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Cuando nos dimos cuenta de que Estados Unidos ya no es una democracia, es una oligarquía
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Elon Musk es solo el último ejemplo

Cuando nos dimos cuenta de que Estados Unidos ya no es una democracia, es una oligarquía

Las élites económicas se han impuesto a las élites políticas, que no quieren o no pueden representar los intereses de quienes les han votado

Foto: El Capitolio de Washington reflejado en una cámara. (Getty/Chip Somodevilla)
El Capitolio de Washington reflejado en una cámara. (Getty/Chip Somodevilla)
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Aunque los Padres Fundadores de Estados Unidos fueran colonos esclavistas de peluca empolvada, su contribución a la historia política de la humanidad no tiene parangón. Las cinco páginas de la Constitución estadounidense, escritas con tinta ferrogálica por el copista Jacob Shallus en un pergamino guardado en los Archivos Nacionales de Washington DC, contienen el software que, casi 250 años después, gobierna una sesentena de países del mundo, si excluimos a los “regímenes híbridos” que mantienen la semblanza de elecciones, separación de poderes y respeto a los derechos básicos. La fórmula americana, inspirada en una mezcolanza de ideas griegas, romanas y francesas, ha demostrado ser eficaz y adaptable. Casi un milagro del que no nos damos cuenta, por lo acostumbrados que estamos a valernos de él.

La cuna de la democracia moderna, sin embargo, ha visto días mejores. Los estadounidenses siguen expresándose libremente en la calle, en internet y en los medios de comunicación; todavía forman las organizaciones que quieran, eligen multitud de cargos públicos, desde jueces y concejales al presidente del país, y disfrutan de tantos otros derechos, pero su capacidad para hacer que el Gobierno implemente sus prioridades ha sido, a todas luces, limitada.

Hace diez largos años, cuando Barack Obama era presidente y Donald Trump aún presentaba su programa The Apprentice, los politólogos Martin Gilens y Benjamin Page sostenían que EEUU se había convertido en una oligarquía. “Un análisis multivariado indica que las élites económicas y los grupos organizados que representan intereses empresariales tienen impactos sustanciales independientes en las políticas gubernamentales de EEUU”, escribían, “mientras los ciudadanos de a pie y los grupos de interés de masas tiene poca o ninguna influencia independiente”.

Dicho con menos palabras: las élites económicas se han impuesto a las élites políticas, que no quieren o no pueden representar los intereses de quienes les han votado. Lo cual hace que EEUU se haya convertido en una oligarquía. Un país donde la concentración de capital ensombrece o maniata las estructuras representativas.

Foto: Una cama de hospital, en una imagen de archivo. (EFE)

Pero se trata de un debate muy anterior al año 2014. Según el escritor y locutor progresista Thom Hartmann, autor de The Hidden History of American Oligarchy: Reclaiming Our Democracy from the Ruling Class (2021), EEUU ya ha pasado por varias oligarquías. La invención de la desmotadora de algodón en 1793, que multiplicó por cincuenta la productividad de la explotación de esta materia prima, permitió a los terratenientes del sur liquidar a los pequeños propietarios y acumular en sus manos un poder enorme, representado por sus inmensas plantaciones de esclavos. Esta oligarquía sureña se sentía incómoda compartiendo país con los liberales y democráticos estados del norte, lo cual llevó a la secesión y a la Guerra Civil. La oligarquía sureña fue derrotada por la fuerza de las armas.

Unas pocas décadas después, sin embargo, la oligarquía volvió a implantarse. Esta vez fueron los industrialistas del petróleo, el ferrocarril y las finanzas quienes practicaron su rapacidad por todo EEUU, amurallando los mercados y comprando voluntades políticas. Cornelius Vanderbilt, Andrew Carnegie y John D. Rockefeller se ganaron el sobrenombre de robber barons, o “barones ladrones”. Hizo falta un presidente con las agallas de Theodore Roosevelt para romper algunos de estos cárteles. Su primo lejano, Franklin D. Roosevelt, avanzó por esta senda con su New Deal, una socialdemocracia a la americana establecida en los años treinta.

La nueva oligarquía estadounidense

Según Hartmann, el proceso de desindustrialización, la financiarización de la economía, la manga ancha a las fusiones y adquisiciones durante la Administración Reagan y el ascenso de las grandes corporaciones de Silicon Valley habrían impuesto una nueva oligarquía estadounidense. Los distintos sectores, como las telecomunicaciones, las aerolíneas o a la sanidad, están controlados por una serie de oligopolios de menos de media docena de compañías en cada una de estas áreas, lo cual permite a estas empresas trucar los mercados e influir en los reguladores.

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Más allá de los escritos de Hartmann y de otros comentaristas de la izquierda, como Robert Reich, la palabra “oligarquía” vuelve a sonar en los salones del Congreso. Especialmente desde que el hombre más rico de la historia y principal mecenas de Donald Trump, Elon Musk, hizo descarrilar un acuerdo parlamentario bipartito con un centenar de tuits repletos de falsedades y amenazas a los congresistas.

“¡Cualquier miembro de la Cámara [de Representantes] o del Senado que vote por esta indignante ley de gasto se merece perder las elecciones en dos años!”, tuiteó Musk el 18 de diciembre en referencia a la ley que mantendría funcionando el Gobierno federal y que ya había sido acordada por ambos partidos.

No se sabe muy bien por qué Musk se opuso a esta ley presupuestaria de manera tan tajante, y, al mismo tiempo, difusa, ya que alegó una serie de cosas que no eran ciertas. Pero lo más llamativo fue la respuesta de la mayoría de los congresistas republicanos, que se echaron para atrás, se desdijeron e incluso llegaron a proponer a Musk como presidente de la Cámara de Representantes.

placeholder Elon Musk, en un evento electoral en Pensilvania. (Reuters/Rachel Wisniewski)
Elon Musk, en un evento electoral en Pensilvania. (Reuters/Rachel Wisniewski)

El precio de ignorar al magnate estaba claro. Por un lado, Elon Musk es el dueño de la plataforma mediática más influyente de EEUU, X, donde sólo él genera 18 veces más interacciones que todos los congresistas juntos; por otro, su inmensa fortuna de 450.000 millones de dólares en activos (un valor superior al del PIB de unos 160 países) le permitiría financiar, en el próximo ciclo electoral, las campañas rivales de los congresistas que él no apruebe personalmente, tal y como sugieren el tuit mencionado y el hecho de que aportara 277 millones a los republicanos en 2024.

La referencia a Musk podría sonar a anécdota, como si su ascenso a primera línea de la política, en contraste con el aparente desinterés que había mostrado hasta hace un par de años, fuera una irregularidad en el proceso democrático estadounidense. Pero, si abrimos un poco el foco, podemos argumentar que Musk es la consecuencia natural y esperable de cómo están organizadas las cosas en EEUU.

En este país se dan dos elementos únicos, al menos por la escala a la que se producen. El primer elemento es que Estados Unidos es una nación enorme, diversa y muy próspera, parapetada tras dos amplios océanos y con recursos naturales prácticamente ilimitados, una cultura centrada en el trabajo duro y una fama de tierra prometida para cualquiera que quiera venir a estudiar, innovar y ganar dinero.

Musk no es una irregularidad; es la consecuencia natural y esperable de cómo están organizadas las cosas en Estados Unidos

Además de la democracia moderna, aquí han nacido el avión, la bombilla, el teléfono, la televisión, los plásticos, el ordenador personal, internet y la bomba atómica. Ahora mismo 17 de las 20 mayores empresas del mundo por capitalización bursátil son estadounidenses. Las poderosas industrias de este país atraen, cada año, a casi medio millón de trabajadores extranjeros; y porque se establece una cuota. En las universidades, uno de cada tres estudiantes viene de fuera.

Este dinamismo económico también se explica por los premios y los incentivos al éxito, reflejados en los impuestos regresivos, que hace que los milmillonarios, según la Casa Blanca, paguen proporcionalmente un tercio de lo que paga la clase media. Y mucho menos a medida que se sube por la pirámide de la abundancia.

Al mismo tiempo, la pobreza se castiga. Estados Unidos es la única economía avanzada del mundo que carece de un sistema de salud universal, la baja de maternidad no se garantiza a nivel federal y los estudios superiores se vuelven, cada vez más, un bien de lujo. Como explica el profesor Scott Galloway, las universidades imponen una escasez artificial; aceptan a menos estudiantes, pero los cobran mucho más, convirtiendo los campus en cortijos de gente pudiente.

Foto: Una guardería de Chigago. (EFE)

La consecuencia de todos estos factores, muchos de ellos intencionales, es el aumento de la desigualdad. Según un informe de la Reserva Federal de Mineápolis publicado el año pasado, desde 1980 los ingresos reales de la mitad más humilde de los estadounidenses han crecido apenas un 20%, mientras los ingresos reales del 10% más rico han subido un 145%. La desigualdad geográfica ha crecido un 40% desde 1990. Y la desigualdad por edad. Aunque las personas menores de 40 años representan el 37% de la población, sólo tienen menos del 5% de la riqueza nacional. Las personas mayores del 55 poseen un capital 10 veces mayor.

Muchos liberales aducirán que lo importante no es que no haya desigualdad, sino que no haya pobreza. Pero es que Estados Unidos tiene el doble de pobreza infantil, proporcionalmente, que la media de países industrializados. Puntúa peor en todos los aspectos: obesidad, homidicios, esperanza de vida, muertes durante el parto, etc. En 2021, 6.392 personas murieron de sobredosis en toda la Unión Europea, por ejemplo. Con 110 millones de habitantes menos, en EEUU fallecieron de sobredosis 106.699 personas en el mismo periodo. 17 veces más. Datos que se pueden intuir viajando en coche entre dos puntos aleatorios del interior del país.

Legalización de la corrupción política

El segundo elemento particular de Estados Unidos es que, aquí, la corrupción política a gran escala está legalizada. Los partidos se financian con dinero privado, ilimitado y, muchas veces, oculto. Las corporaciones y las grandes fortunas no tienen por qué idear complejos subterfugios de influencia. Simplemente pueden pagarle la campaña a un congresista y esperar que este sirva sus intereses. Todas tienen el derecho de financiar mítines y anuncios, prometer a los cargos electos lucrativos empleos en empresas y fundaciones cuando acaben sus legislaturas y contratar a lobistas cuya misión es exactamente esa, tentar y corromper a políticos. Todo de forma legal.

Desde que Thomas Jefferson declaró que la “aristocracia de las adineradas corporaciones” podía “destruir en su nacimiento” a la democracia estadounidense, sucesivos presidentes han advertido sobre la preponderancia del capital. Theodore Roosevelt prohibió en 1907, con la Ley Tillman, la financiación corporativa de las campañas políticas. Algo más de un siglo después, en 2010, la mayoría conservadora del Tribunal Supremo decidió que financiar campañas era una forma de ejercer la libertad de expresión, tanto por los individuos como por las empresas, que por lo general se escudan en organizaciones de nombres edificantes como Americans for Prosperity, Fund for Policy Reform, Empower Parents PAC o Club for Growth.

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Así que estas dos grandes fuerzas, las corrientes económicas torrenciales y la porosidad moral de la política, practican una promiscuidad mutuamente beneficiosa, pero en la que pierden los ciudadanos. Si demócratas y republicanos son lo mismo, como se ha dicho siempre, es porque no pueden reformar casi nada; siempre habrá un muro de intereses corporativos preparado para aguar o frenar sus agendas. Caso práctico: la tiranía sanitaria, que esquilma a la población disfrazada de libre mercado.

Con este telón de fondo, la ventaja de la nueva Administración Trump es que encarna estas dinámicas con total claridad: es una reivindicación del culto a la riqueza y del romance que viven el dinero y la política. Su gabinete incluirá 13 milmillonarios. Personas que, además de sumar una fortuna de 450.000 millones de dólares (sin contar a Musk, que posee precisamente ese capital), tienen en común el hecho de que han donado un buen dinero a la campaña del presidente electo.

Estos días numerosas corporaciones, entre ellas Ford, General Motors, Uber, Meta, OpenAI o Stanley Black & Decker, han aportado un millón de dólares cada una al Fondo de Investidura de Trump, que costea los llamativos eventos que rodearán la jura del caro el 20 de enero. ¿Por qué lo hacen? Pues porque, si donan un millón de dólares, reciben seis entradas para estos eventos, incluida una cena “a la luz de las velas” con Donald y Melania Trump. Dinero a cambio de acceso político.

Y el dinero se expresará con mucha libertad en figuras como la de Musk y la del también milmillonario Vivek Ramaswamy, que estarán a cargo de reformar y recortar (drásticamente, según sus promesas) el Gobierno federal. Quiere hacer que funcione como una empresa. Como dijo el historiador Kevin M. Kruse en la red social Bluesky: “Gestionemos el Gobierno como una empresa, conduzcamos un coche como si fuera una bicicleta y toquemos la guitarra como si fuera un piano”.

Aunque los Padres Fundadores de Estados Unidos fueran colonos esclavistas de peluca empolvada, su contribución a la historia política de la humanidad no tiene parangón. Las cinco páginas de la Constitución estadounidense, escritas con tinta ferrogálica por el copista Jacob Shallus en un pergamino guardado en los Archivos Nacionales de Washington DC, contienen el software que, casi 250 años después, gobierna una sesentena de países del mundo, si excluimos a los “regímenes híbridos” que mantienen la semblanza de elecciones, separación de poderes y respeto a los derechos básicos. La fórmula americana, inspirada en una mezcolanza de ideas griegas, romanas y francesas, ha demostrado ser eficaz y adaptable. Casi un milagro del que no nos damos cuenta, por lo acostumbrados que estamos a valernos de él.

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