¿Qué gana Turquía con la nueva guerra en Siria? Intercambio de peones para despejar el tablero
Aún si Asad se aviniera a una transición lenta, hay una piedra en el zapato: unas cuantas decenas de miles de combatientes islamistas demasiado creyentes y bregados en demasiadas batallas como para integrarse en una vida civil sin sharía
Una bandera turca ondea sobre las murallas del alcázar de Alepo. Nadie sabe quién exactamente la ha puesto ahí, pero es el sueño húmedo para muchos columnistas turcos, los que consideran al presidente, Recep Tayyip Erdogan, heredero de los sultanes otomanos, llamado a hacer Turquía 'great again', y futuro líder del islam mundial. Para los demás es un signo preocupante de hasta qué punto Ankara se ha embrollado en una guerra perdida.
No, la bandera no la puso un soldado turco: Turquía no ha mandado tropas a la ofensiva de los rebeldes sirios, encabezados por las milicias ultraislamistas Haiat Tahrir Sham (HTS), que en tres días han arrollado la máquina militar de Bashar Asad y sus aliados de Irán y Rusia. Lo niega rotundamente y no es verosímil que se arriesgue a una aventura de este tipo. Puede haber mercenarios o voluntarios turcos en las filas de los islamistas sirios (alguno hubo también en el bando de Asad durante la guerra civil siria) y hay todo un batallón de ciudadanos sirios de habla turca, los llamados turcomanos, que hoy día tal vez se sientan más turcos que sirios. Pero aparte la bandera, ¿a qué caballo está apostando Ankara en esta guerra?
¿Tiene Ankara claro por quién apostar? Porque una cosa es la ideología neootomana panislamista, que divisa en el horizonte una Siria unida bajo un Gobierno fielmente islamista y fiel vasallo geopolítico de Turquía y otra muy distinta la realidad geopolítica. En la realidad, Asad ha ganado la guerra. Erdogan lo sabe y lo ha reconocido: lleva meses agitando una mano tendida y proclamando su voluntad de recuperar las relaciones diplomáticas plenas, rotas en 2011 cuando parecía posible, incluso probable, que el dictador fuese derrocado. Hace tiempo que las tornas han cambiado y la foto del abrazo entre Erdogan y Asad ya estaba programada en la diplomacia turca. Apenas faltaban unos flecos por resolver. Y esos flecos ahora le han dado a Turquía en toda la cara.
Ankara pasó de un apoyo tácito a las milicias rebeldes de Siria —que se fueron islamizando solo en el transcurso de la guerra civil gracias al apoyo de Arabia Saudí y Qatar— a una intervención directa en 2016: lanzando una operación contra el Daesh, instalado justo al otro lado de la frontera. Para cierta sorpresa de la izquierda turca, convencida de que durante años, Ankara había armado al Daesh para acabar con las milicias kurdas. En aquella guerra se derrotó el núcleo duro yihadista y el resto se integró en la pléyade de milicias semiislasmistas, islamistas y ultraislamistas que se constituyeron en las fuerzas locales de Ankara en el noroeste de Siria, recuperando para ello el nombre del ya desbandado Ejército Libre de Siria (ESL). Fueron decisivas en la toma de Afrin, el bastión kurdo occidental, ahora bajo administración turca.
Más al sur, en Idlib, Turquía no administra: solo ha erigido puestos militares, vigilados por los milicianos del ESL, mientras que el Gobierno local está en manos Haiat Tahrir Sham, heredero directo del Frente Nusra y, con ello, de las estructuras de Al Qaeda y un ideario no demasiado alejado del del Daesh. Su relación con Ankara es opaca. Quizás sea más un pacto de no agresión que dependencia directa. Eso sí, el paraguas turco fue vital para asegurar su supervivencia cuando Damasco intentó retomar la región de Idlib en febrero de 2020, en lo que podría haber sido el golpe final de la guerra civil. Pero tras la muerte de 33 soldados turcos en un ataque aéreo ruso-sirio, Erdogan habló con Putin y lanzó un contraataque contra posiciones de Asad —no de Rusia— para poder proclamar que la sangre turca había sido vengada. Acto seguido todos firmaron un alto el fuego. Y continuaron con el proceso de Astaná a tres bandas —Turquía, Rusia, Irán— para resolver el conflicto de forma definitiva.
Definitivo significa: una Siria unida bajo el régimen de Bashar Asad. No hay otra, en eso están de acuerdo los tres. Turquía no tiene ninguna intención de anexionarse las zonas conquistadas desde 2016; estas cosas no se llevan hoy día. A medio plazo corresponde devolverlas a Asad a cambio de tener en su flanco sur un país estable, bien controlado por un régimen fuerte y aliado. Para eso tiene dos condiciones. Una es que bajo ningún concepto, Asad le permita a los movimientos kurdos de izquierda mantener una presencia de milicias en la cercanía de la frontera turca y mucho menos una región autónoma. La otra es que la recuperación de los territorios ahora bajo control turco no debe desencadenar ningún movimiento masivo de refugiados hacia Turquía.
Lo primero exige mano izquierda, porque si bien la relación entre el régimen de Asad y las estructuras político-militares kurdas en el noreste ha mutado de una incómoda coexistencia hacia una franca alianza —única salida posible para el bando kurdo frente a las ofensivas de Turquía—, estas no abandonarán fácilmente todo lo construido en diez años de guerra civil. Pero quizás podría escenificarse un acuerdo que salve la cara a todos y permita a Asad proclamar la unidad de la patria siria, a los kurdos, solidificar una conquista de derechos políticos histórica en un país que hasta 2010 negó rotundamente su existencia y a Erdogan, anunciar el fin de las "estructuras terroristas" en la frontera sur.
Más difícil es la segunda condición. Erdogan teme una nueva oleada de refugiados no tanto porque Turquía no pueda absorberla, sino porque ya los actuales tres millones de sirios, relativamente integrados como mano de obra semilegal y barata, se convierten en arma arrojadiza electoral en manos de la oposición nacionalista que gusta de atacar a Erdogan con los mismos argumentos racistas que usaría cualquier partido de ultraderecha europea. Quien no puede absorber más sirios no es el territorio: es el discurso político.
Pero si Erdogan abraza a Asad ante las cámaras y las tropas turcas entregan sus posiciones a las gubernamentales, una población de cinco millones de sirios —es la cifra oficial que maneja Ankara— se verá expuesta a lo que teme que será una terrible venganza del régimen. Todo miliciano rebelde es terrorista para la policía de Asad, y visto el historial de esta policía y sus sicarios, decenas o cientos de miles de personas, entre miembros, familiares, simpatizantes y empleados de las milicias, serán carne de mazmorra, tortura y muerte. Por supuesto, Asad decretará unas leyes de amnistía. Pero ¿hay alguien que confía en el régimen, en que cumpla su palabra? Si el Gobierno sirio cumpliera sus propias leyes, nunca se habría llegado a la guerra civil. Y si bien en Europa se han difundido mucho más las imágenes del terror del Daesh que las del terror de Asad —desde que en las altas esferas de Washington decidieron, bastante pronto, que la caída de la dinastía no entraba realmente en sus planes—, la población siria sí las tiene presente. Huirá.
Aun si Asad se aviniera a una transición lenta con garantías, hay una piedra en el zapato: unas cuantas decenas de miles de combatientes islamistas demasiado creyentes y bregados en demasiadas batallas como para integrarse en una vida civil sin sharía. Fueron los primeros en protestar a voz en cuello, manifestaciones callejeras incluidas, cuando Ankara empezó a insinuar una reconciliación con Asad, el año pasado. Porque en esta ecuación simplemente sobran. No tienen dónde ir. Ni siquiera Turquía se atrevería a darles asilo. Los yihadistas son peones útiles para algunos, pero nadie los quiere realmente en su salón, tampoco Erdogan. Cuando el Ejército turco luchaba contra el Daesh, la solución, proclamada oficiosamente, era simple: exterminarlos. Una vez que dejen de servirle en Idlib, tendrá que aplicar la misma doctrina.
Si nosotros podemos hacer este análisis, Abu Mohamed Al Jolani, ex Al Qaeda, ex Nusra, actual cabeza de Tahrir Sham, también pudo. Es probable que ante la aproximación inexorable del abrazo Asad-Erdogan viera que solo le quedaba la huida hacia adelante. Tomar Damasco y derrocar la dinastía Asad parece imposible a estas alturas —salvo que Putin decida lo contrario, pero no parece verosímil, porque no querrá perder la base naval de Tartús en el Mediterráneo—, pero una ofensiva fuerte podrá sabotear la reconciliación al menos un tiempo.
Ankara no pudo evitarlo: no tiene poder sobre un aliado que sabe que lo vas a traicionar antes de que cante el gallo. Lo único que pudo hacer, y así se ha dicho, muy off the record, desde el entorno de los servicios secretos turcos, es atrasar esa ofensiva que llevaba ya tiempo cociéndose, impedirla mientras durasen los combates de Israel en Líbano contra Hezbolá, peón de Asad. "Para no aumentar la tensión", dijeron. Es decir: para que no pareciera que los aliados de Turquía en Siria colaborasen con Israel en esta coyuntura, haciéndole la pinza a Asad y aprovechando su momento de debilidad. Para no dar esa imagen, podemos pensar, pero también: para evitar que Asad cayera de verdad. Porque Ankara no quiere que caiga.
Eso mismo lo dijo el martes Devlet Bahçeli, inveterado líder ultranacionalista turco, aliado de Erdogan y sostén de su partido, el islamista AKP, en el Parlamento. Recordó que "Asad no ha aceptado la mano tendida de Turquía" en los meses pasados, pero que "no es demasiado tarde", recomendándole iniciar "negociaciones sin condiciones con Turquía". "No nos gustaría ver Siria aplastada por potencias imperialistas", agregó, en una obvia referencia a lo que ya han dicho en público sus adversarios del partido socialdemócrata CHP: que esa ofensiva rebelde está atizada por Israel para debilitar a Asad. Resumen: Ankara —o al menos Bahçeli— ve el avance de Tahrir Sham como una oportunidad para forzarle un poco la mano a Asad, pero nunca para derrocarlo.
También es una oportunidad para asestar un golpe a las milicias kurdas, las YPG, que llevan años dominando una pequeña región en Tel Rifaat, al noreste de Alepo. Quizás fuera justo eso lo que Jolani le prometiera a Ankara para obtener respaldo para su ofensiva: las YPG caerían en la trampa de acudir al rescate de las tropas de Asad y Tahrir Sham podría machacarlas, reconquistar Tel Rifaat y privarlas por fin de esa cabeza de puente en el oeste de Siria. Que es exactamente lo que ocurrió.
Esto también le pudo parecer una buena oportunidad a Asad: las YPG son sus aliados pero ante la próxima negociación con Turquía, es bueno que sean un aliado debilitado, seriamente tocado, aunque no hundido, dispuestos a firmar lo que pueda ofrecerles, sin ponerse gallitos.
Aún así, el descalabro del frente del régimen, con su retirada precipitada de Alepo y el avance sin resistencia de Tahrir Sham hasta Hama sigue siendo una sorpresa para propios y ajenos, incluso para para los servicios secretos turcos, que —dijeron— solo se esperaban una ofensiva limitada alrededor de Idlib. Ni la aviación rusa se aplicó a fondo, parece. Se especula que con esa pasividad, Putin le quiso dar una lección a Asad, mostrarle que no es nadie sin el respaldo ruso y ablandarlo para que no se saliera de la órbita de Moscú en caso de que en el futuro, los caminos de Irán y Rusia diverjan. Tal vez.
¿Acercamiento entre Ankara y Damasco?
Pero yo no me fiaría. Quizás Asad y Erdogan hayan visto ambos en esta ofensiva, cuanto más rápida e impulsiva mejor, la oportunidad definitiva para acabar con Jolani.
Dejar que el enemigo avance demasiado es una vieja táctica. Sin cobertura aérea turca, los hombres de Jolani no podrán defender el inmenso territorio recién conquistado, ni alistar en su bando a un pueblo cansado de una década de guerra. Una vez lanzada la contraofensiva del régimen, probablemente no se detenga ya hasta recuperar todo Idlib, sembrando el camino de cadáveres de yihadistas o quienes parezcan serlo. A Asad, la población civil nunca le ha importado.
Ankara y Damasco se podrán sentar a negociar con una mesa mucho más desahogada
Es lo que haría cualquier jugador de ajedrez en una posición tan embrollada que ninguno de los dos adversarios puede avanzar: empezar a comer piezas a diestra y siniestra, entregando las propias a cambio, hasta tener el tablero despejado y diseñar la estrategia del juego final.
Erradicadas las milicias islamistas y debilitadas las kurdas, Ankara y Damasco se podrán sentar a negociar con una mesa mucho más desahogada. Quizás Putin se avenga a enviar tropas en guisa de fuerza de paz para patrullas conjuntas con las turcas y se diseñe una transición local con algo que parezca una reconciliación nacional, se evite la oleada de refugiados, Asad proclame la victoria y Erdogan el triunfo.
O quizás pase algo completamente distinto. La guerra tiene eso: se sabe cómo empieza pero nunca cómo termina. Aunque a estas alturas se me hacer muy difícil ver a Jolani instalado en Damasco. Quizás ya vaya tendiendo a su fin la era de los peones islamistas, utilizados por unos y por otros como arma de fragmentación explosiva. Ha dejado demasiada tierra quemada.
Una bandera turca ondea sobre las murallas del alcázar de Alepo. Nadie sabe quién exactamente la ha puesto ahí, pero es el sueño húmedo para muchos columnistas turcos, los que consideran al presidente, Recep Tayyip Erdogan, heredero de los sultanes otomanos, llamado a hacer Turquía 'great again', y futuro líder del islam mundial. Para los demás es un signo preocupante de hasta qué punto Ankara se ha embrollado en una guerra perdida.
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