A dónde huyen los sirios pro Asad: "Solo dejan salir a los que tengan un billete de avión para irse"
La frontera para salir del país está abarrotada de quienes temen una Siria peor a partir de ahora
Nada ilustra mejor Siria que sus fronteras. Desde la caída de Bashar Al Asad, miles de refugiados han vuelto a un país sin puestos de control con las banderas de la oposición, esbozando signos de la victoria y gritando ‘Dios es grande’ después de años fuera. Pero, mientras el tropel se disipa, en el otro sentido de la misma carretera se forma una realidad antípoda: la de los perdedores.
Cientos de caras largas se apelotonaban el miércoles en la frontera entre Siria y el Líbano. El jueves ya eran miles, y del aparcamiento al lado del cruce habían pasado a acampar en la ladera de la colina que divide a los dos países. “No cabemos en esta Siria”, dice Mohamed, un hombre de Damasco que viajará “adonde sea” con su mujer y sus cinco hijas. Todas llevan el velo blanco de las mujeres chiíes sirias, la segunda rama principal del islam después del sunismo. Ahora que la organización suní Tahrir al-Sham (HTS) está en el poder, Mohamed ha decidido huir. “Con estos va a haber más sangre que con Al Asad”, dice, decidido a esperar días de cola a la intemperie de diciembre. Prefiere eso a volver a su casa, a media hora en coche, y ver allí cómo el país que les gustaba se convierte en otra cosa.
Su pesimismo contradice la alegría que se ha vivido en Siria y en la diáspora durante los últimos días. Tras 24 años de un régimen que ha ido perfeccionando la represión hasta el final, las plazas de Damasco, Berlín y Estambul han acogido a masas eufóricas desde el derrocamiento de Al Asad. Pero Mohamed y sus hijas no están solos. La frontera para salir del país está abarrotada de quienes temen una Siria peor a partir de ahora. Según ACNUR, un millón de personas han sido forzosamente desplazadas desde que empezó la ofensiva rebelde el 27 de noviembre.
La espera para salir puede eternizarse. En respuesta al aluvión, las autoridades libanesas han endurecido los controles de entrada. “Ahora nos piden de arriba que nos aseguremos de que no dejamos pasar a nadie que no esté casado con una persona libanesa o tenga un billete de avión para irse de aquí. No quieren más sirios de los que ya hay”, cuenta un guarda fronterizo desde su garita. “Antes podían entrar también médicos, ingenieros y otros perfiles profesionales. Ahora eso tampoco vale”, explica. Sin embargo, miles de sirios siguen acudiendo a probar suerte.Entre ellos está Rojda, una mujer kurda de Alepo que por lo pronto se va a Erbil, en el Kurdistán iraquí. Allí decidirá si emprende la marcha a la parte siria de la región, conocida como Rojava. “Nos hemos ido casi todos los kurdos [de la ciudad]. Los barrios de Achrafiye y Sej Maqsoud están vacíos”, cuenta. A Rojava no se puede ir de Alepo sin salir de Siria: a mitad del camino hay un verdadero frente de guerra entre facciones afines a los rebeldes, que ya controlan todo el oeste del país, y las Fuerzas de Defensa Sirias (SDF), que protegen una autonomía de mayoría kurda en el noreste de Siria.
Husam, un hombre suní también de Alepo, escucha la conversación y me aparta a un lado de la ruidosa nave de chapa donde se firman los pasaportes: “Los árabes de allí nunca hemos tenido ningún problema con ellos, nos casamos entre nosotros y somos uno. El problema es Öcalan. Sus seguidores quieren un estado independiente, y eso no puede ser”, dice. Husam se refiere a Abdula Öcalan, líder del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, con sede en Turquía, pero contra el que el Ejército de Recep Tayyip Erdogan ha luchado en territorio sirio e iraquí desde finales de la década pasada. Con la toma de Siria a manos de los rebeldes, muchos grupos armados respaldados por Turquía han intensificado su lucha contra el ejército kurdo. El miércoles, la HTS declaró ‘liberada’ la ciudad de Der ez-Zor tras arrebatársela a las SDF, que a su vez la capturaron del régimen de Al Asad el 3 de diciembre.
Las fuerzas que dirigen ahora Siria alertan de un ‘secesionismo kurdo’ en Rojava, y muchos como Husam anhelan que quien está ahora al frente del país combata a las SDF con mano dura. En su lugar, lo que empuja a este hombre a irse del país es un posible conflicto interno. “Me voy para esperar a que las cosas tomen forma, que el país se estabilice un poco y que se forme el Gobierno. Cuando las facciones armadas se vayan del centro de las ciudades, volveré”, dice. Desde que fueron tomadas por la oposición de Al Asad, las capitales de Siria son patrulladas por una mezcolanza de grupos armados. Hay soldados sirios, pero también centroasiáticos, albaneses o uigures convencidos por el ideario salafista y motivados por la causa. En Damasco, incluso, no es difícil toparse con combatientes con parches del Estado Islámico que hacen ronda por las carreteras.
En una fonda de Damasco, Samir siente envidia por los huéspedes. La última semana, este recepcionista ha visto entrar y salir a cientos de sirios que hacen parada en la capital antes de seguir su camino a la frontera libanesa. “Daría lo que fuera por irme. Nunca había querido, pero ahora sí. No me malinterpretes: con Al-Ásad había mucha represión [enlace cárcel], pero sabías que no te iba a pasar por cristiano. Ahora tenemos a una escisión de Al Qaeda en el Gobierno. Lo que empieza ahora es peor de lo que pasó”, dice.
Una Siria laica… si dios quiere
Pese al testimonio de Samir, Mohamed o Rojda, muchos sirios no suníes no ven como una amenaza la llegada de la HTS al Gobierno de su país. Samira, una mujer chií de Homs, rebate al recepcionista. “Esto es lo mejor que nos ha pasado en décadas, no se anticipe a algo que aún no ha sucedido”, le dice. A diferencia de muchos de los otros huéspedes, su visita a Damasco se debe a una visita médica. “Nos estamos viendo todos de tú a tú. No creo que vaya a haber tensiones religiosas ni ningún tipo de conflicto por esto. Tenemos que darles la oportunidad. Somos todos sirios, la religión nunca ha sido un problema para nosotros”, suelta antes de mirar y esperar la risa del periodista, que viene del Líbano. Y anhela: “Ahora nos toca trabajar por un país acorde con todos. Y, si Dios quiere, una Siria laica”.
En toda Siria, muchos ven la caída del régimen como una oportunidad para alcanzar un sistema en el que todos puedan participar. En Lataquia, capital del alauísmo del que proviene la familia Al Asad, una concentración multitudinaria reunió el miércoles a miles de personas con la bandera verde, blanca y negra de la oposición. El mismo día, en Damasco se celebró el funeral de Mazen al-Hamada, un prolífico activista al que asesinaron los penitenciarios de la cárcel de Sednaya horas antes de que fuera liberada el sábado. Además de luchar contra el Gobierno, Al-Hamada ambicionaba una Siria laica. Durante toda la conmemoración, se escucharon cánticos que pedían: “Una Siria libre, un Estado civil”.
Nada ilustra mejor Siria que sus fronteras. Desde la caída de Bashar Al Asad, miles de refugiados han vuelto a un país sin puestos de control con las banderas de la oposición, esbozando signos de la victoria y gritando ‘Dios es grande’ después de años fuera. Pero, mientras el tropel se disipa, en el otro sentido de la misma carretera se forma una realidad antípoda: la de los perdedores.
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