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Auge, corrupción y caída del nuevo Partido Demócrata
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La historia de un declive

Auge, corrupción y caída del nuevo Partido Demócrata

Estados Unidos está en baja forma y eso ha hecho que las gallinas votaran al zorro. La pregunta es, ¿quién ha abierto la puerta del gallinero? Hablamos del Partido Demócrata

Foto: Un asistente a la Convención Nacional Demócrata celebrada en Chicago en agosto de 2024. (EFE/Will Oliver)
Un asistente a la Convención Nacional Demócrata celebrada en Chicago en agosto de 2024. (EFE/Will Oliver)
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A mediados de noviembre, tuve que llevar a mi hija de casi dos años a urgencias por una reacción alérgica. Después de comer unos cereales que llevaban crema de cacahuete —lo cual, sospechamos, causó la reacción— media cara se le hinchó y le salieron ronchones, así que la llevé al hospital que está más cerca de nuestro barrio, en Brooklyn. Cuando entramos en la sala de urgencias, la hinchazón, por suerte, ya se le había bajado. Aun así, quise que la vieran los médicos.

Tardaron un rato en atendernos. Rellené un formulario, pasé los datos del seguro médico familiar a la encargada de recepción y, diez minutos después, nos invitaron a pasar a consulta. Primero la miraron dos enfermeros. Le examinaron la boca, las pupilas y el oído. Después vino una estudiante de prácticas e hizo lo mismo. Al rato llegó una médica joven. Igual. Luego nos hicieron esperar cuarenta y cinco minutos a que viniera otra sanitaria que hizo exactamente lo mismo que las anteriores y nos recetó unas inyecciones antialérgicas para comprar en la farmacia.

Eso fue todo. La tecnología que usaron se redujo a un palito como de helado para presionar la lengua, una linternita para mirar la pupila y el oído y un auscultador de toda la vida para escuchar la respiración y los latidos del corazón de la niña.

Diez días después nos llegó la factura: 2.411 dólares con 68 centavos.

Foto: Test de coronavirus usados por el Centros para el Control de Enfermedades (CDC) de EEUU. (Foto: CDC)

La minuta del hospital reflejaba dos injusticias. La primera es que, tal y como comprendimos al llamar a la aseguradora, probablemente el hospital había decidido ignorar todos esos datos del seguro que yo había rellenado y certificado con la tarjeta sanitaria que siempre llevo en la cartera. Nos querían cobrar la factura completa, una táctica que practican por si suena la flauta, ya que, si se la cobran al seguro, este suele negociar los precios. Y segunda: ¿2.411 dólares con 68 centavos?

Este es solo un pequeño ejemplo. Uno nada grave, por cierto, si lo comparamos con todas las cosas que suceden a diario en Estados Unidos. Una muestra más de las tropelías que comete la Cosa Nostra farmacéutico-sanitaria, de su infinita crueldad y avaricia y de los obstáculos que arroja, conscientemente y por sistema, a los pies de quienes tienen la mala fortuna de padecer algún tipo de dolencia, ya sea grave o de andar por casa.

La irritación de tener que lidiar con este problema fue multiplicada por el hecho de que Estados Unidos acababa de reelegir como presidente a un claro aspirante a la tiranía. Un hombre que trató de robar las elecciones de 2020 y que habría hecho lo mismo de haber perdido las de 2024. Un hombre que, entre otras cosas, ha encomendado la reforma de la administración pública al mismo oligarca que le financió la campaña y que tiene 300 contratos con esa misma administración que, a partir de enero, podrá recortar.

Foto: Musk, eufórico, en el mitin de Madison Square. (Reuters/Carlos Barria)

Al mismo tiempo, el fundamento del éxito de Trump es la caída de la confianza en las instituciones. La noción, equivocada o no, de que los órganos públicos, los medios, los tribunales, etc., no están para servir al pueblo, sino para servirse a sí mismos. Mirando la factura médica, resultaba difícil estar en desacuerdo con esta visión.

Hay muchas razones por las que millones de estadounidenses se sienten estafados. En lugares como Nueva York los alquileres son estratosféricos y solo se construyen viviendas de lujo (y contadas). Una guardería situada en un piso estrecho y oscuro cuesta 30.000 dólares al año y en el metro hay personas con problemas mentales que se ponen a chillar o cosas mucho peores. Amplias regiones del interior de EEUU se han convertido en eriales. Los buenos empleos han desaparecido y, con ellos, los ingresos fiscales, las pymes, los buenos colegios y centros sanitarios, los polideportivos, las piscinas, las salas de conciertos. Sólo quedan iglesias, Wal-Marts y tiendas de armas.

En total, seis de cada diez estadounidenses viven nómina a nómina, la tasa de obesidad se ha triplicado desde los años sesenta y la primera causa de muerte infantil es la herida de bala, lo cual no sucede en ningún otro país desarrollado.

Un partido de capa caída

Estados Unidos está en baja forma y eso ha hecho que las gallinas votaran al zorro. La pregunta es, ¿quién ha abierto la puerta del gallinero? ¿Quién ha permitido que sus estructuras se pudran y se desmoronen? Se supone que había un partido dedicado a proteger a la gente de a pie y a sus necesidades ordinarias. La vivienda, los derechos laborales, la educación, la salud. Hablamos del Partido Demócrata.

A estas alturas de los acontecimientos, no es descabellado afirmar que el Partido Demócrata se ha convertido en una maquinaria corrompida y, lo que es peor, pagada de sí misma. Una autoparodia desconectada de las inquietudes de la gente corriente a la que dice representar y sobre cuyo cuerpo tendido, derrotado, acaban de pasar trotando los cuatro jinetes del Apocalipsis: la mentira, la demagogia, la corrupción y el autoritarismo. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Una manera de resumirlo, aunque no la única, es a través de las palabras del senador de Vermont, el socialista Bernie Sanders, que últimamente parece tener dificultades al expresarse por la rabia que tiene dentro y que le pone la cara colorada. "No debería de resultar sorprendente que un Partido Demócrata que ha abandonado a la gente de clase trabajadora", dijo en un comunicado al día siguiente de la victoria de Trump, "se encuentre con que la clase trabajadora ha abandonado al partido".

Las primeras líneas de esta historia se escriben en la segunda mitad de los años 70. El demócrata Jimmy Carter es presidente. La crisis del petróleo desatada en 1973 sigue estimulando la inflación, que sube una media de casi 11 puntos al año. Hasta el propio Carter reconoce que el Gobierno federal es una burocracia hinchada que todavía sostiene viejos y costosos programas sociales de la época de Franklin Roosevelt y de Lyndon Johnson y que hay que empezar a soltar lastre. Pero Carter carece de tiempo o de voluntad y le abre el camino al republicano Ronald Reagan, que gana por goleada las elecciones de 1980.

Con el telegénico Reagan empieza una nueva era: la era del neoliberalismo. Reagan recorta y desregula, suelta y aligera, y el sector financiero empieza a dominar proporciones cada vez más grandes de la economía. Las industrias migran hacia otros países en busca de mano de obra barata y el tejido manufacturero de EEUU va siendo vaciado como quien destripa una merluza y solo deja la carcasa.

Foto: Donald Trump. (Reuters/Jonathan Drake)

La revolución neoliberal de Reagan, acompañada al otro lado del Atlántico por la de Margaret Thatcher, tiene sus fricciones y sus desventajas, pero está claro que el presidente ha tocado un nervio. Más aún: ha conectado con el espíritu de la época. Los demócratas lo comprenden y Bill Clinton, como sucedería también con Tony Blair, sabe que, para estar al filo de los tiempos, tiene que subirse al vagón de las finanzas, el libre comercio y la globalización. Apostar por lo que parece el futuro.

El republicano George H. W. Bush inicia las negociaciones del tratado de libre comercio NAFTA, pero es Bill Clinton el que lo finaliza y le estampa la firma en 1993. También es Clinton el que desregula el comercio de productos derivados y el que deroga la histórica Ley de Glass-Steagall, que, desde los tiempos de Roosevelt, separa la banca comercial de la banca de inversión.

Los demócratas de esa época, igual que los republicanos, concluyen que la economía globalizada es distinta: mucho más nicho, tecnológica, productiva y especializada. Y, por tanto, requiere otro tipo de prioridades, otra planificación política y económica. Los mineros y los obreros del metal desaparecerán poco a poco, como el trolebús o los televisores en blanco negro, piensan los demócratas. Y serán reemplazados por dinámicos profesionales urbanos de cuello blanco, educados y cosmopolitas.

La apuesta de Clinton está clara y lo que sucede es que, en unos pocos años, los profesionales que viven en casitas de valla blanca a las afueras de una gran ciudad y que habían solido ser republicanos, van abrazando el gusto por la innovación y los valores modernos de los demócratas. Al mismo tiempo, la clase obrera que siempre había votado al partido no solo ha perdido peso económico, dado que muchos de sus empleos han desaparecido, sino que también ha perdido su plataforma política.

El gran realineamiento

De esta forma se produce un lento realineamiento de los bloques electorales. Los republicanos se quedan sin una parte de esos sobrios profesionales adinerados que los votaban, pero, a cambio, empiezan a conquistar los corazones de la clase obrera. No con sindicalismo y programas sociales, sino mediante una lista de agravios, como la inmigración irregular o el abuso de las élites que desde sus oficinas fagocitan el tejido manufacturero y lo reemplazan por franquicias del sector servicios donde la paga es mala y las prebendas, como el seguro médico, no existen.

Foto: Asistentes a la "Convención del Pueblo" en Detroit, en la que Trump ofreció un discurso el pasado junio. (Getty/Bill Pugliano)

El Partido Demócrata cultiva unas bases nuevas. Si bien continúa recibiendo una mayoría de los votos de estados tradicionalmente obreros como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, los que empiezan a mandar en el partido, porque son los que tienen el dinero y la influencia, son esta clase profesional de la economía de la información. Personas con educación superior y perspectivas económicas sólidas.

El hecho de que los demócratas se apoyen, cada vez más, en este tipo de perfil, hace que todo cambie. No sólo las políticas, que se vuelven más neoliberales, sino también los valores. Un votante demócrata urbano, diplomado y bien empleado ya no tiene que preocuparse por algunas cuestiones tan prosaicas como qué va a comer esa noche o dónde encontrará un seguro médico que no le cueste un ojo y un riñón. Este nuevo tipo de votante desarrolla "valores posmaterialistas": se empieza a preocupar por el cambio climático, los transgénicos, la desigualdad de género, la salud mental y la posibilidad de que las palabras hieran y traumaticen.

Muchos estadounidenses de clase obrera, bien porque aprecian algunas propuestas electorales como la ley sanitaria de Barack Obama, bien porque se resistan a escuchar los cantos de sirena del agravio que les dedican los republicanos, siguen votando demócrata. Pero lo cierto es que se empiezan a preguntar qué les importa a ellos, por ejemplo, que el pollo congelado que compran en la tienda haya tenido una vida al aire libre en la que pudo jugar con sus polluelos. Muchos granjeros van más allá y dicen que lo de los "pollos libres" es una manera de cobrarles más a los urbanitas y que los pollos están más cómodos en instalaciones modernas, limpias y calentitas, que muriéndose de frío en sabe Dios qué condiciones "al aire libre"

Se les dice que el cambio climático es una amenaza extrema y que, si no se actúa ahora mismo, todos vamos a presenciar un agónico y prolongado Día del Juicio Final. Lo dicen miles de informes de expertos. El problema es que, visto a ras de suelo y sin credenciales científicas, todo esto les resulta un poco abstracto. La gente de más edad intuye que el clima siempre cambia, con o sin actividad industrial. Y además observa que la fecha límite oficial para recortar un 50% las emisiones contaminantes continúa moviéndose hacia el futuro, como si lo realmente importante no fuera salvar a la humanidad, sino mantener los empleos de quienes escriben esos informes.

Foto: El ingeniero químico y periodista de Bloomberg News, Akshat Rathi. (Cedida)

Aunque muchos de estos granjeros reconocen que probablemente estas percepciones suyas sean fruto de la falta de información y, por tanto, estén equivocadas, no se atreven a plantear sus dudas. Porque, si lo hacen, se les puede tachar de estúpidos que se aferran a una forma de vida destructiva y obsoleta, aunque esa forma de vida destructiva y obsoleta siga produciendo la comida que se sirve en las mesas de Estados Unidos o el petróleo que alimenta los motores de combustión.

Luego está la cuestión de la raza. Desde que el presidente demócrata Lyndon Johnson se sumara a la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y brindara el final de la opresión racista en los estados del sur, la minoría negra se sumó a las filas del partido. Y también lo hicieron la mayor parte de los inmigrantes latinoamericanos que llegaban en crecientes números. Las minorías étnicas pasan de representar el 10% de la población estadounidense al 38% en apenas medio siglo y son los demócratas quienes absorben esos intereses y esa diversidad.

Dado que esta mayor variedad étnica se concentra, sobre todo, en grandes ciudades como Los Ángeles, Chicago, Atlanta o Nueva York, he aquí otro aliciente para que el Partido Demócrata se aleje de regiones mayoritariamente obreras y blancas como el Cinturón del Óxido. Y reafirme sus compromisos urbanos.

Así que la brecha entre la ciudad y el interior ya no solo es económica, sino cultural. Lo que les importa a unos y lo que les importa a otros es distinto, o incluso opuesto. Las percepciones mutuas van caricaturizándose. De un lado se supone que hay gañanes desempleados y adictos a los opioides que coleccionan armas y pesan 200 kilos; del otro, maricomplejines ultraeducados que defienden a los afroamericanos sin haber visto uno de cerca y que pasan la mayor parte del día mirándose al espejo, desempeñando empleos intelectuales y vaporosos que no comprenden ni ellos y saturando las librerías con sus libros de memorias sobre traumas familiares.

Foto: Manifestación de la organización Lost Voices of Fentanyl frente a la Casa Blanca, en Washington. (Reuters/Elizabeth Frantz)

Pero esta ruptura no se da en un momento concreto, sino que se va materializando poco a poco, como una prenda de ropa muy lavada que va transparentándose hasta que un día se rasga. La última presidencia demócrata que mantiene los clásicos equilibrios del voto obrero es la de Barack Obama. El declive socioeconómico del fly-over country (ese enorme pedazo de EEUU que sobrevuelan quienes viajan de una costa a otra) ya está claro desde hace tiempo, pero con Obama resplandece por última vez la promesa de algún tipo de recuperación. Y resplandece en vano.

Lo que escondía la Gran Coalición

Obama es elegido en mitad de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, y, para solucionarla, selecciona a los mismos hombres que la hicieron posible. Lawrence Summers, arquitecto de la agresiva desregulación en los años de Bill Clinton, se convierte en su asesor económico y Timothy Geithner, que había trabajado codo con codo con Summers, es nombrado secretario del Tesoro. Bajo la supervisión de estos dos, el Gobierno de Obama aplica el doble rasero: rescata a los gigantes de Wall Street, pero evita flexibilizar la ley para que los bancos recorten los tipos de interés de las hipotecas y alarguen el vencimiento de los préstamos. En 2009 hay casi cuatro millones de ejecuciones hipotecarias. Un récord histórico.

Parte de la izquierda de EEUU ve en estas medidas una traición a la clase media, por no hablar de la clase trabajadora. El movimiento populista Occupy Wall Street, el equivalente estadounidense al 15-M que nace en 2011, es una reacción a la desigualdad galopante y al hecho de que los banqueros y especuladores, principales culpables de la recesión, han salido indemnes, mientras que la gente de a pie sufraga la cuantiosa factura.

Más que retornar a la estabilidad del pasado y reequilibrar el trucado campo de juego, Barack Obama representa el punto culminante del nuevo Partido Demócrata. Es un presidente birracial, educado en Columbia y en Harvard y cuyas manos son famosamente suaves porque no conocen el trabajo manual. Su base de poder son las universidades, los medios de comunicación, los sectores de la tecnología y el entretenimiento, miles de oenegés, think tanks y buena parte del funcionariado. Es decir, los ganadores de globalización: los nuevos potentados del Partido Demócrata.

Foto: El economista francés Thomas Piketty, autor de 'El capitalismo de siglo XXI', en una imagen de archivo (Reuters).

Según el analista y cofundador de la fundación progresista New America, Michael Lind, Obama capitanea una maquinaria similar a la de los viejos aparatos partidistas que gobernaban, hace un siglo, las ciudades. Una red clientelar que se asegura de promocionar su agenda y a sus candidatos y que es difícil de desafiar. Algo así como el famoso Tammany Hall, la mafia política que dirigió Nueva York, sosteniéndose en sus bases de votantes de raíces italianas e irlandesas.

No es que Obama construya desde cero esta red de influencia, sino que, cuando llega al poder y cautiva los corazones demócratas, se encuentra subido encima de un entramado multirracial de influencia política que pasaría a llamarse la "Gran Coalición". A los pies de Obama están el Partido Demócrata y todas estas estructuras de fundaciones, oenegés y ciudades universitarias donde era más probable cruzarse por la calle con una jirafa que con un votante republicano.

Pero bajo el velo de dinamismo hay un cierto olor a corrupción. Como dice Lind en un artículo de 2022, este entramado de instituciones de izquierdas está financiado por grandes fortunas corporativas, como las que representan Open Society, Ford Foundation y Omidyar Network. Caudales de dinero que llegan en forma de becas y subsidios para asociaciones, think tanks, medios de comunicación y otros agentes de influencia. Siempre que defiendan lo que les apetece a los grandes donantes, que proceden, cada vez más, de California.

El pensamiento progresista se vuelve un monocultivo. Y la endogamia de las ideas produce un fruto degradado y defectuoso

Si uno habla de la cuestión del acceso a los baños de las personas trans, reivindica la necesidad de atraer más inmigrantes y protesta contra la industria nuclear y de hidrocarburos, casi con toda seguridad recibirá una sustanciosa donación. Por el contrario, si se atreve a exigir un aumento del salario mínimo a nivel federal, que sigue en unos paupérrimos siete dólares con 25 centavos la hora; o alza la voz contra los desmanes de corporaciones como Amazon contra las iniciativas sindicales o pide una sanidad pública como la de cualquier otro país rico, para eso no hay dinero.

De esta manera, entre las tendencias endogámicas de la vida urbana, de los cócteles después de una conferencia de expertos, de las redacciones de periódicos donde el 70% de los periodistas se han licenciado en las mismas universidades de élite, etc., y la cuestión del dinero, se produce una homogeneización. El pensamiento progresista se vuelve un monocultivo. Y la endogamia de las ideas, como la de las personas, produce, a largo plazo, un fruto degradado y defectuoso. Un rebaño de profesionales que tienen doctorados, pero que, vistos desde lejos, parecen los Stormtroopers de Star Wars: un ejército de androides monotemáticos.

Mientras tanto, el Partido Republicano, preocupado por el tamaño y la diversidad de esta Gran Coalición liderada por Obama, explota la creciente brecha entre el campo (mayoritariamente blanco) y la ciudad (multiétnica). Desde mucho antes de que Donald Trump anunciara candidatura presidencial en 2015, los conservadores se han echado al monte en sus radios y televisiones y en el Congreso, donde aplican la táctica de la tierra quemada: obstruyen, retrasan, bloquean y atacan sin parar.

Foto: Donald Trump en un mitin en Pensilvania. (Reuters) Opinión
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Incluso llegan a romper una de las grandes reglas de la convivencia democrática: la idea de que el adversario político, pese a las diferencias, es legítimo. El populismo republicano de ultraderecha, estructurado en torno al movimiento Tea Party, del que saldrá una nueva generación de congresistas y senadores radicales, sugiere que Obama es un musulmán oculto y que no ha nacido en EEUU, lo cual lo incapacitaría para ser presidente. Se popularizan expresiones como "Recuperemos nuestro país" (¿de manos de un presidente negro?) y los estimulados agravios raciales, finalmente, echan raíces. Lo único que hará Donald Trump es canalizarlos, ponerles cara y voz, llegar a más gente y hacer que cristalice este realineamiento de bloques electorales.

Los demócratas aguantan la tempestad y mantienen sus prioridades en orden. Mientras Obama es presidente, dice Michael Lind, ejerce como árbitro de este magma de intereses y preferencias progresistas. El matrimonio homosexual, el aborto, el clima, etcétera. El problema llega cuando Obama abandona la presidencia y es reemplazado por su antítesis, Trump, un tipo de fuera de la política, completamente heterodoxo en fondo y forma. Incorrecto, bravucón y que genera, con su programa reaccionario, una reacción histérica de los demócratas.

Sin el gran árbitro afroamericano y con Donald Trump en la Casa Blanca, la maquinaria demócrata pierde el norte. Ante la ausencia de líder, las decisiones recaen directamente en los cuadros de burócratas, activistas e ideólogos. Y las prioridades se salen de madre. Los "valores postmaterialistas", que ya sonaban raro en parte del país, se vuelven más extraños y estruendosos. Los progresistas se obsesionan con los pronombres, con la cuestión trans y con las cuotas. También empiezan a hablar del cambio climático como del Apocalipsis que nos matará a todos. Hay activistas vandalizando cuadros, palabras abstrusas que recuerdan a los espesos debates teológicos del Medievo y cualquier tuit medio inusual pasa a desencadenar insidiosas cazas de brujas.

Foto: Montaje: Irene de Pablo.
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El Partido Demócrata se pone de perfil ante estos excesos, como por ejemplo el hostigamiento a profesores universitarios por cuestiones tan nimias como proyectar, en un aula, una película donde aparece un señor blanco, sir Lawrence Olivier, interpretando a un personaje de piel oscura (Otelo); o la negación, a contracorriente de décadas de consenso científico, de que solo existen dos sexos; o la criminalización de los niños de raza blanca porque todos ellos son opresores racistas ("Hay un policía asesino sentado en cada escuela donde estudian niños blancos").

Si bien la gran mayoría de los congresistas, gobernadores y altos cargos demócratas siguen siendo fundamentalmente moderados, la doctrina identitaria ha teñido sus bases de poder. Sobre todo las universidades. Y estos hacen ejercicios de contorsionismo ante las múltiples violaciones a la libertad de expresión; ante la insistencia en reducir toda la experiencia humana al azar genético del fenotipo.

El asesinato de George Floyd, en Mineápolis, provoca una tormenta de paranoia racial que se filtra a las corporaciones y a los colegios. En 2021 los republicanos ya no tienen la presidencia, pero se abalanzan sobre esta oportunidad. Llevan su táctica de tierra quemada a las juntas escolares y equiparan el extremismo identitario woke, que horada los cimientos de la convivencia, con todo el Partido Demócrata.

Si los votantes de cuello azul ya se sentían un tanto fuera de lugar, o incluso marginados, de las cuestiones altamente abstractas y moralizantes que parecen preocupar a la izquierda, la ruptura de 2020-2021 es completa. Tan completa que incluso las minorías étnicas, ese segmento demográfico que los demócratas dan por hecho, empiezan a inquietarse y a mirar con otros ojos a Donald Trump.

Demasiado tarde para girar

Los demócratas, poco a poco, entran en razón. Comprenden que la inmensa mayoría de los latinos odian, detestan, resienten profundamente la palabra "Latinx", que solo se usa en los consentidos círculos universitarios. Comprenden que a la mayoría de las personas no les gusta que se les vigile la manera de hablar, y que no entienden eso de poner los pronombres (she/her) en el correo electrónico, como si fuera una marca de bondad y de justicia cuando, en realidad, señaliza superioridad moral y pertenencia a un grupo de poder que trata de imponerte su ideología.

Foto: El presidente Biden en la cumbre del G20 en Río de Janeiro. (Reuters/Leah Millis)

Joe Biden quiere colocarse en la estela de Roosevelt y Johnson con ambiciosos programas de gasto social. Invita a la Casa Blanca a líderes sindicales y se presenta, él mismo, con su gorra de visera y sus modales campechanos, en piquetes y manifestaciones. Habla de la clase trabajadora, de los derechos laborales y de su importancia como sostén de la salud socioeconómica y democrática.

En las elecciones de 2024 Kamala Harris, a diferencia de lo que habría hecho en 2020 o en 2016, no menciona casi nunca el hecho de que es mujer y de color; adopta un tono firme en inmigración, dice haber sido la top law enforcement official ("principal representante de las fuerzas del orden") de California, al haber sido fiscal general de este estado, y renuncia a las políticas progresistas que apoyaba unos pocos años antes. Muchos otros candidatos parlamentarios y estatales demócratas, a lo largo y ancho del país, hacen lo mismo: se moderan, se vuelven duros y pragmáticos.

Pero no es suficiente. Ya es tarde. Los desgastados tejidos democráticos hace tiempo que se transparentan y las roturas están por todas partes. Como dijo el estratega demócrata James Carville, el wokismo "es como el olor del humo en la ropa: harán falta varios ciclos políticos para deshacerse del hedor".

La consecuencia es que Estados Unidos, como observó el periodista David Brooks en un reciente análisis, ya no está tan dividido por clase o por raza; ahora está dividido por diploma. Y el atractivo de Trump ya no solo surte efecto entre los obreros blancos del interior. También los obreros latinos de las ciudades le otorgan su simpatía en cantidades mucho mayores a las que habría soñado cualquier otro candidato republicano de la historia reciente.

Foto: Donald Trump, en uno de sus mítines en Henderson, Nevada. (Reuters/Brendan McDermid)
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El Partido Demócrata ha visto cómo sus dos grandes mitos, esas ensoñaciones bajo las que se cobijaba desde hacía dos décadas, han sido pulverizados por el animal político menos pensado, Trump. Un mito, como ha apuntado George Packer , es el de que la mayor diversidad racial traerá mayores apoyos demócratas. Ya no. El otro mito es que los republicanos solo pueden ganar las elecciones trampeando, cambiando las demarcaciones electorales, endureciendo los requisitos para poder votar, etc. Antes, quizás. Con Trump llevándose, también, el voto popular, esto ya no sirve.

Nadie sabe qué conclusiones sacarán los demócratas de este hecho, del hecho de que han perdido las elecciones no frente a un republicano moderado y razonable, como pudieron haber sido Mitt Romney o John McCain, sino frente a Nerón. Aunque Donald Trump hubiera perdido, ya que no ganó por goleada, el simple hecho de que compitiera por la presidencia ya habría justificado este análisis. Pero, aún encima, venció. Por voluntad popular, el zorro ha vuelto a entrar en el gallinero.

A mediados de noviembre, tuve que llevar a mi hija de casi dos años a urgencias por una reacción alérgica. Después de comer unos cereales que llevaban crema de cacahuete —lo cual, sospechamos, causó la reacción— media cara se le hinchó y le salieron ronchones, así que la llevé al hospital que está más cerca de nuestro barrio, en Brooklyn. Cuando entramos en la sala de urgencias, la hinchazón, por suerte, ya se le había bajado. Aun así, quise que la vieran los médicos.

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