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La paradoja de Occidente, el drama de Ucrania: ya podéis atacar, pero hablemos de paz
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La paradoja de Occidente, el drama de Ucrania: ya podéis atacar, pero hablemos de paz

En Occidente hay cada vez más partidarios de hablar en serio sobre cómo terminar la guerra. Ese mismo Occidente acaba de permitir a Ucrania utilizar sus armas a pleno potencial

Foto: Zelenski mira los F-16 sobrevolar Kiev. (Reuters)
Zelenski mira los F-16 sobrevolar Kiev. (Reuters)
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Nadie sabía aquel 24 de febrero de 2022 que asistíamos al comienzo de un conflicto destinado a prolongarse en el tiempo nadie sabe todavía cuánto. Vamos para tres años desde que comenzó esa Operación Militar Especial, eufemismo con el que Vladímir Putin pretende convencer (no se sabe a quién) de que la mayor operación militar contemporánea entre dos países es algo distinto a lo que en realidad es: una invasión a gran escala. Occidente llega a estas alturas con cada vez más partidarios de sentarse y hablar en serio sobre cómo terminar la guerra. Al mismo tiempo, ese mismo Occidente acaba de permitir a Ucrania utilizar todas las armas que le ha entregado a pleno potencial. Podría sonar a broma, pero esta paradoja es un drama.

En geopolítica, las cosas casi nunca suceden por casualidad. La invasión de Crimea en marzo 2014 no ocurrió en un momento cualquiera. Tuvo lugar en un instante de máxima debilidad de Ucrania, tras la Revuelta del Maidan, la huida del presidente prorruso Viktor Yanukovich y durante un gobierno interino liderado por Oleksandr Turchynov. La operación se llevó a cabo sin disparar un solo tiro y eso llevó a Putin a pensar que, tal vez, podría repetir la jugada. La OTAN tomó nota y se tensó la cuerda, aunque las sociedades occidentales no fueron plenamente conscientes del peligro. El momento de la invasión a gran escala de 2022 tampoco fue casual. Con un humorista, Volodimir Zelenski, en el poder; con el mundo lamiéndose las heridas después de la pandemia y Estados Unidos en pleno repliegue internacional. Fue un mejor ahora que más tarde.

placeholder Kiev bombardeada en marzo de 2022. (Reuters/Marko Djurica)
Kiev bombardeada en marzo de 2022. (Reuters/Marko Djurica)

Todo empezó, como hacen siempre en Moscú, con su maskirovka: el arte del engaño elevado a la categoría de doctrina militar. Junto a una escalada verbal y política, a la que en su momento no se le dio la importancia necesaria, los rusos iniciaron una serie de maniobras a gran escala. En principio, algo más o menos normal. Pero pronto se empezaron a ver cosas raras. Las maniobras cada vez incorporaban más y más efectivos, provenientes de los rincones más lejanos de Rusia, se prolongaban demasiado en el tiempo y se concentraban en áreas muy próximas a la frontera ucraniana y en Bielorrusia. Se negaba con rotundidad cualquier intención bélica.

Armas que tuvieron su momento

La idea de una guerra se seguía viendo lejana incluso a principios de febrero. Algunos llegaron a negar con vehemencia esa posibilidad incluso el día antes del ataque. En el fondo, en un Occidente con políticos, sociedades e incluso ejércitos afganizados (solo preparados para conflictos asimétricos), aquello era ilógico en pleno siglo XXI, por más que hubiera evidentes signos. Pero ocurrió. La invasión comenzó de madrugada y, en cuestión casi de horas, las columnas rusas avanzaron peligrosamente hacia la capital. La reacción, sin embrago, también fue rápida y comenzaron a enviarse misiles contracarro para detener las columnas blindadas. Fue el momento del Javelin.

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En la segunda mitad de 2022, una vez fracasado el intento ruso de guerra relámpago, el objetivo fue de contención y ruptura de la capacidad de maniobra enemiga. Se envió artillería pesada de largo alcance y se golpeó con dureza la logística del Kremlin. Fueron los meses del Himars. A finales de ese año y como reacción, Rusia comenzó a atacar infraestructuras energéticas buscando golpear la economía y la moral ucranianas. Eran objetivos estáticos y grandes, fáciles para los drones iraníes que comenzaron a recibir. Los Shahed se convirtieron en protagonistas y occidente contestó con el envío de sistemas antiaéreos, llegando los Patriot.

Tras detener a Rusia y machacar su logística, el siguiente paso fue el de recuperar terreno. Hasta septiembre y octubre de 2023 se realizaron importantes avances, sobre todo en la zona al norte de Járkov y en Jersón, con espectaculares movimientos ucranianos que no presagiaban nada bueno para el invasor. Occidente cruzó una nueva línea roja –muy simbólica– y comenzaron a llegar blindados y carros de combate. El Leopard entraba en escena y parecía que la guerra daría un giro radical. Fue un espejismo.

Rusia volvió a cambiar de estrategia. Abandonó la idea de ocupar más territorio y se atrincheró. Son maestros en la fortificación en profundidad y, pese a la llegada de carros de combate, Ucrania se vio incapaz de recuperar terreno, estrellándose contra las sólidas defensas enemigas. Desde finales de 2023, el conflicto giró hacia un escenario de desgaste, con unos consumos brutales de munición, con pequeños avances rusos a un coste material y humano desmesurado, y con una degradación de las capacidades militares y en los efectivos de ambos contendientes. Kiev clamaba por más y más munición.

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A partir de marzo de 2024, un nuevo giro de tuerca táctico en Moscú. Se aprovecharon muy bien del veto –sobre todo norteamericano– para bombardear desde territorio ruso y ejecutar agresivas acciones sobre los territorios próximos a la frontera. Para ello se sirvieron de su aviación, utilizando armas stand-off (de largo alcance) desde el santuario al otro lado de la frontera. La reacción occidental fue levantar parcialmente esos vetos. Ahora en Kiev esperaban los cazas F-16 y comenzaba la era de los misiles de largo alcance Storm Shadow y Atacms.

En agosto de 2024 se produjo la extraña ofensiva de Kursk, en la que Ucrania tomó y ocupó en una acción sorpresa más de 1.000 kilómetros cuadrados de territorio ruso. Pero, pasado el significado político y mediático, apenas ha habido consecuencias militares. Rusia siguió presionando donde le interesa: el Donbás. Y así llegamos al momento actual con un futuro incierto.

El ‘brazo largo’ que (por fin) tiene Zelenski

Uno de los puntos débiles de Kiev siempre ha sido su falta de capacidad para atacar al adversario en la profundidad de la retaguardia. Una vez retrasados sus centros logísticos y de mando a una distancia segura de la artillería, la posibilidad ucraniana de atacar territorio ruso con armas autóctonas siempre fue muy limitada. Por eso desde el inicio de la guerra se pidió a Occidente paliar esta carencia con su armamento moderno.

placeholder Tanques occidentales destruidos en Ucrania. (EFE)
Tanques occidentales destruidos en Ucrania. (EFE)

Los ucranianos se adaptaron y ahora disponen de sistemas de ataque profundo y preciso, aunque ya no se pueden contar con los de origen soviético. Por ejemplo, los misiles SS-21 (OTR-21) Tochka y los drones de reconocimiento reconvertidos a misiles de crucero Tupolev Tu-143 Reys. Con ellos consiguieron algunos éxitos, pero es más que probable que a estas alturas no quede ninguno operativo. Es curioso el caso del SA-5 Gammon. Se trata de un misil antiaéreo de largo alcance reconvertido a misil tierra–tierra, pero de escasa precisión y uso tan limitado que no pasa de ser algo anecdótico.

Entre el material autóctono están el R-360 Neptune y el Palyanytsya. El primero es bien conocido y, aunque basado en el ruso Kh-35, es un misil subsónico antibuque similar al Harpoon occidental con el que hundieron el crucero Moskva. El segundo es un desarrollo del que se sabe poco. Partiendo de un dron, se habría conseguido (o se está en ello) un misil táctico de largo alcance. De momento, sin influencia en las operaciones militares.

Foto: Trabajadores municipales junto a un cartel de reclutamiento militar que muestra a un soldado ruso con la leyenda "¡Orgullo de Rusia!", en Moscú. (EFE/Yuri Kochetkov)

Lo principal, como casi todo, viene de Occidente. Arriba en la lista tenemos los misiles francobritánicos de largo alcance Storm Shadow o SCALP-EG (su denominación francesa.) Se ha conseguido integrar en los cazabombarderos Sukhoi Su-24 y, por precisión, alcance (más de 400 km) y precio (cerca de 1,5 millones de dólares), es una de las armas más valiosas. También el M-39 ATACMS, un poderoso misil norteamericano que ahora Kiev puede usar a placer. Es un arma con un alcance de unos 300 km y gran precisión, que tiene la enorme ventaja de poder ser lanzado por los mismos lanzadores Himars que tanto éxito han cosechado.

Cuando llegar tarde es como no llegar

Todo lo anterior llegó tarde y escaso. Muy tarde. Muy escaso. Es así porque jugar a la guerra no guerra, al ataca, pero no mucho o al lucha, pero solo hasta allí, son cortapisas que no tienen sentido militar y solo conducen al fracaso. Siempre ha sido así y tenemos ejemplos históricos de sobra, desde Corea en los años 50 a la guerra del Vietnam, donde el gobierno estadounidense cedió al establecimiento de santuarios por parte del enemigo durante mucho tiempo.

placeholder Batería Himars en Jersón. (EFE/Hannibal Hanschke)
Batería Himars en Jersón. (EFE/Hannibal Hanschke)

En este caso, Putin ha sido un maestro retrasando constantemente la ayuda occidental con sucesivas líneas rojas, todas superadas sin consecuencias. Comenzaron con el mero envío de cualquier tipo de ayuda militar, pasando a armamento concreto, como misiles Patriot, carros de combate o los tan traídos aviones F-16. Todas rebasadas sin que nada haya ocurrido. El hecho más chocante (si se puede calificar así) es que, después de las amenazas sobre la entrada de tropas extranjeras (de la OTAN) en el conflicto, las únicas que lo han hecho de verdad son norcoreanas y a favor de Rusia.

Solo con estas amenazas y fanfarronadas, el Kremlin ha sido capaz de modular la reacción occidental de una manera magistral, impidiendo que Ucrania tuviera desde el primer momento una capacidad militar que podría haber sido decisiva en ciertos compases de la refriega. Putin ha sido más listo que el resto, hay que reconocerlo. La guerra también se gana lejos del campo de batalla. Ahí lo ha hecho mejor, no pasa nada por decirlo.

Foto: Ataque de las fuerzas rusas en Odesa, el 25 de noviembre. (Reuters/Nina Liashonok)

Ahora, la situación desde un punto de vista militar, es crítica. Ambos ejércitos están, literalmente, agotados. Uno con un problema gravísimo de material. Recordemos tan solo las enormes pérdidas en blindados, que se pueden cifrar en más de 3.600 carros de combate destruidos y más de 4.000 blindados de orugas y ruedas perdidos. Por el lado de Kiev, el problema es humano. La demografía (y la falta de escrúpulos) juegan de forma abrumadora a favor de Rusia y la moral del defensor ya no está como al principio. Si fuera fútbol, estaríamos ante un partido agónico, jugado con la intensidad del mejor derbi, con las plantillas agotadas por lesiones, con la prórroga en marcha y con ambos capitanes pidiendo al árbitro la hora.

Ahora, en Occidente ya se habla de paz. Además del hartazgo, el Kremlin también acertó jugando la carta de las elecciones norteamericanas y por eso no ha dejado de presionar en el Donbás a cualquier precio. Necesita un acuerdo con cesión territorial y necesita vender la ocupación de ese territorio. Muchos piensan que, llegados a este punto y con apenas movimientos territoriales importantes en el último año, se podrían haber ahorrado decenas de miles de vidas. A Putin, las bajas le dan igual. No tiene oposición porque el que disiente, como ocurría en aquella famosa escena de la película La caza del Octubre Rojo, resbala con el té derramado. En la vida real, el té los envenena, y cuando resbalan, hay una ventana cerca.

Todos los gobiernos occidentales, en el sentido político de la expresión, coinciden en la ilegalidad de la agresión rusa. Lo dice también la ONU (Resolución ES-11/1) y los organismos y cortes internacionales, cuyo valor efectivo va poco o nada más allá del gesto. Pero cerrando este 2024, deberíamos hacer examen de conciencia si, a estas alturas, levantar esos vetos o mandar otro puñado de carros de combate no son gestos que llegan demasiado tarde. Dolorosamente tarde.

Nadie sabía aquel 24 de febrero de 2022 que asistíamos al comienzo de un conflicto destinado a prolongarse en el tiempo nadie sabe todavía cuánto. Vamos para tres años desde que comenzó esa Operación Militar Especial, eufemismo con el que Vladímir Putin pretende convencer (no se sabe a quién) de que la mayor operación militar contemporánea entre dos países es algo distinto a lo que en realidad es: una invasión a gran escala. Occidente llega a estas alturas con cada vez más partidarios de sentarse y hablar en serio sobre cómo terminar la guerra. Al mismo tiempo, ese mismo Occidente acaba de permitir a Ucrania utilizar todas las armas que le ha entregado a pleno potencial. Podría sonar a broma, pero esta paradoja es un drama.

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