos” haciendo escala en Caracas, en lugar de volar directos a Bogotá. La culpa que otros ahora les achacan, por ir en el avión vestidos de uniforme. También hay otras culpas, culpas que no se nombran: las frases que no se dijeron, las deudas que obligan a buscar trabajo donde sea, las rencillas familiares germinadas en la mayor dificultad. La culpa de los hijos sin padre y de los padres que fallaron a sus hijos. En definitiva, la culpa compartida, porque todos piensan ahora que Ucrania, la guerra, Venezuela... que todo fue error.
“A veces tomamos decisiones… ¡Ay! ¿Quién iba a pensar esto? Nunca más lo dejaré ir, a ninguna parte”, susurra Cielo Paz.
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¿Qué hacer entonces? Esa es la pregunta que se repiten en Popayán, Bogotá y Moscú. El equipo de Uscátegui prepara una denuncia oficial ante la Corte Penal Internacional por desaparición forzosa. Un crimen de lesa humanidad de difícil juicio. Exige tratarse de un ataque sistemático contra una determinada población civil. Por eso, la denuncia incluye a otros colombianos en paradero desconocido tras entrar en Venezuela. La desidia de las autoridades colombianas –presionadas a su vez por la difícil relación del Gobierno del izquierdista Gustavo Petro con la Venezuela de Nicolás Maduro– es ahora el principal escollo para presionar y tener éxito en la liberación.
“A mí me gustaría hablar con el señor Pedro. ¡Yo voté por él!”, dice Otilia agitada. “Es paisano de por acá, del Tambo. Un campesino como todos nosotros. Le tocó ser pobre, como a mí, y Dios le dio el don de ser presidente”. A falta de dinero y contactos en la capital, la madre de Alexander confía en que el presidente viaje al valle del Cauca en alguna huelga para envolverse “en una bandera de Colombia como un vestido y caerle en plena calle”.
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Cielo Paz es menos optimista. “Si nuestro presidente fuera otro… pero con este, que era guerrillero…”, suspira. “Mi esposo y Ante son soldados retirados de Colombia, pelearon por el país. ¿Por qué no les ayudan? Para otro guerrillero sí que han mandado carta solicitando que lo devuelvan”. Se refiere a la petición que realizó el Gobierno de Petro el pasado 21 de noviembre para liberar a Simón Trinidad, un excomandante de las FARC condenado a 60 años de cárcel en Estados Unidos. El comunicado oficial alegaba "espíritu humanitario". El pasado fin de semana, Petro desató una crisis diplomática con EEUU por la devolución de inmigrantes ilegales encadenados y en aviones militares al país. "Que los traten con dignidad", exigió. Nada similar ha ocurrido en seis meses con Alexander o José Aron. La representación diplomática colombiana en Rusia apenas ha visto a los detenidos en una ocasión. No hay más movimientos para forzar su liberación.
Nadie se atreve a señalar directamente, pero Gustavo Petro ha hecho varios guiños a Rusia desde que alcanzó el poder en agosto de 2022. Se negó a enviar armamento y helicópteros soviéticos a Ucrania a cambio de remplazos estadounidenses. Tampoco ha condenado nunca la invasión de Putin. Su única protesta llegó tras el ataque a una pizzería de Kramatorsk en verano de 2023, que dejó 13 muertos y 61 heridos, entre ellos tres civiles colombianos, el expolítico y filósofo Sergio Jaramillo, el escritor y periodista Héctor Abad Faciolince y la reportera Catalina Gómez.
“Hay una agenda ideológica en este gobierno de izquierda radical. No están dispuestos a tomar cartas en el asunto, bajo el principio de falsa neutralidad en el conflicto”, señala el diputado Uscátegui. Al mismo tiempo, “y sin decir que está justificado, Colombia es un país con más de 13.000 asesinatos violentos, 4.000 desaparecidos, 90 masacres y 138 líderes sociales asesinados cada año. Esa es nuestra realidad interna a la hora de pensar en los que están fuera. Una deuda pendiente del país con los colombianos en el exterior”.
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El estruendo de un avión sobre La Libertad exhibe las heridas invisibles de su viejo corazón. Es el quinto de la tarde. La quinta vez que se retuerce en el sofá. “A veces pienso a ver si mi hijo va a llegar en un avión de esos”, fantasea Otilia. Ha perdido 6 kilos en medio año, demasiado para una persona tan menuda como ella. A su alrededor, un cuadro de Jesucristo y un póster de la Virgen la acompañan. El último se lo regaló Alexander antes de viajar a Ucrania. A ellos les reza y pone velitas cada noche pidiéndoles un último favor. El secuestro, dice, terminó con su hermana en el cementerio y ella teme morir sin ver a su hijo una vez más.
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Antes de despedirse, Otilia apaga la luz y cierra la puerta. Insiste en acompañar hasta la calle paralela para alcanzar la carretera principal. “No se puede salir de noche, este es un barrio peligroso, de gente machetera”, susurra. “Aquí estamos solitos con Dios”.
Otilia Ante tiene 77 años, y días en los que está seca de lágrimas por las horas en vela llorando de la noche anterior. También hay otros, como hoy, en los que no puede dejar de sollozar. Hace seis meses que no duerme. Medio año de angustia y silencio desde que su hijo desapareció. O más bien, desde que Putin lo secuestró.