Trump 2.0: imperio y contrarrevolución
El nuevo presidente no será el jefe de Estado sin experiencia y elegido casi de chiripa en 2016, sino un emperador. Un monarca a cuya corte peregrinan las élites para mostrarle sus respetos
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El Donald Trump que jurará hoy en Washington su segundo mandato presidencial sigue siendo el mismo de siempre: un demagogo y un genio de la política, un hombre amable y divertido en las distancias cortas y un peligroso narcisista capaz de llevar a su país a la ruptura con tal de no aceptar su derrota en unas elecciones. Un advenedizo de los salones de la capital y el dueño y señor del Partido Republicano.
Lo que sí han cambiado son las circunstancias. El mundo es un lugar más peligroso que hace ocho años. Europa del este y Oriente Medio están en guerra, la extrema derecha se fortalece en países como Francia y Alemania y China es cada vez más asertiva. Pero sobre todo han cambiado las circunstancias internas.
Con una clara victoria presidencial, con un Congreso y un Tribunal Supremo más favorables, con una oposición desmoralizada, una prensa disminuida y con el apoyo de una coalición que va desde los proverbiales obreros blancos a las grandes fortunas de Silicon Valley, Trump no será el jefe de Estado sin experiencia y elegido casi de chiripa en 2016, sino un emperador. Un monarca a cuya corte peregrinan las élites para mostrarle sus respetos, y que tiene la audacia de posar su dedo en el mapa de América para reclamar Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá.
El Partido Republicano ya no se pone de perfil ni cuestiona a Trump entre bastidores. Ni siquiera es ya un partido programático, basado en principios compartidos, sino un partido personalista, basado en Trump. Quienes le hacen favores, como los millonarios que donaron a su campaña y que desde hoy tendrán puestos en su gobierno, reciben favores a cambio. Quienes lo contradicen, pagan el precio.
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Así que prepárense, porque Donald Trump, un producto de la polarización y de la caída de la confianza en las instituciones, ha vuelto y será más libre, más ambicioso. Ni siquiera tendrá que encargarse de las labores de agitación que solía desempeñar en su cuenta de Twitter. Es posible que a partir de ahora la propaganda corra a cargo del dueño de la red social, Elon Musk, que ya ha probado con éxito su capacidad para desestabilizar a gobiernos extranjeros que no sean del agrado del trumpismo.
Este retorno estelar de Trump a la Casa Blanca tiene también un cariz redentor y vengativo. Supuestamente desbancado del poder en 2020 por un fraude electoral, tal y como continúa asegurando falsamente Donald Trump, procesado por varias fiscalías y superviviente de un intento de asesinato, el magnate ha adoptado el papel de mártir, de Jesucristo moderno sacrificado para expiar los pecados de la nación.
"He estado muy ocupado peleando, y, sabéis, recibiendo las balas, las flechas", declaró hace un año en un encuentro religioso de Nashville, en Tennessee. "Las estoy recibiendo por vosotros. Y es un honor recibirlas. Ni os imagináis. Estoy siendo imputado por vosotros", añadió, cinco meses antes de que una bala le rozara la oreja y le salpicara la mejilla de sangre sobre un escenario de Pensilvania.
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Los rezos colectivos en los mítines de Trump, las interpretaciones teológicas de su misión en Estados Unidos, los memes y camisetas que lo comparan con Jesucristo y su retórica de tintes mesiánicos no son meros detalles estéticos. Estos patrones de martirio y predestinación cobrarán cuerpo en esta legislatura: serán los heraldos de la concentración de poder y de, como dicen sus ideólogos, la "contrarrevolución".
En las últimas semanas han aflorado divergencias entre el ala tecno-oligárquica y el ala populista de la coalición de Donald Trump, pero quizás la facción más influyente no sea ni la que lidera Elon Musk ni la que representa Steve Bannon. Aquellos que están escribiendo la letra pequeña de la agenda son los cristianos nacionalistas. Personas de bajo perfil y cargos grises, pero con la capacidad y las ganas para accionar las palancas burocráticas, quemar el progresismo hasta los cimientos y forzar una restauración de los auténticos, para ellos, valores americanos.
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"El nacionalismo cristiano fusiona una visión reaccionaria del cristianismo y de las creencias cristianas, y una forma agresiva de nacionalismo", dice Thomas Zimmer, historiador de la democracia y profesor visitante de la Universidad de Georgetown. "Está muy extendido entre los cristianos conservadores blancos, especialmente entre los evangélicos blancos, que siguen siendo el grupo demográfico más trumpista. Y está en gran medida alimentado por el agravio, por la sensación de que el país que se supone que les pertenece les está siendo arrebatado", añade Zimmer con relación al crecimiento de las minorías y de la hegemonía cultural progresista.
Durante los últimos dos años, a medida que se perfilaba la posibilidad del retorno de Trump a la Casa Blanca, organizaciones cristianas nacionalistas han estado preparando una agenda de gobierno para evitar lo que sucedió en el primer mandato: que Trump tenga que recurrir a republicanos tradicionales para diseñar sus políticas y que luego estas políticas se vean obstaculizadas por los contrapesos al Gobierno o por los funcionarios que las tienen que aplicar y que deben ceñirse a los códigos de la gobernanza. El difamado "Estado profundo" del universo Trump.
La propuesta más conocida es el Proyecto 2025, elaborado por un centenar de grupos coordinados por The Heritage Foundation: el mismo think tank que influyó en las políticas de la primera Administración Trump y que le propuso listas de jueces conservadores para rellenar los puestos que se fueran abriendo. El Proyecto 2025 son casi mil páginas de medidas draconianas contra la inmigración irregular, las políticas identitarias, el aborto, las regulaciones climáticas o la pornografía.
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Aunque Trump pusiera distancia, durante la campaña, con el Proyecto 2025, ya que los demócratas estaban instrumentalizándolo con éxito, un análisis de CBS News demuestra que, de las 735 propuestas recogidas en el documento, 80 fueron aplicadas por Trump entre 2016 y 2020 y 180 están entre sus promesas de campaña. De los 38 autores del informe, 28 trabajaron en su primera administración. Otra agenda hecha por personas cercanas a Trump, llamado America First Transition Project, contiene 300 decretos listos para ser implementados.
Más allá de las propuestas ultraconservadoras, el objetivo explícito de estos planes es debilitar los límites al poder ejecutivo y colocar todas las ramas del Gobierno federal bajo el control del presidente. Entre otros métodos, quieren socavar la independencia del Departamento de Justicia, el FBI y agencias como la reguladora SEC, y revocar las protecciones laborales a los funcionarios de carrera para despedirlos y reemplazarlos por figuras leales al trumpismo. Algo que ya intentó Donald Trump en 2020 con la Schedule F, una fórmula que busca colocar al cuerpo de funcionarios a las órdenes del presidente, y que quiere volver a aplicar.
"Ya no queda nada que conservar", el país ha pasado al "régimen posconstitucional"
"En sus primeras palabras, el Artículo II de la Constitución de EEUU deja plenamente claro que 'el poder ejecutivo debe de ser conferido al presidente de los Estados Unidos de América'. Ese poder enorme no está conferido a los departamentos, las agencias o los cuerpos administrativos", escribe uno de los arquitectos del Proyecto 2025, Russ Vought, al principio del segundo capítulo. "Por desgracia, sin embargo, hoy el presidente ocupa el cargo en una burocracia federal expansiva que demasiado a menudo persigue sus propios planes y preferencias; o, lo que es peor, los planes y preferencias de una facción radical y supuestamente woke del país".
El autor de estas líneas, Russ Vought, será una de las figuras clave del Gobierno que toma posesión. Como director de la Oficina de Administración y Presupuesto de la Casa Blanca, Vought tendrá a mano las correas transmisoras que elevan, descartan o mantienen funcionando las iniciativas del presidente de Estados Unidos. Un puesto poco destacado, pero influyente, como demostró el propio Vought entre enero de 2019 y enero de 2021: los dos años en los que desempeñó ese mismo cargo.
"Fue Vought el que congeló la ayuda militar a Ucrania porque Trump quería presionar al Gobierno ucraniano para que le pasara información comprometida sobre Joe Biden", dice Thomas Zimmer en referencia al escándalo que propició el primer proceso de impeachment a Trump, en 2020. "Fue Vought el que redirigió miles de millones de dólares del Pentágono al muro fronterizo de Trump cuando el Congresó bloqueó la financiación; Vought fue el defensor más agresivo de la Schedule F, el decreto presidencial que Trump anunció en las últimas semanas de su presidencia, enfocado a transformar miles de funcionarios en cargos elegidos a dedo, eliminando las protecciones laborales para los agentes del odiado 'Estado profundo'".
La diferencia entre entonces y ahora es que Vought y otros destacados cristianos nacionalistas han tenido un lustro para preparar su retorno a la Casa Blanca y planificar el desmantelamiento de las estructuras estatales, ya que, en su opinión, estarían infestadas de izquierdismo. Cuando le preguntaron a Vought por qué no quería conservar, siendo él un conservador, las instituciones del Gobierno, este respondió: "Ya no queda nada que conservar". Desde su punto de vista, el país ya ha entrado en un "régimen posconstitucional" divorciado de los principios nacionales.
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"Vought es la voz preeminente en una esquina de la derecha americana que piensa que el 'conservadurismo' ya no basta, y que ahora solo queda recurrir a la 'contrarrevolución' para recuperar el país del 'enemigo interior' izquierdista y salvar América", dice Zimmer. "Él quiere 'traumatizar' a los burócratas 'woke' y usar al Ejército para suprimir las protestas", algo que Trump ya le encomendó a su entonces secretario de Defensa, Mark Esper, en verano de 2020, pero este se negó. "Vought estará dedicado a someter la maquinaria gubernamental a la voluntad de Trump".
El presidente de The Heritage Foundation, Kevin Roberts, ha dicho que la nueva Administración Trump supondrá una "Segunda Revolución Americana": un fenómeno que redimirá décadas de dominio progresista y cobardía conservadora. Una revolución "que no será sangrienta", dijo Roberts, "si la izquierda lo permite" .
Nadie sabe hasta dónde llegarán estas claras y verbalizadas intenciones. Donald Trump se caracteriza por ser ideológicamente flexible, como reflejo de su coalición. Por un lado, quiere recrear el poderoso tejido manufacturero de antaño, brindando buenos empleos a la clase proletaria; por otro, es el adalid de los recortes de impuestos a las corporaciones y a las grandes fortunas; también cultiva una vena espiritual, promete "restaurar el cristianismo" en Estados Unidos y usar el poder presidencial "a un nivel que jamás habéis visto". Por último, Trump rechaza el orden global garantizado por su país desde 1945, basado en las alianzas y en la extensión de los ideales liberales de los que EEUU es la cuna moderna. Para él, América es lo primero, y los demás, socios europeos incluidos, se tienen que adaptar.
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Teniendo en cuenta estos elementos y los demostrados instintos autoritarios de Trump, no es difícil imaginar cómo pueden llegar a ser los próximos cuatro años en EEUU. Quizás un punto de referencia sea la Hungría de Víktor Orbán, que, como otros autócratas contemporáneos, ha sido elogiado reiteradas veces por Donald Trump y reconocido como un "hombre muy fuerte" y un "grandísimo líder".
Además del armazón retórico del nacionalismo y el esencialismo de "recuperar nuestro país", de agitar los miedos a las "élites globalistas", al "Estado profundo" y a la inmigración, y de mostrar afinidad con los líderes de regímenes autoritarios, las acciones de Trump y de sus aliados pueden barruntar un futuro iliberal.
Los nominados para dirigir el FBI y el Departamento de Justicia, que son los dos instrumentos policiales más poderosos de EEUU, son, respectivamente, Kash Patel y Pam Bondi. Kash Patel, que se ha descrito a sí mismo como un soldado del "Ejército de Donald Trump", ha prometido repetidas veces que irá a por los enemigos del magnate, una lista que consta de 60 nombres, como dijo en su libro de 2023, Government Gangsters: The Deep State, the Truth and the Battle for Our Democracy.
Patel ha recibido de esta empresa 465.000 dólares por su rol de consultor
Habría que ir a por el "Estado profundo" y también a por la prensa. "Debemos, colectivamente, unir fuerzas contra el enemigo más poderoso que jamás ha visto EEUU, y no, no es Washington DC, sino los medios de comunicación tradicionales y esas personas de las noticias falsas", declaró Patel durante su discurso ante la conservadora CPAC hace menos de un año. "¡Esa es nuestra misión!".
Los vínculos de Patel con Donald Trump son variados. A finales del primer mandato de este, Patel ejerció varios puestos de segunda fila en el gabinete, y hoy es parte del Consejo de Administración de Trump Media & Technology Group, el conglomerado dueño de la red social Truth Social. Según datos de la Comisión Federal Electoral, Patel ha recibido de esta empresa 465.000 dólares por su rol de consultor.
Kash Patel es un negacionista de los resultados electorales de 2020, cuando las más de 60 demandas interpuestas por los abogados de Donald Trump para invalidar partes del recuento fueron desestimadas. Muchas de ellas por los mismos jueces que había nombrado Trump. Otra negacionista del proceso democrático es Pam Bondi, la antigua fiscal general de Florida nombrada para dirigir el Departamento de Justicia.
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Pam Bondi se ha referido a los procesos de los que ha sido objeto Donald Trump, dos de ellos relacionados con sus aparentes intentos de robar las elecciones de 2020, como cuando presionó por teléfono al responsable electoral de Georgia para que le "encontrara" 11.000 votos, como una artimaña del "Estado profundo". Y ha dicho que algunas de las personas que procesaron a Trump tienen que ser, a su vez, procesadas. Aunque Bondi acaba de decir ante el Senado que no procesará a nadie por motivos políticos, no se comprometió a no ir a por el fiscal especial Jack Smith, que llevó los casos de los documentos clasificados y del intento de fraude electoral.
Una fruta madura, por ejemplo, es Liz Cheney, la más notoria de los escasos republicanos que decidieron romper filas con Trump tras el asalto al Capitolio. Un informe publicado en diciembre por un subcomité republicano de la Cámara de Representantes puede servir de plantilla para procesarla. Los autores del informe recomiendan que el FBI investigue a Cheney por supuesta manipulación de testigos, cuando ella era parte del comité parlamentario que investigó el papel de Trump en los sucesos del 6 de enero de 2021, cuando los representantes electos tuvieron que ser escoltados a refugio para salvarse de la violenta irrupción de la turba.
De momento sabemos que Trump tiene intención de aprobar 100 órdenes ejecutivas en sus primeros 100 días, un número llamativo, teniendo en cuenta que Joe Biden ha firmado un total 156 órdenes ejecutivas en cuatro años. Sabemos que las prometidas deportaciones masivas probablemente empiecen de inmediato y de manera espectacular, quizás con ayuda del Título 42: una fórmula que permite al Gobierno acelerar las deportaciones con la justificación de que los inmigrantes suponen una amenaza para la salud pública, lo cual se invocó durante la pandemia de covid.
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Sabemos también que Trump está denunciando a periódicos por haber publicado encuestas desfavorables, lo que puede arruinar a los medios pequeños con gastos legales aunque ganen el juicio. Sabemos que varios de los altos cargo de su primera administración, desde el general Mark Milley al jefe de gabinete John Kelly, desde el fiscal general Bill Barr al secretario de Defensa Mark Esper, han asegurado que Trump no tiene el carácter para ser presidente: que dio orden de disparar en las piernas a ciudadanos americanos, que "aspira a ser un dictador". Sabemos también que no ha descartado usar la fuerza militar para absorber Groenlandia y el Canal de Panamá, y que, en sus primeros cuatro años, mintió más de 30.000 veces.
Los instintos de Trump siempre estuvieron a la vista. Cuando el politólogo Francis Fukuyama publicó en 1992 su famoso El fin de la historia y el último hombre, en el que argumentaba que la democracia liberal se extendería por el planeta como el modelo más efectivo, advirtió de que, en nuestra cultura del espectáculo, existían algunas amenazas que podrían acabar desestabilizando el sistema, como la "megalotimia": la excesiva necesidad de reconocimiento. Y puso como ejemplo a Donald Trump. Su libro suele ser denigrado como ejemplo del triunfalismo pos-Guerra Fría, pero a partir de hoy volveremos a ver si esta intuición es certera.
El Donald Trump que jurará hoy en Washington su segundo mandato presidencial sigue siendo el mismo de siempre: un demagogo y un genio de la política, un hombre amable y divertido en las distancias cortas y un peligroso narcisista capaz de llevar a su país a la ruptura con tal de no aceptar su derrota en unas elecciones. Un advenedizo de los salones de la capital y el dueño y señor del Partido Republicano.